jueves, 30 de julio de 2020

La traición progresista

No es fácil escribir con furia, mucho menos hacerlo bien y en plena era de los falsos consensos. En La traición progresista (Libros del Zorzal / Edhasa, 2019), Alejo Schapire se sacude los sesgos ideológicos y propone una radiografía de los vicios, las taras y los condicionantes subjetivos que traban las lenguas de nuestra época, especialmente cuando se intenta hablar bajo cierto estandarte que hasta hace poco más de veinte años significaba mucho, pero que ahora tiene problemas para sostener casi nada.

En la línea de fuego queda algo tan difícil de definir como el “progresismo”, pero el horizonte de impacto es mucho más amplio y abarca las diversas claudicaciones que cierta vanguardia ideológica de izquierda debió autoinfligirse para poder entrar de manera más o menos digna al siglo XXI. Y si ese progresismo alguna vez se caracterizó por la elasticidad de las ideas, el cuestionamiento de los límites y las imposiciones culturales y la defensa de los derechos individuales, hoy comienza a pervertirse y deformarse en la construcción de “nichos” destinados a crear falsos escenarios de igualdad, censuras diversas e inútiles que confunden silencio con inexistencia y un narcisismo ciego peligrosamente ladeado hacia algo que aquí se señala como una nerviosa epistocracia.

¿Sabe votar la gente? Para Schapire, el progresismo está menos ocupado en construir una cultura política que en edificar “sitios seguros” para que las distintas minorías sientan lo menos posible el roce con el mundo. Ese mundo no deja de existir aún cuando dejemos de nombrarlo (lenguaje inclusivo), lo alisemos al extremo de volverlo una fina capa de hielo donde moverse cuesta cada vez más (la corrección política que desemboca en la autocensura) o lo cerquemos con barreras artificiales que no protegen contra la desigualdad social. Dichas barreras o “burbujas”, en realidad, potencian las polarizaciones, muchas de ellas detonadas a través de las inquietudes de ese “proletariado de substitución” identificado con distintos grupos étnicos y sexuales.

La jugada de Schapire es riesgosa, porque la crisis progresista que señala tiene como base algunos de los argumentos que la alt-right ha venido utilizando en los últimos años para construir su acceso al poder en muchas de las naciones más influyentes del mundo. Es su claridad expositiva y lo inapelable de sus argumentos lo que le confiere a su ensayo una contundencia ejemplar, compatible con un tipo de ajuste de cuentas del que un país latinoamericano, patrullado por distintas policías culturales, solo puede llegar a abominar.

Habrá tiempo para desenredar la madeja de malentendidos que la torcida vertiente progresista contemporánea ha arrojado al mundo, pero lo que parece preocuparle a Schapire es el balance de los daños producidos (hasta ahora) y el cambio de una sensibilidad social que pasó de coordinar preocupaciones a ensamblar distintos tipos de iras y frustraciones.

La fosa existente entre la élite política de izquierda y sus votantes –muy efectivamente explotada por populismos de distinta procedencia– está colmada de despojos de la época de la Guerra Fría que no supieron reconvertirse o adaptarse, o que –peor aún– entendieron esa adaptación como una prevalencia de la mirada antes que como una verdadera apertura ideológica. Tal vez por eso hoy alcance con nombrar y no con interrogar en profundidad, como si el discurso ya lo fuera todo y sólo quedara por librar una batalla enumerativa destinada a incluir cada vez más grupos en una supuesta carrera hacia la igualdad que puede ser sólo un discreto avance hacia un nuevo concepto de orden. Entre tantos malentendidos, Alejo Schapire ha escrito un ensayo incómodo y urticante.

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