Desde hace algunos años, en varios países del mundo, ha aumentado el cuestionamiento de cierto tipo de monumentos en la vía pública. Quizá lo que ha llamado más la atención es el derribo de estatuas erigidas en honor a esclavistas en Estados Unidos y Reino Unido. El 7 de junio de 2020 una multitud en Bristol echó al río la estatua de Edward Colston, traficante de esclavos que, como suele suceder, había dedicado parte de su fortuna a la filantropía. Algunos criticaron la desaparición del monumento caricaturizando a los manifestantes como una turba enardecida que pretende borrar la historia; para otros fue un acto de justicia que intentó contar la otra cara de muchos héroes inmortalizados en bronce. Fue también, por supuesto, un acto político en el espacio público diseñado y monopolizado por la élite.
El historiador del arte Peio H. Riaño publicó en 2021 el ensayo Decapitados. Una historia contra los monumentos a racistas, esclavistas e invasores (Ediciones B). El texto aborda, desde diversos ángulos y ejemplos, las batallas alrededor de los monumentos y estatuas en la vía pública. Estos conflictos, aparentemente recientes, ocurren desde hace mucho tiempo. Los romanos, como indica Riaño, disponían de la damnatio memoriae (locución latina que significa “condena de la memoria”). El objetivo era destruir monumentos, estatuas e inscripciones de los gobernantes caídos en desgracia. Un recurso político contra personajes que habían perdido no sólo el poder sino su legado. La idea de fondo es asumir la historia o parte de ella como una serie de eventos que podían interpretarse de formas diferentes. Algunas veces la damnatio memoriae era la purga de un grupo de poderosos contra otro grupo de poderosos, pero en otras ocasiones se daba por petición y aclamación populares.
Peio H. Riaño examina la destrucción de monumentos en el siglo XX y todos sus dilemas: problematiza la idea de que lo que está grabado en piedra es eterno e inamovible y cuestiona la supuesta objetividad de los monumentos impermeables a la crítica por su condición artística. En realidad mucho de lo que vemos en nuestras calles –edificios incluidos– forma parte de una propaganda que nos afirma, todo el tiempo, los valores y la ideología de la élite que está atrás del monopolio del espacio público. El diseño de las ciudades es también un reflejo de los poderosos y su concepción del mundo. El tiempo, sin embargo, hace que miremos con otros ojos a los héroes del pasado, y los perdedores de la historia pueden criticar y ajustar cuentas con la supuesta inmortalidad de estos personajes. De esta manera ocurren diversos actos de inconoclasia que, por supuesto, son mirados con horror por los defensores del statu quo, beneficiarios de las leyendas y mitos difundidos en piedra y bronce.
Los conservadores afirman que no se puede borrar la historia derribando una estatua. El argumento parte de un supuesto falso. La gente no quiere borrar la historia, las víctimas de racistas, esclavistas e invasores conocen en carne propia y a través de su genealogía los hechos que los han sometido. Cuando los tiempos cambian las reivindicaciones exigen la destrucción de ciertas estatuas o su reubicación en museos, para que dialoguen con las nuevas generaciones en un contexto crítico. Riaño pone como ejemplo las estatuas del Franco. Pese al fin de la dictadura la sociedad española conservó homenajes al hombre que dominó España por décadas. Tuvo que pasar mucho tiempo para que fueran retirados no sin reticencias y amenazas de la derecha de ese país. Sin embargo, hay ejemplos que muestran que el derribo de estatuas también puede ser instigado desde el poder, como un ejercicio propagandístico: el derribo de la estatua del dictador Saddam Hussein, durante la invasión occidental a Irak en 2003, fue una puesta en escena de los medios estadounidenses para mostrar al mundo la revancha de la gente contra el líder de su país. Así justificaban la llamada “liberación” en nombre de la democracia liberal.
En Decapitados, como apunte final, Peio H. Riaño enseña que los monumentos y estatuas son objetos cuyos significados se transforman y están sujetos a los vaivenes políticos. El poder simbólico al servicio de las élites configura la visión oficial de la historia. Sin embargo, el tiempo y la validez que ganan otras voces convierten antiguas hazañas en exterminios o despojos hechos en nombre de la fe o la civilización. La iconografía del poder se desacraliza mediante intervenciones o modificaciones, además de derribos. Tenemos a Mao convertido en imagen pop gracias a Andy Warhol, o la vandalización continua del monumento al general chileno Manuel Baquedano, que en el siglo XIX contribuyó a arrasar a los mapuches. Las protestas populares contra el gobierno de Sebastián Piñera en 2019 encontraron, en la estatua, una representación de la clase política que ha precarizado con sus planes económicos a Chile. Piñera, por su parte, tomó la defensa de la estatua como un asunto capital, pues los manifestantes formaban parte de una invasión para desestabilizar su gobierno. La memoria, en este caso, trascendió la lucha por la justicia del pueblo mapuche para volverse símbolo de todas las injusticias sufridas por las clases populares.
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