lunes, 23 de mayo de 2016

10 años sin Margules

 

A una década de su fallecimiento, recordamos la importancia de Ludwik Margules para el teatro mexicano, no sólo por los aprendizajes de su exilio sino por el diálogo que sostuvo con las generaciones más jóvenes.

 

 

Noche de reyes (2004) cerró, poco antes de su muerte, la trayectoria artística de Ludwik Margules (1933-2006). La suya fue una trayectoria singular en el teatro mexicano, representativa de la historia y el arte de su siglo. Margules fue un sobreviviente marcado por la experiencia de la gran historia: judío refugiado junto a su familia al final de su niñez en Rusia y Tayikistán, testigo de la vida bajo el signo del totalitarismo soviético en su natal Polonia.

 

Su interés por el comportamiento del hombre irremediablemente atado a los mecanismos de poder constituyó el núcleo de su vida creativa. «El relato de una obsesión», la ha denominado David Olguín. Ya sea en sus primeros acercamientos al arte de la escena a través de un repertorio centroeuropeo sin antecedentes en México, realizado en parte en el contexto de la Universidad Nacional y en parte en el del Centro Deportivo Israelita (CDI), o en su amplia exploración de la dramaturgia clásica (principalmente de Shakespeare y otros autores isabelinos) o de algunos clásicos contemporáneos (Genet, Pinter, Kundera), ya sea en la última etapa de su teatro, donde la visión postapocalíptica de Heiner Müller y la revisión del terrorismo a la luz del acontecimiento fundador del siglo XXI (Los justos, 2002) le permitieron, sobre las tablas, hacer cuentas con el pasado.

 

La mención al trabajo realizado en el CDI encierra otro aspecto de su figura: su exilio enriqueció ampliamente la vida cultural de México. Aprendiz de Walter Reuter, amigo de Vlady, entre otros artistas de origen extranjero, casado con una distinguida científica marcada a su vez por el exilio español, asistente y actor de Álvaro Custodio, Margules se adaptó entrañablemente a México pero mantuvo siempre la idea de la vida como gran batalla ética.

 

Es claro que la impronta de los exilios europeos está inscrita en el despegue de la modernidad del arte mexicano. La vocación artística de Margules se desarrolló profesionalmente en México y bajo el signo del teatro universitario posterior a Poesía en Voz Alta. Amén del carácter experimental de aquel teatro, del riesgo y la libertad ideológica garantizados por la Universidad, el director fue parte de una brillante generación que llevó a su cúspide durante los años setenta y principios de los ochenta (Tío Vania, 1978; De la vida de las marionetas, 1983) el arte reciente de la puesta en escena. Un arte que en nuestro país, a diferencia del resto de América Latina, floreció sin sombra de duda sobre su estructura autoritaria y en su convicción existencial de ser el espacio de máxima lucidez para desentrañar la condición humana. Como director Margules también fue representativo. Su singularidad, sin embargo, derivó de un complejo enfoque analítico expresado en cada una de sus escenificaciones y, especialmente, de la profundidad y la fuerza emotiva alcanzadas en ellas por sus actores. De esta segunda característica deriva, sin duda, la leyenda negra sobre los abismos a los que hacía asomar a sus intérpretes; pero, sobre todo, la huella imborrable de interpretaciones como las de Fernando Balzaretti, Julieta Egurrola, Ana Ofelia Murguía, Laura Almela o Álvaro Guerrero.

 

De la primera característica, en cambio, pueden extraerse las virtudes de un método: tanto en sus acercamientos literarios como en aquellos de orden abiertamente político –aunque en su teatro toda literatura reservaba esa dimensión–, Margules ejerció una práctica comparativa. Chéjov visto a la luz de Beckett, Ibargüengoitia (Ante varias esfinges, 1991) a la luz de Chéjov, la leyenda de Fausto (La trágica historia del doctor Fausto, 1967) en paralelo a la carrera armamentista, el 11-S desde Camus y Dostoievski. Una historicidad de clara filiación brechtiana que permitía llegar a la esencia del fenómeno a la vez que exponer sus diferencias temporales. La complejidad alcanzada por el director de escena por estos medios y traducida en términos sensibles sobre el espacio escénico le valieron un reconocimiento y un diálogo con nuestra República de las Letras a la que pocos teatreros han tenido acceso. A ello contribuyó también su visión extrañada sobre ciertas zonas de la dramaturgia mexicana (fue clave, junto con Vicente Leñero, en la recuperación del teatro de Ibargüengoitia).

 

A pesar de haber sido un director ligado al concepto dramático y de haber ejercido una pedagogía en ese mismo sentido, Margules realizó en la última etapa de su teatro una depuración radical de los medios de la representación y un acercamiento al centro del actor desprovisto de todo atavío ficcional. Desde Cuarteto (1996), un texto paradigmático del teatro posdramático, hasta su testamento shakespeariano, Margules puso a la representación en un callejón sin salida y desde ahí dialogó con las primeras versiones deconstructivas y con la nueva generación de creadores de la escena mexicana.

 

 



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