miércoles, 15 de julio de 2020

Unas líneas sobre Herzog y Tokio

El cine de Yasujirō Ozu es hermoso. En él vemos un Japón que ya no existe, el que está al ras de la mesa. El Japón contemplativo y espiritual en el que la vida transcurre sin prisas pero repartiendo lecciones al hombre real, instalado en su rincón. En una de sus películas hay un escape de la trama en la que somos espectadores del tiempo que toma al agua hervir dentro de una poza. Los habitantes de Tokio son silvestres pero tienen búsquedas espirituales sagradas. Un globo volando es la historia del niño que lo perdió.

En el documental Tokio-Ga (1985) Wim Wenders llega al Tokio de finales de siglo pasado. Una ciudad enorme, semifuturista, inabarcable, triste y condicionada para que el turista se sienta como en casa. En este entorno busca rastros del cine de Ozu. Si los encuentra o no, eso depende del que se acerque a esa película. En mi corazón el documental se hermana, por su estructura, con Los clowns (1970) de Fellini. El caso es que en algún momento del filme Wenders sube a la Torre de Tokio. Cuál será su sorpresa al encontrarse allá arriba, colérico, a su amigo Werner Herzog.

Herzog está enojadísimo y joven. Mira a la megalópolis completamente exaltado. Le parece que toda esa mole de edificios es una muestra de la decadencia de la imagen, no encuentra dónde colocar su sabia mirada, en ese momento depurándose de las selvas. Quisiera largarse a Marte o Venus para encontrar un hueco filmable que carezca de tanta intervención humana. En su búsqueda de imágenes prístinas, lo ofende el muégano de edificios nipón. “Es tan difícil encontrar imágenes transparentes y puras aquí en la Tierra”, le dice a su compatriota. Jamás lo he vuelto a ver usando un pisacorbatas. Este encuentro azaroso con Herzog en una película me resulta tan significativo y simbólico como es, en la vida real, encontrarte a un buen amigo en la calle .

Treinta y cinco años después Herzog vuelve a subir la Torre de Tokio en Family Romace, LLC (2019). El tiempo ha vuelto al alemán algo así como la figura paterna del cine contemporáneo. Su forma de hacer testimonios audiovisuales es una marca registrada, y aún así no se repite. Pule sus obsesiones hasta que quedan en un trasfondo más que evidente. ¿Aún siente asco por esa ciudad que creció descontrolada? Me atrevo a decir que no. Todo lo contrario.

Family Romance es un negocio en el que puedes rentar “extras” que actúen como si fueran el padre que te abandonó, los paparazzi que jamás te seguirán en la calle o quien recibirá el regaño de tu patrón empleador ante un error profesional. Rentas humanos que se hacen pasar por alguien. Imposible no pensar en Alps: los suplantadores (2013) del griego Lanthimos. Esta es la premisa. Con ella en mente, Herzog nos va contando un par de días en el trajín de tan peculiar empresa. Habrá peces robot, por qué no. Y flores de cerezo y máquinas con demonios que predicen el futuro.

El dueño y protagonista del negocio es un hombre puro. Sustituye con cariño a los personajes que la gente le exige y esto vuelve a todo el oficio algo noble y esperanzador. Herzog nos hace sentir que el delirio en el que estamos todos los habitantes del siglo 21 es algo dotado de su propia belleza. Es cuestión de quitarle la envoltura a la obsesión por los likes, el anhelo de que el dinero caiga del cielo o la cobardía laboral. Hay un caramelo dentro de todo acto humano O mejor dicho: un prisma.

Arriba de la torre antes citada una niña huérfana le pide un abrazo al ser humano que se hace pasar por su padre. También abrazan a una niñita de, calculo, cuatro años, que es molestada por los demás niños debido a su color de piel. Ahí, en este abrazo entre humanos sin nada en común, está la imagen pura que tanto persiguió el Herzog en lozanía. Ahí está su cohete a Marte. También son las migajas de pan de Ozu que Wenders buscó.

Es el cine dando a luz al siglo 21.

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