martes, 29 de octubre de 2019

Un territorio mental

Tarde para morir joven, tercer largometraje de la cineasta chilena Dominga Sotomayor (Santiago, 1985), ocurre en un espacio inspirado en la Comunidad Ecológica en las afueras de Santiago de Chile durante un diciembre muy particular: 1989, justo antes de que finalizara la dictadura dirigida por Pinochet y que asumiera el primer presidente elegido democráticamente. Enfocada a través de Clara, una niña de unos diez u once años que acaba de instalarse con su familia en la Comunidad y busca a su perra perdida, se cuentan varias historias, en particular la de Sofía, una joven de unos 17 años que sueña con mudarse de la Comunidad a la ciudad con su mamá y, tal vez, con un novio.

Recientemente Sotomayor fue galardonada con el Leopardo a la Mejor Dirección en el Festival de Locarno por Tarde para morir joven. En este año de revoluciones feministas, esta categoría, que a mediados del siglo XX destacó el trabajo de René Clair, Claude Chabrol y Stanley Kubrick y en el siglo XXI a Hong Sang-soo, Pedro Costa y Joao Pedro Rodrigues, por primera vez reconoce el trabajo de una mujer y de un profesional de Latinoamérica.

Dominga Sotomayor fotografiada por Javiera Pizarro H   

Tuviste oportunidad de ver las otras películas en competencia, ¿qué crees que galardonaron los jurados en la tuya?

Este premio validó un proceso muy lindo. Desde un principio sentí que este largo iba a ser la captura de un rodaje más que de un guion; es decir, el resultado de armar un equipo, de elegir a los niños que la protagonizaron y de una comunidad que se armó alrededor del rodaje. Al final el premio hace visible algo que estaba invisible; se sentía en el aire la felicidad de haber terminado un proceso de una forma bonita –porque fue una odisea. Y no sé qué habrá visto el jurado, pero me gusta que le haya hecho sentido a gente que yo admiraba tanto, como Jia Zhang-ke. Algunos me decían que se nota que es una película que no podría haber hecho otra persona.

¿Cuáles son las obsesiones que inspiraron Tarde para morir joven?, ¿qué imágenes se te impregnaron para crear esta historia?

Tarde para morir joven empieza por haber vivido por veinte años en el lugar que inspira la película (la Comunidad Ecológica en Santiago). Las primeras imágenes que tuve fueron las de una niña angustiada llorando de noche con miedo a la muerte, que es la escena en la que Clara le dice a su mamá que no ha aparecido la perra. Yo sabía que iba a haber una escena en una cama ubicada en una casa sin paredes. Tenía ese sentimiento de la angustia de no poder dormir mezclado con la obsesión de un amor adolescente. Pero sabía que eran parte del mismo sentimiento. Partí con esta sensación de que el miedo a la muerte y la obsesión amorosa tenían el mismo estatus.

Además, había unas imágenes del fuego que me venían dando vuelta hace rato, porque encontré unos VHS de un incendio real. Estaba obsesionada con el fuego e hice una videoinstalación con esas imágenes. Aunque no tenía mucha idea de dónde iba a estar en la historia todavía, sabía que iba a haber un incendio y que habría una parte con humo. Me gustaba la idea de que el fuego hiciera visible un movimiento que no podemos ver. Desde hace un tiempo, me interesa explorar la idea de borrar los bordes. Yo quería que los interiores fueran exteriores y que no hubiera tantos límites entre lo humano y la naturaleza.

Esa casa que no tiene paredes borra los límites y da una sensación de precariedad. Las vacas entran, roban; ahí están el caballo muerto, la perra perdida, la amenaza del fuego. En una entrevista decías que este filme es sobre Chile volviendo a la democracia. Y, sin embargo, el comentario no es directo. Parece más bien hablar sobre una generación que está buscando sus referentes y que en cierta manera coincide con estos niños que están en la adolescencia.

Yo siento que la película tiene una capa política que traté de dejar fuera de cuadro. Y fui radical en no mencionar a Pinochet o algo que identificara el periodo. El punto de partida es ese verano del 89, que fue una transición en sí. Pero, por otro lado, quería perderme en el tiempo. No nos olvidemos que esta es una comunidad que está sin luz, sin teléfono. Me gusta esa sensación de pasado, pero de un pasado filtrado por mi mirada actual. En ningún caso quise hacer una película de época o un retrato fidedigno de ese momento. Me estimula más el ejercicio nostálgico de mirar como si fuera un recuerdo. Y parte de eso es recuperar esa sensación noventera que se traspasa en la estética, de ese colorido que no va a volver. Para mí, tiene que ver con el momento político de Chile y que bien podría suceder ahora: hay un momento de cambio que en la película está situado en un año nuevo; se hace evidente que hay un nuevo comienzo, un porvenir, una posibilidad de reseteo. Esta es una película sobre adolescentes solo como una primera capa, pero en realidad es sobre un país adoleciendo. Es la adolescencia de un periodo, una sensación de nuevo comienzo.

Visto desde ahora es muy evidente que justo en el año 89 muchos compraron estos sitios para alejarse de la ciudad. Ayer alguien me dijo: “es que nos autoexiliamos”. Yo creo que estaba implícito que el exilio era la libertad, en el sentido de encontrar un espacio en Chile para vivir con reglas propias.

Y se ve también en el rechazo de los personajes adultos a la modernidad, marcado en la película por la falta de electricidad y de luz.

Y ese ir para atrás contrasta con las nuevas generaciones. Traté de hacer evidente el choque generacional a través de la música. Para la generación de los papás, que vivió la dictadura, que vienen con todo ese sufrimiento, tienen como referencia las canciones de Santiago del Nuevo Extremo y de la música de protesta en español. Pongo esa música comprometida versus el inicio de la película con música de Michael Jackson. O: ¿qué es esto, Los Prisioneros? ¡¿Qué es esta música que no habla de nada interesante?! Yo quería explorar el choque que sucedió en ese minuto. Por ejemplo, el papá de Sofía, que es el luthier que hace violas, pensaría que la madre que se fue a hacer una banda pop es una vendida. Claramente, él es el comprometido y ella se fue para salir en la tele. Entonces creo que hay algo lindo en ese contraste entre la cosa hecha con una función política y esta banda de niños mucho más light.

Tu película tiene varias capas, sedimentos de imágenes, ideas, historias y estéticas. Y quiero preguntarte por este interés tuyo de enfocar los relatos a través de la mirada de los niños. ¿Qué encuentras que hay en ese tipo de miradas que te acomoda? ¿Por qué es ese tu canal de entrada a las historias?

De partida, yo tengo muy mala memoria, y mi impulso hacia el cine tiene que ver con el intento de capturar cosas que se me han ido olvidando. Entonces lo más natural es empezar desde mis recuerdos de infancia. Por otra parte, tengo mucha onda con los niños y me ayuda a conectarme con un miedo genuino o, mejor dicho, esta idea de que con el tiempo aprendemos a limitar nuestra experiencia y la manera en que vemos las cosas. Los niños tienen una curiosidad muy densa. Siempre vuelvo a esta sensación de infancia que no sé si sea angustiosa, pero que podría describir como una mirada sin límites. Por ejemplo, cosas muy básicas como el miedo a la muerte o la sensación de que somos pequeñísimos, que estamos en este planeta flotando. Todas esas cosas a las que una se acostumbra tan rápido a través de las estructuras de la adultez o de la educación o de las normas sociales. Sin tenerlo demasiado articulado, creo que tiene que ver con volver a lo más primitivo, a lo más básico de lo humano.

La otra cosa es la relación de mi infancia con la naturaleza. Nosotros, los niños de la comunidad en esa época, estábamos fundidos con la naturaleza. Corríamos a pata pelada, nos subimos a los árboles, conocíamos físicamente el espacio. Yo puedo caminar por el camino de tierra a la casa de mi mamá con los ojos cerrados. Llego a mi casa tocando los árboles. Había una cosa muy linda de fundirse con el espacio. Y yo quería que la película tuviera eso también y por eso también la decisión de entrar por los jóvenes.

Hay un paralelo entre las historias de Clara y Sofía: a las dos las abandonan. Clara es el punto de vista y Sofía es la protagonista; pero la cinta también tiene esta cosa coral. Siempre hay mucha gente y muchos elementos en cada una de las escenas. En sí misma es una especie de mapa.

Es que no hay conexiones entre los espacios, está todo fuera de cuadro, tiene que unirlo uno.

¿Trabajaste mucho con el fuera cuadro?

Siempre me interesa trabajar con el fuera de cuadro. En Tarde… pasó que, como escribí sobre lugares que habían cambiado mucho, no existían esos lugares, entonces no podíamos tener los planos largos de ella caminando por un bosque sin rejas. Tuve que ponerme limitaciones, tratar de armarlo para lograr lo que queríamos, que era que se viera como en esa época.

Es el retrato de una época también…

Era más fácil hacer una historia con arco más claro, centrado en Sofía, que tratar de hacer esta especie de retrato coral que capturaba el estado mental colectivo. Creo mucho en las dispersiones, en las digresiones, y ese era el juego. Esta vida que me marcó tanto, que no tenía unas reglas tan claras, que no tenía paredes, ese mundo no puede ser una película con una estructura convencional. Fue tan difícil escribir este guion, tan difícil. Era difícil que alguien lo entendiera, porque imagínate esa secuencia con esa cantidad de elementos: una mamá le dice “te compré una bicicleta”, con un caballo que pasaba por atrás, y la acción por delante. Lo leían en los fondos (estatales para el cine) y quedaban con signo de interrogación.

Háblame de esos cineastas que te obsesionan. Porque en la historia del cine hay un montón de gente que hace películas que no son lineales…

Mis padres son Antonioni y Kiarostami. Me encanta esa mezcla de trabajo emocional, existencial y formal. Pero siendo franca nunca he sido una persona cinéfila que se encierra a ver toda la retrospectiva de alguien. Me encanta el cine, pero veo menos de lo que quisiera. Y nunca he visto tanto, recuerda que crecí hasta los 15 años sin televisión. Yo descubrí el cine tarde. Crecí con un luthier obsesionado en construir instrumentos; mi vecina era una pintora, y fue ese aspecto artesanal el que más me influyó. La pintora, por ejemplo, creo que ha hecho dos exposiciones, está más bien obsesionada porque su trabajo esté bueno, y eso me hace harto sentido con lo que me pasa a mí.

¿Tienes una especie de ética de la creación? ¿Cómo le llamarías?

Hacer películas para mí es necesario. Siento que uno se va sacando capas con las cosas que va haciendo. ¿No decía eso Pina Bausch, que crear era como sacarse capas de cebolla? Por otra parte, me obsesiona la pintura. Mi abuela, Carmen Couve, pinta y la admiro mucho. Su hermano, Adolfo Couve, era un pintor importante.

Y un escritor importante…

También era un escritor importante. Recibí influencias de mi mamá y de mi papá, que construye casas. He estado más cerca de las cosas materiales o artesanales. Tampoco soy una persona que ha leído demasiado, que ha escuchado tanto de música. Me siento más cercana a la naturaleza.

Me gustan muchos directores, pero gente que me determinó como a los 16 años y que vuelvo a ver son esos dos. También me emociona Raúl Ruiz, especialmente sus primeras películas –Nadie dijo nada, Palomita blanca– que me parecen alucinantes, más que su etapa francesa, incluso Haneke en una época. Me genera mucho goce el juego del lenguaje del cine, esas películas que no podrían ser un libro, que no podrían ser una obra de teatro. Me raya el lenguaje del cine cuando está en una búsqueda de una incomodidad o de generar un sentido, incluso algo físico que determina un cambio o transforma. Me encantó Western de Valeska Grisebach. Esas películas que tienen esa cosa de que hay algo inminente, aunque aparentemente no está pasando nada.

Algo de Ruiz, que también se ganó un premio en Locarno en 1969, me recuerda a tus películas. Esa capacidad de armarse un medioambiente o una comunidad donde fuera, de tal manera que le salían películas muy enraizadas. En tus películas también existe ese enraizamiento –y con esto no me refiero a una raíz nacional, sino comunitaria–, y que le da a una capa geográfica.

Yo lo siento más como la creación de un territorio, basado en algo que ya no existe, que se transformó. Un territorio más mental. Y otra cosa que cambió es que yo llegué con una mirada más crítica. Yo volví a vivir la Comunidad Ecológica a los 27 y vi que se había transformado, vi la decadencia. Y también soy crítica de mi infancia, que fue tan expuesta, y debido a lo que vivimos nos tuvimos que hacer grandes muy rápido. Y cada vez me encanto más con la vida de esa infancia. Haciendo la película, me reconcilié con todas las decisiones de mis papás. Reconozco que lo que vivimos fue bastante excepcional.

La versión completa de esta entrevista se encuentra en La Tempestad 139 (octubre de 2018)


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