Entre agosto y octubre de 2016, habitantes de distintas regiones de los Estados Unidos vivieron bajo el extraño influjo de un ciclo noticioso viralizado que, a su vez, alimentaba una especie de coulrofobia extendida. Todo inició el primero de agosto, cuando en Green Bay, Wisconsin, distintas personas reportaron a la policía (y después a los medios) que habían visto, de noche, a un payaso pasear por el vecindario. Llevaba globos negros, un traje con rayas y puntos blancos, y en lugar de maquillaje una máscara. Eventualmente se descubrió que era parte de la filmación de una película (Gags the Clown, estrenada en 2018). “Pero entonces, el 20 de agosto, una llamada anónima en Greenville, Carolina del Sur, reportó haber visto payasos en el bosque, y al día siguiente alguien más dijo que había visto payasos en el bosque usando láseres verdes. Cuando todo comenzó a calmarse, el 29 de agosto, volvió a pasar: dos niños reportaron haber visto payasos en Greenville. Y con eso la histeria de los payasos inició”, escribió Erik Schilling en un texto que acompaña un mapa interactivo en el que se muestran los lugares en los que se dieron avistamientos. Puede consultarse en Atlas Obscura (“La guía definitiva para las maravillas escondidas del mundo”).
¿Qué tan pertinente es señalar que los últimos avistamientos de dichos payasos siniestros, en mancuerna con el ciclo noticioso, se dieron pocos días antes de que se eligiera a Donald Trump como presidente de EEUU? Una cuestión vecina: ¿debe tomarse en serio al payaso?, ¿puede considerarse algo simultáneamente ridículo y peligroso? Estas preguntas parecen surgir y estancarse en el territorio del ocio, pero la presencia mediática del payaso y otras figuras circenses debe atenderse como un fenómeno cultural con singulares marcas contemporáneas. Algunas de ellas son típicas, como la intensidad que añaden los medios de comunicación, pero otras macabras.
¿Qué tan pertinente es señalar que los últimos avistamientos de dichos payasos siniestros, en mancuerna con el ciclo noticioso, se dieron pocos días antes de que se eligiera a Donald Trump como presidente de EEUU?
El pánico ante los payasos (con su eco al pánico satánico de los ochenta) resultó en arrestos, en vecinos haciendo justicia por sus propias manos y, al menos, en un asesinato. Esta oleada de casos de “mal comportamiento” (uno de los hombres disfrazados se defendió ante la policía aduciendo que sólo lo hacía para divertirse, en vísperas de Halloween, pues “no es ilegal asustar a la gente”) tiene además el triste eco de la masacre de Aurora de 2012, perpetrada por James Eagan Holmes (que se identificó como el Guasón, un guiño al personaje creado por Bill Finger, Bob Kane y Jerry Robinson, probablemente a partir de la interpretación del malogrado Heath Ledger en la cinta de Christopher Nolan, Batman: El caballero de la noche, de 2008). Encima los asesinatos de Holmes evocan la figura del asesino en serie John Wayne Gacy, quien en los ochenta mató a más de treinta jóvenes. Entonces, los medios lo bautizaron como el Payaso Asesino.
“No tolero la risa. En escena me pagan para provocar risa; pero esos otros pagan para reírse de mí. ¡Y yo siempre hago pagar a quienes se ríen de mí!”, amenaza con una lógica retorcida Jacques Courbé, el protagonista de “Espolones” (1923), relato de Tod Robbins en el que se basó Fenómenos (1932) de Tod Browning (el mismo director de Drácula, de 1931). Courbé “era un romántico. Sólo medía veintiocho pulgadas desde las suelas de sus diminutos pies hasta la corona de su cabeza; pero hubo momentos, mientras galopaba hacia escena sobre su galante caballo de guerra [un perro], San Eustaquio, cuando se sentía un intrépido caballero de antaño, a punto de entrar a la batalla por su dama”. Courbé, un enano, no es exactamente un payaso. Pero comparte con ellos el ser una figura circense, dual y delirante. El excelente relato de Robbins, un referente de la literatura negra y de crimen, lo presenta primero como una víctima (parece ser un pobre minusválido que intenta enamorar a una dama que, a su vez, buscará aprovecharse de él) pero después lo revela como un villano. La figura de Courbé tiene un doble propósito, hace avanzar la trama pero también hace que el cuento encaje en la perenne moraleja del relato de crimen: no hay moralidades unidimensionales.
Simbólicamente, el bufón –la inversión del rey– lo mismo puede ser la víctima sacrificial de ciertos ritos o su oráculo (como se volvió a ver en 2019 Midsommar: el terror no espera la noche de Ari Aster). Juan Eduardo Cirlot, en su Diccionario de símbolos (1958), apunta que los “seres deformes y anormales, como los enanos, se hallan en estrecha relación con los bufones, cuando no llegan a identificarse con ellos […] cuando una ciudad sufría de peste, elegían a una persona deforme o repugnante para que pagase con su persona los males de la colectividad. Llevaban a ese desgraciado ser a un lugar apartado y le daban de comer. Después le pegaban siete veces en los órganos genitales con las ramas de los árboles y luego lo quemaban en la hoguera, arrojando sus restos al mar. Se advierte aquí el papel de víctima al que aludíamos antes y cómo, por el terrible camino del sacrificio, el inferior era sublimado y elevado hasta lo superior”.
Como recuerda cierta parábola kierkegaardiana, en la que a veces se habla de un payaso y otras veces de un malabarista, este personaje arquetípico, como hacen ciertos cómicos, dice en tono duro cosas agradables y en tono jocoso las terribles.
Marius Schneider, en El origen musical de los animales (1946), recuerda que el payaso participa también de esta naturaleza flexible: no es un personaje cómico sino dual, una versión terrenal de Géminis, obligada a representar sentimientos que no experimenta necesariamente (como subraya la ópera Pagliacci). Como recuerda cierta parábola kierkegaardiana, en la que a veces se habla de un payaso y otras veces de un malabarista, este personaje arquetípico, como hacen ciertos cómicos, dice en tono duro cosas agradables y en tono jocoso las terribles. Allí estriba la dificultad de tomarlo en serio, pero también la necesidad de prestarle la atención debida. Es una lección que debe tomarse en cuenta en nuestra época, cuando por un lado la comedia parece exigir sutileza y sofisticación si no quiere permanecer en el nivel de la comedia más consumible; y por otro, cuando temas políticos y urgentes se empaquetan en formas de entretenimiento (acompañados a menudo por los comentarios graciosos pero arrogantes de cómicos liberales como Stephen Colbert o John Oliver).
En septiembre de 2019, para la revista Interview, Carina Imbornone hizo una serie de entrevistas breves a payasos profesionales. La idea era rastrear el impacto negativo que han tenido en su profesión –relegada principalmente a las fiestas infantiles– figuras como Pennywise, el personaje de la soporífera novela Eso (1986), de Stephen King, que ha sido adaptada tanto a miniserie (en 1990, dirigida por Tommy Lee Wallace) como a películas (2017 y su secuela de 2019, ambas dirigidas por Andy Muschietti). Uno de esos payasos, que en el texto sólo es identificado por el nombre de su personaje, Joolie Balooie, dijo algo interesante: “Hace años que dejé de usar maquillaje de payaso. Actúo de la misma manera, tenga o no maquillaje puesto, pero ocurre un fenómeno extraño cuando lo uso. La gente percibe al payaso de maquillaje completo como una criatura mítica, no del todo humana. En la fiesta de un niño, la familia me ofreció un plato de comida cuando terminó mi función. El niño se me acercó y me preguntó: ‘¿por qué estás comiendo esto?’, y le dije algo como ‘porque tengo hambre’ o ‘las funciones implican mucho trabajo’. Pero el niño estaba estupefacto, así que le expliqué: ‘también como cuando tengo hambre’. Los niños no comprenden del todo que un payaso es una persona, y el tropo del payaso siniestro se alimenta de eso”.
Boris Johnson, Sebastián Piñera, Jair Bolsonaro, Javier Milei, Donald Trump… ¿pueden ser tan estúpidos como parecen? ¿O sólo son hombres peligrosos disfrazados de payasos? Creo que todos sabemos cómo responder a esa pregunta.
Es cierto, a menudo olvidamos que el payaso (o el clown, como ahora se usa) es sólo una persona que ha desarrollado habilidades con el objetivo de entretener a la gente. Eso puede volverlos siniestros, en el sentido de que parecen ser transparentes en su torpeza pero han desarrollado habilidades físicas exigentes. Pero también siniestros como puede serlo un político carismático: parece que es una persona que realmente cree lo que está diciendo, que sabe cómo dirigirse a un público o cómo comportarse ante los medios de comunicación (cuando en realidad sólo está actuando). Thomas Wayne (Brett Cullen), uno de los villanos de Guasón (Todd Phillips, 2019), ¿no se ve demasiado cómodo ante la cámara? ¿Qué esconde? ¿Y qué hay del otro villano, Murray Franklin (Robert De Niro), esa versión hípersofisticada y avejentada del Rupert Pupkin de El rey de la comedia (Scorsese, 1983)? También es un soberano de los públicos y la televisión: posee las capacidades que lentamente vemos desarrollar a Arthur Fleck (Joaquin Phoenix) a lo largo de la cinta, como si se tratara de una nueva piel.
No es casual que el monstruo disfrazado del payaso Pennywise de Eso tenga la capacidad de cambiar de forma (puede adquirir múltiples disfraces). Esa cualidad fluctuante intensifica la desconfianza que un payaso inspira. Si el payaso normal sencillamente explota el contraste entre su supuesta torpeza y su auténtica habilidad, las personas que se disfrazan de payasos, sin serlo, ¿qué explotan? ¿Y por qué nos fascinan? En 2019 pudieron verse en pantalla grande varias películas sobre payasos infelices y peligrosos (Chicuarotes, de Gael García Bernal, y las mencionadas It: capítulo dos y Guasón), y en octubre de este año se estrenará Guasón 2: Folie à Deux (también de Phillips), pero uno tiene la sensación de que más allá de la ficción las pantallas están pobladas de payasos infelices y peligrosos. Boris Johnson, Sebastián Piñera, Jair Bolsonaro, Javier Milei, Donald Trump… ¿pueden ser tan estúpidos como parecen? ¿O sólo son hombres peligrosos disfrazados de payasos? Creo que todos sabemos cómo responder a esa pregunta, pero responderla también implicaría para todos nosotros una responsabilidad que no queremos y que nos convertiría en otro tipo de ciudadano. Ojalá fuera de otra forma, tendríamos un mundo distinto. Pero, como cantó José José, uno no es lo que quiere, sino lo que puede ser.
La versión original de este texto se publicó en la edición impresa de La Tempestad, no. 151, noviembre de 2019
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