La música es para algunos, en un abismo de divertidos sinsentidos y profundas posibilidades, un signo de grandeza por su trascendencia o huella en el tiempo. La permanencia. Del simple “Esta canción durará por siempre”, que pregonaba Charly García en “Chipi chipi” (La hija de la lágrima, 1994), a la escucha profunda que propone Pauline Oliveros la idea de lo eterno o lo inagotable en las postrimerías del sonido y la música ha sido una suerte de cosquilla persistente, que ha llevado al público a disertaciones extramusicales en torno a conceptos como la resistencia, el fastidio, la soledad o la búsqueda espiritual.
Más allá de lo meramente hipnótico o contemplativo que pueden suscitar el drone o los ragas, la extensión prolongada puede tener un matiz directamente relacionado con lo político y lo filosófico, pero también con una desproporción meramente lúdica y desternillante. Cuando uno nota que la canción aún no termina, que ya duró demasiado, llega el Ángel Exterminador: en realidad sería terrible vivir eternamente. Después de todo, quizá no sea tan buena idea estar a solas con nuestros pensamientos.
Dentro de esta elasticidad del tiempo dentro de la música caben los suajes al vinilo en los últimos cortes, produciendo un loop de efecto eterno como se ha llegado a hacer con Sonic Youth (“Expressway To Yr Skull”, Evol, 1986) o Bernard Parmegiani (De Natura Sonorum, 1978), pero también Marc Ribot siendo arrestado tras seis horas arriba del escenario en protesta por el cierre del icónico Tonic en Nueva York.
Disco eterno
Piezas largas, kilométricas, aburridas y desproporcionadas. Para algunos la extensión en la música es un tema de ego y pose, incluso ganas abiertas de joder y desafiar al público para ver cuánto tiempo están dispuestos a soportar antes de vomitar, irse de la sala o parar la reproducción. Se dice que cuando era chico Frank Zappa marcaba con una tiza las partes calientes (los solos) de los discos para mostrarlos a sus amigos sin tener fumarse las canciones enteras. La fantasía de Zappa eran solos cada vez más prolongados, una música sin pausas, algo que cobraba factura a John Coltrane, por ejemplo, que con frecuencia tenía que pedir disculpas a sus compañeros de banda: “Sé que estás enojado, te entiendo, no te dejé tocar. Pero tampoco puedo dejar de hacerlo”.
¿Tiene usted tiempo para una charada intelectual? No hay problema, ejemplos sobran y son realmente largos. Einstein on the Beach (1976), de Philip Glass, una ópera experimental en cuatro actos y cinco horas de duración, sin intervalos ni argumento. El tour de force de Richard Wagner en El anillo del nibelungo (1876). La abiertamente difícil de pronunciar y ejecutar Opus Clavicesmbalisticum del inglés Kaikhosru Shapurji Sorabji, que desde que fue compuesta en 1930 ha sido ejecutada apenas en una decena de ocasiones; sus cuatro horas están entre las más complejas de la tradición de la música de concierto. Hasta llegar a los devaneos entre artes visuales, filosofía y sonido de Tony Conrad (Yellow Movies, 1973) y William Basinski (Disintegration Loops, 2002-2003), o incluso las 736 horas y 30 minutos de The Artist is Present (2010) de Marina Abramović.
El mensaje parece ir en contra del tiempo rindiéndose ante su yugo aplastante: la muerte. Luego entonces, la revelación de verdades místicas (Bruce Bauman dixit). El tiempo es relativo, importa porque puede anularse si se sabe cómo. Nada. Pero no todos están dispuestos, tienen la voluntad, la paciencia o el estómago de sentarse a morir por un buen rato. Primero la disposición, luego ver el reloj, toser. Al final abandonar y descalificar. O bien idealizar y perecer en comunión. El tiempo.
La última carcajada de Cage
La apoteosis de esta bola de estambre quizá sea la pieza para teclado Organ²/ASLSP de John Cage, que en 1987 la concibió como una invitación a interpretarla como su nombre lo indica, tan lento como sea posible. Así, ha ido de los 29 a los 71 minutos, luego a la proeza de las 8 horas e incluso de 14 horas y 56 minutos. Pero el gesto va más allá: hace 21 años un grupo de amantes de Cage construyó un órgano especial dentro de una iglesia medieval en ruinas en la ciudad de Halberstadt, Alemania, anunciando que iban a tocar la pieza durante un período de 639 años. ¿Estará usted vivo en 2640? Puede darse una vuelta, para ver el final de esta magna obra.
El periplo o chiste insufrible comenzó en 2001, y desde entonces poco ha pasado. Diecisiete meses de silencio antes del primer acorde y doce cambios de nota a la fecha. La próxima será un sol sostenido, en febrero del próximo año. Para quienes prefieren algo más inmediato, emotivo, temático o argumentativo que cerebral, la pieza de Cage puede parecer una mamarrachada avant, insufrible y sin propósito. Resulta irónico, dado que el propio autor de 4’33’’ intentaba escapar de las reglas, los atavíos y las imposturas intelectuales de la música.
Entrevistado para el LA Times por el periodista Nicholas Goldberg, el crítico de música Mark Swed asegura que Organ²/ASLSP va en contra de todo lo que John Cage defendía. “Es un truco de marketing. Todo en esto es fraudulento; lo están utilizando como atracción turística. No se trata en absoluto de la música”, afirma. Swed agrega que Cage escribió música para ser interpretada y que ésta es todo excepto una actuación real, ya que ningún intérprete puede tocar la pieza (hay sacos de arena en sustitución del organista) ni puede ser escuchada por el público de principio a fin, por obvias razones.
Entre el ego y su liberación, el tiempo prolongado en la música puede ser espacio para la contemplación, la reflexión o la epifanía interpretativa, así como una puerta para la declaración de principios. Lejos del afán de romper récords absurdos, la prolongación del sonido invita, desafía y, cuando hay suerte, ilumina. ¿Tiene usted ganas de ir a contracorriente y llenar el tiempo con su pensamiento en curso? ¿Qué tal un redoble de tarola de 30 minutos, a cargo de Charles Hayward? Tal vez sólo tenga ánimos para poner Sleep (2015) de Max Richter y dormir sus ocho horas. Ante la duda, la eternidad: sólo el tiempo tiene la respuesta.
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