miércoles, 8 de julio de 2020

Los escritores como espejo

No conocemos el rostro de Homero. La docena de retratos antiguos que se han conservado son posteriores en varios siglos a la creación del poema épico que le es atribuido y nos presentan un ciego vacilante de aspecto cansado cuya figura dice mucho más acerca de la concepción clásica de la ceguera y de la genialidad que de la figura real (si es que existió) que se esconde detrás de ese nombre.

Algo similar sucede con aquellos autores que habitaron épocas más recientes, y aún con los contemporáneos. Al menos desde la creación de la figura pública del escritor, que algunos críticos sitúan en la gira de Charles Dickens por los Estados Unidos en 1842 o incluso antes, con la emergencia del Romanticismo, existe una aspiración y un reclamo por parte del lector de conocer a los autores. Su trasfondo es el deseo de acceder al autor de una obra que nos ha interesado o nos ha conmovido y, eventualmente, desentrañar si esa obra posee un fondo biográfico. A este deseo le debemos cientos de biografías de escritores, algunas de las cuales parecen demostrar, por su pobreza de eventos, que el biógrafo ha puesto mucho más entusiasmo en la escritura de esa vida que el propio biografiado en vivirla.

A esta aspiración debemos también ciertas instituciones poco prácticas de lo que llamamos la vida literaria, como las presentaciones de libros o las firmas; ambas sirven a la finalidad de que el lector trabe conocimiento con el autor, pero el problema es que el conocimiento que emana de este tipo de eventos es absolutamente superficial y depende de factores ajenos a la voluntad del autor y del lector como el clima de la ciudad donde tiene lugar el encuentro, la organización del mismo o la digestión del autor, de los que a menudo surge una imagen distorsionada, por demasiado positiva o por excesivamente negativa, del escritor que el lector deseaba conocer. Que nos aferremos a este tipo de eventos, sin  embargo, parece dar cuenta del hecho de que, para algunos, un encuentro breve y superficial con un autor es mejor que ningún encuentro, lo que no estaría mal excepto por el hecho de que este tipo de encuentros no son necesarios en absoluto.

No es improbable que los lectores hayan experimentado ya que el conocimiento personal de un autor no mejora su obra, del mismo modo que la producción de una obra pasable, buena o muy buena no le convierte en una persona más interesante. Esto sucede debido a que las obras son completamente autónomas de sus autores, que (contra lo que se piensa habitualmente) son la parte más frágil y más contingente de la existencia social de la literatura. Recordar que los autores no son sus libros, y viceversa, no sólo nos ahorraría malentendidos y situaciones desagradables, sino que también nos permitiría, por fin, disfrutar de un cierto tipo de discurso liberado de las simpatías y las antipatías personales que demasiado a menudo presiden el juicio crítico acerca de los escritores y sus obras.

En la experiencia del lector, el autor es lo que menos importa, y éste debería esforzarse porque así fuera, recuperando una concepción de la literatura que gira alrededor del libro, una concepción según la cual el libro es lo más importante y no su autor. Así como no conocemos el rostro “verdadero” de Homero, nos resulta absolutamente imposible conocer el rostro “verdadero” de cualquier autor, incluso del que firma esta disidencia. Todo el sentido de la literatura es la adopción de máscaras por parte del autor o, mejor aún, el reemplazo de su rostro mediante la escritura por la superficie de un espejo. El espejo refleja el rostro del lector: sus opiniones acerca de un autor y de su obra dicen mucho más acerca de sí mismo que sobre ese autor y esa obra. Recordar esto podría contribuir a que el lector se impusiese la tarea de leer mejores libros y el escritor, de escribirlos.

Publicado originalmente en 2010

La entrada Los escritores como espejo se publicó primero en La Tempestad.



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