miércoles, 30 de octubre de 2019

Las metáforas son insuficientes

El lunes 28 de octubre los chilenos nos despertamos con las noticias de que el presidente Sebastián Piñera había cambiado sus ministros. En el detalle, sin embargo, era el mismo remedio bajo el hashtag de lo nuevo. El cambio de gabinete, la finalización del toque de queda impuesto el sábado 19 de octubre y el levantamiento del estado de emergencia declarado el día anterior fueron anunciados con la mente puesta en los números decaídos de su popularidad y las organizaciones internacionales que analizarían los crímenes cometidos por las fuerzas policiales y militares durante la semana donde reinó la excepción y la ilegalidad. Esas prácticas, que unen su gobierno con el de la dictadura, no se han detenido. Ni los canales de televisión ni los medios impresos o web controlados por las élites pueden evadir el análisis que hacen los manifestantes de sus medidas cosméticas: anunció reformas económicas que claramente benefician a las corporaciones y soslayan las soluciones populares ya en funcionamiento; asimismo, como fichas de juego de mesa, en su gabinete cambió algunos nombres de lugar y dejó intacto los ministerios más importantes, incluyendo dos que encendieron la mecha de la actual protesta, educación y transporte. Ayer, las manifestaciones fueron masivas; hoy está llamada una segunda, y la represión violenta sigue tan fuerte como la semana anterior.

Las comunidades de chilenxs se están organizando en cabildos, con el fin de establecer formas de cooperación, instancias de diálogo y conocimiento sobre las potencialidades de nuestras comunidades. Aunque tal vez más básico que eso, para procesar la sensación de catarsis celebratoria y solidaria que convive con los horrores provocados por el aparato estatal. Se han revivido muchos traumas, y las personas que vivimos fuera del país tenemos miedo por nuestra gente. Los cabildos, como la forma histórica en que se organizaron los ciudadanos desde principios del siglo XIX, permitirían crear las bases para una nueva constitución, crear base política para la aparición de intelectuales orgánicos que representen y concreten lo que vivimos como la tarea sublime de crear ficciones para nuestros futuros. A principios del siglo XX, cuando “la cuestión social” pasó a ser “la cuestión de todxs”, los filósofos se apresuraron en crear separaciones entre la representación política y la representación estética. Hoy, como entonces, hay una urgencia de derribar esa ficción que separa esos dos ámbitos. Más que nunca los profesionales de la palabra tenemos por delante una importante labor: dar palabras al futuro.

Durante estos últimos días las plumas de los escritores se han lanzado a escribir junto a las protestas y desde distintas posiciones: desde la calle, la casa, desde lejos y desde la oligarquía. Algunas, como Nona Fernández, escriben con la ropa oliendo a lacrimógena, como en sus novelas que tematizan la protesta que, entre carnaval y vida, no alcanzan a sortear la punta del rifle. Por otra parte, la generación de escritores-periodistas, que criaron sus plumas en los medios de derecha, repiten en términos más elaborados las quejas y demandas por el modelo neoliberal –por ejemplo, la brecha entre ricos y pobres, la falta de movilidad– o piensan erradamente en este movimiento como algo generacional. Esos textos repetidores saturan y hacen difusa la posibilidad que tiene la palabra que es, primero que nada, explicar con la claridad que lo hace, por ejemplo, Galo Ghigliotto, o proponer un vocabulario para algo que todavía no está aquí, pero que ya despertó. Esta es, a mi entender, la primera demanda del movimiento: la búsqueda de un vocabulario para nuestras necesidades.

Los escritores de la élite, en contacto con familias de tradición política y privilegio, deciden ser ofensivos. El payaso del mundo literario chileno, Rafael Gumucio, saca nuevamente su nariz roja para ofender a los jóvenes, como antes lo hizo con el movimiento feminista que quiere detener los abusos sexuales, económicos y los feminicidios. Escribir en contra de esos dos movimientos cuando hay casos de abuso sexual, violación, secuestros y asesinatos a estudiantes durante el estado de emergencia me hace preguntarme a qué reunión de curas-empresarios lo habrán invitado a fumar opio. El circo mediático invisibiliza que la lucha callejera es una lucha por el tiempo. Tomamos las calles para abrir un paréntesis a la productividad del trabajo, para imaginar un mundo diferente. Si esos en el camerino circense, detrás del elefante bajo cuerdas y el león en jaulas, no pueden leer demandas en ese tiempo no-productivo en el sentido capitalista, es por su miopía literaria y filosófica, además de su clara falta de imaginación.

En una columna publicada el 21 de octubre, Diamela Eltit interpreta los fuegos que se encendieron en los metros y las ciudades, y que vemos a través de las imágenes que nos llegan por las pantallas a quienes no estamos en Chile. En una entrevista publicada el domingo de esa semana, habla de las escaleras del metro por donde, en direcciones contrarias, chocan la fuerza militar con la popular. Porque nadie puede quedar indiferente al hecho de que no es el fuego, sino el metro, ese mundo subterráneo que explota y emerge, el que se convierte en la metáfora de este movimiento. Y pareciera que los milicos la captaron al recrear en la estación Baquedano del metro, en el corazón de la ciudad, un centro de tortura, que surge y se va como una pop-up store: desaparece cuando ya se ha vendido todo. Allí de repente aparece la voz de un Alberto Fuguet que, en un tardío delirio new age, pide resignificar la palabra perdón. Y Carlos Franz piensa en un imbunche, en los niñitos envueltos que una vez más quiere regurgitar la literatura para quejarse por la destrucción y aspirar a la construcción, nuevo plan de la derecha para sacar profits de la crisis.

El ideólogo de la derecha, Arturo Fontaine, en un texto publicado en Letras Libres, también desarrolla la metáfora del fuego y la destrucción para hacer una serie de referencias a tópicos apocalípticos e infernales. Sus metáforas sobre la luz y la oscuridad no dudan en llamar a los estudiantes alumnos, los sin luz en busca de la hoguera –“alumnos consagrados al fuego”, escribe. Sus metáforas cristianas describen al movimiento como un ritual pagano y satánico que viene a romper la tradición del buen hombre letrado que observa desde su escritorio, a través de su ventana, de espaldas a la casa y a la calle a estos desconocidos: “¿Quiénes son? No sabemos”. Afirma que este es un movimiento acéfalo, cuya falta de liderazgo ha sido asumida por los partidos y coaliciones de izquierda. Ve oportunismo y lo explica con un Laclau fuera de contexto, explícitamente editado para que diga exactamente lo opuesto a lo que afirmaba el filósofo de La razón populista. Finalmente, cansado de la acefalía, falo en mano, llama al orden.

Las respuestas no se hicieron esperar. Un listado de escritores redactó una carta que, aunque gestualmente necesaria, lo critica sin mucha profundidad y sin enmendar su mayor argumento: que este es un movimiento acéfalo y sin peticiones. Fontaine, que recibió un guion similar al de Gumucio, aunque directamente del living de su hermano, el ex Ministro de Hacienda, hace aparecer este movimiento como un demonio lanzallamas. A partir de las noticias que llegan a través de redes sociales –y no a través de El Mercurio, el diario de derecha en el que su papá trabajó como editor durante la dictadura anterior– es claro que son las fuerzas militares, políticas y del gobierno quienes tienen el monopolio del fuego, además del de las armas, la ley y la tortura.

Como partícipes de comunidades feministas sabemos que la apelación al orden y a la jerarquía es el lenguaje del falo, el mismo que pone la cabeza, el cerebro, los ojos, la ciencia y los números por encima de otras partes del cuerpo, por encima de otras modalidades de conocimiento, de otros saberes, entre ellos el conocimiento popular que ha creado un verdadero sistema económico paralelo para sobrevivir a esta dictadura neoliberal. Anoche tuvimos la primera reunión de un cabildo en Nueva York, donde vivo. Artistas, escritores, constructores, bailarines, actores, académicxs, organizadores y activistas nos pusimos metas en nuestras áreas de trabajo. El futuro es como un vacío que nos lleva a pensar el pasado y sentir que en ese lugar de reuniones había un nosotros que ya era otro. El movimiento no es acéfalo, es transversal; el movimiento no carece de dirección, está a la espera; el movimiento no carece de peticiones, por el contrario, la petición principal es tiempo. Tiempo para pensar qué queremos como sociedad, tiempo para encontrar nuevos líderes, tiempo para conversar y volver a ser todxs sujetos políticos con voz, pluma y cuerpo.


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