El cuerpo de una mujer –al igual que el cuerpo masculino– no pertenece a la voluntad de su dueña, en tanto somos juguetes de la naturaleza, todos, pero el cuerpo femenino lo siente más. El cuerpo femenino es una máquina ctónica, orgánica, indiferente al espíritu que lo habita.
Camille Paglia, Sexual Personae (1990)
A mediados de 1982 Michael Eisner, jefe de estudio en Paramount y uno de los productores más lucrativos en años precedentes –Fiebre de sábado por la noche, Vaselina, Los cazadores del arca perdida– reunió a un grupo de productores y empleados, incluyendo al guionista Joe Eszterhas, para evaluar el proyecto basado en un guion de este último: Flashdance. Para decidir cuál de las dos actrices finalistas tendría el protagónico –una mezcla de gimnasia artística, ingenuidad, hits radiales y la sexualización febril de un cuerpo adolescente– Eisner planteó una pregunta directa en encuesta abierta: “¿A cuál de ellas dos te cogerías?”. La elección fue Jennifer Beals.
La otra aspirante, con 19 años, de familia obrera de Nuevo México, historial de violencia doméstica y dos papeles ínfimos de serie B como experiencia, se llamaba Demi Moore y quince años más tarde, cuando promocionaba Striptease (1996), era la mujer con el sueldo más alto de cualquier pantalla en el planeta y, con amplia diferencia, la más sexualizada en la que podría ser la ranchería más acaudalada y misógina de Occidente: Hollywood, California.
En los años anteriores a la escandalosa campaña gráfica de Striptease, Moore protagonizó un amplio rango de debates mediáticos en torno a su cuerpo, desde las fotografías del embarazo desnudo para Vanity Fair por Annie Leibovitz hasta la enjuiciada sexualidad de sus personajes en Una propuesta indecorosa (1993), Acoso sexual (1994) o la propia Striptease, con la agria sorna pública sobre recibir once millones de dólares no por actuar –diría Roger Ebert– sino por desnudarse. Nada hay más intocable en Hollywood que el derecho a sexualizar desde la mirada masculina; nada más punible y deleznable que una actriz que lo haga por cuenta y agenda propia. Demi Moore cruzó la línea –aquella bien dibujada por Pierre Bourdieu en La dominación masculina (1998), afinada después por Judith Butler– y pagó el costo con la virtual desaparición de su carrera tras la inocua Hasta el límite (1997), que implicaba un lastimoso intento de masculinizarse [sic] como una militar malhablada y de cabeza calva.
En un lapso menor a diez años la corporalidad de Moore fue campo de batalla entre la mercadotecnia, la prensa rosa y los estudios culturales, el sueño licuado entre quince ideas de Gilles Lipovetsky, las batallas de Camille Paglia y lo escrito por Roland Barthes sobre el rostro de Greta Garbo, pero ampliado al cuerpo entero. Todo ello constituye el hielo oculto bajo el agua en el iceberg de punta cortante, autoficcional y bañado en fluidos que es La sustancia (2024), segundo y tremebundo largometraje de la parisina Coralie Fargeat que, al igual que su anterior y muy menor Venganza siniestra (2017), licúa consignas varias de feminismos teóricos y teoría crítica con el espíritu cincuentero de los fanzines sci-fi , la revulsión estomacal de las películas grindhouse y el olor a alfombra puerca de las funciones de medianoche.
El argumento, tan preciso en su balance pulp entre fantasía, rigor imaginativo e incoherencias que parece extraído de las mejores páginas de Weird Tales, nos presenta a Elizabeth Sparkle (Demi Moore), una actriz de Los Ángeles que ronda los cincuenta cuya presencia mediática, alguna vez fulgurante, está reducida a un programa matutino de aerobics en televisión. El mismo día en que Elizabeth es despedida por un ejecutivo lascivo llamado, para menor sutileza, Harvey (Dennis Quaid), recibe la invitación anónima a una suerte de secta de élite o clínica de belleza –si es que existe diferencia– cuyo procedimiento, detalles aparte, consiste en la generación de un nuevo cuerpo, más joven, vital y parcialmente autónomo (Margaret Qualley), que comparte la esencia, los fluidos vitales y los procesos orgánicos del cuerpo matriz, de modo que cada uno tiene consciencia y vida activa durante siete días, durante los cuales su contraparte permanece inconsciente y debe ser alimentada por vía intravenosa a la par que secreta el fluido vital que permite a su replicante mantenerse estable. A partir de esta dinámica entre Mrs. Jeckyll y Lady Hyde se establece una relación de poder inmediata en donde Elizabeth alimenta la juventud de Sue, mientras ésta mantiene viva a la primera.
Los detalles y giros de lo que sucede a partir de una premisa tan estrafalaria merecen ser conservados para el asombro, que será creciente y expansivo para quien sea capaz de aceptar la inventiva del relato sin someterla al látigo utilitario de la lógica. La sustancia es, como el título parece sugerir, una mise-en-scène de incoherencia voluntaria cuyo mayor atractivo está escondido en el metarrelato, en la descarga catártica que supone para Moore someter a electroshock su propia historia como persona pública o icono del erotismo mass media de finales de siglo.
Lo más interesante, una vez superadas las descargas agresivas y conductistas de estilismo pop-punk, es la pantomima representada por su elenco, dispuesto sin miedo a representar caricaturas de sí mismo: junto a la propia Moore está Qualley –hija de Andie McDowell (Sexo, mentiras y video, 1989), otra actriz fetichizada hasta el absurdo en los noventa– y Quaid: republicano, trumpista, cristiano y, a pesar de ello, actor capaz de exponer el reverso grotesco de sus militancias. Por supuesto, es inmediata la tentación de entender La sustancia como una Sunset Boulevard reescrita por Virginie Despentes para Jess Franco, pero en realidad lo mejor sucede cuando observamos tanto a sus personajes-idea como a las personas que –pun intended– les prestan el cuerpo.
Coralie Fargeat, nacida en 1976 y expuesta como adolescente a la cultura mediática de Estados Unidos durante los noventa, encuentra un margen personal y original para rendir tributo a aquel Zeitgeist mientras disfruta abriéndolo en canal con sierra eléctrica. La sustancia, con todos sus asaltos a la lógica narrativa y su constante propensión a lo indigesto, es un ejercicio de pastiche que, viajando en la cresta de la ola de femme rage levantada por Voraz y Titane (Julia Ducournau, 2016 y 2021), Viólame (Virginie Despentes, 2000) o Trouble Every Day (Claire Denis, 2001), cae de pie en la mayoría de sus arriesgados saltos al vacío; está, sí, provisto hasta la náusea de citas visuales –el rango va de Oscar Wilde a Mullholland Drive al primer David Cronenberg, Showgirls (1995) o los videos aeróbicos Jane Fonda’s Workout (1986)–, pero también de un pulso firme y una confianza descarada para invitarnos a aceptar el absurdo como base narrativa mientras disfrutemos –es un decir– el resto del viaje.
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