miércoles, 18 de marzo de 2020

50 años de ‘Bitches Brew’

Medio siglo de Bitches Brew (1970), medio siglo del álbum que operó, al mismo tiempo, como un puente y un punto de inflexión en la música popular contemporánea: un Miles Davis tomando el pulso de su época, fascinado con la explosión eléctrica del rock y la cadencia hipnótica del funk y el soul (no sólo proveniente de gente como Jimi Hendrix o Sly Stone, como se ha repetido, también de The Byrds, Aretha Franklin o Dionne Warwick), incluye esas y otras corrientes musicales en su propio torbellino sonoro y entrega una entidad polimórfica, que en décadas posteriores tomaría más y más significados volviéndose cada vez más influyente. Pero podemos preguntarnos: ¿qué significa Bitches Brew en pleno 2020? A cincuenta años de distancia, ¿cómo podemos medir su influencia real en la música actual, más allá de la sombra de carácter casi mítico que proyecta?

Creo que, para intentar responder esas preguntas, lo primero por hacer es situar históricamente el álbum: escuchar las obras previas y posteriores que gravitan alrededor del Bitches Brew. Suele marcarse el inicio del período eléctrico de Miles con In a Silent Way (1969), pero yo incluso iría un poco atrás, con Miles in the Sky y Filles de Kilimanjaro, ambos de 1968. Las composiciones del trompetista toman un enfoque más abierto, los músicos dialogan con más dinamismo y la instrumentación comienza a electrificarse: Herbie Hancock en el piano y Ron Carter en el contrabajo incorporan las nuevas posibilidades de sus instrumentos “enchufados”. El sonido de Miles, en general, comenzará a adquirir ese espíritu proteico que terminará por otorgarle una plasticidad sin par en la historia de la música. In a Silent Way, con la incorporación de gente como Joe Zawinul, John McLaughlin y Tony Williams, terminará de asentar a Davis en un nuevo entorno compositivo: si consideramos que en ese entonces el rock, más que un género asociado a ciertos gestos o estéticas, era un significante sonoro radicalmente abierto, entonces, sí, Miles Davis estaba entrando en el rock.

Bitches Brew encuentra al trompetista convertido en un oído o, mejor dicho, en una esponja o –si se quiere de forma más elegante– en un cuerpo sensible. Decíamos que el álbum es un puente, por su forma de construir vínculos con otras músicas, pero esas músicas, al reunirse, se transforman las unas a las otras. No hay códigos unidos arbitrariamente, más bien el despliegue orgánico de una enorme cantidad de recursos. Cuando digo orgánico no me refiero a una especie de ethos de la interpretación en vivo: y es que suele pasarse por alto que varias de las composiciones del álbum, tal como las conocemos, nunca fueron interpretadas en su totalidad, sino que fueron construidas por Teo Macero, el productor, a partir de diversas tomas. Otros efectos de post-producción fueron altamente utilizados: loops, delays, reverberaciones, ecos… No sólo como aditamentos exóticos, sino como elementos estructurales en toda regla. Ya el tema inicial, “Pharaoh’s Dance”, contiene 19 cortes de edición, algunos tan minúsculos como fragmentos de un segundo que se aparecen y desaparecen a lo largo de la pieza. El escritor Paul Tingen considera que Macero se inspiró en los experimentos de los cincuenta y los sesenta de la música concreta francesa (¡un ensayo interesante aún por realizarse!); la estela de la composición electrónica “formal” llegaría hasta On the Corner (1972), con un Miles obsesionado con la música de Stockhausen.

Bitches Brew es un punto de inflexión también por esta concepción de lo sonoro: una sustancia plástica, cuyos códigos disciplinares han sido definitivamente profanados, se extiende y extiende invadiendo tradiciones musicales, instrumentos y sitios que se supone que no deben participar del núcleo de lo musical (por eso creo que el estudio de post-producción es tan fácilmente incorporado en su dinámica; y sé que álbumes anteriores como el Sgt. Pepper’s de The Beatles hicieron lo propio, pero no al punto de diluir las estructuras que habían construido en obras previas). La estela eléctrica de Miles continuaría por un lustro más (Jack Johnson, Live-Evil, On the Corner), después del que, por enfermedades y adicciones, Miles no volvería del todo: su producción decayó, así como la calidad de sus grabaciones, por lo que en retrospectiva el período eléctrico tiene también, en esa furia de energía sonora, algo de irónica melancolía.

Tal vez lo que más sorprenda a cinco décadas de distancia es que, para 1976, Bitches Brew había vendido 500 mil copias y que, en 2003, alcanzó el millón. Se conocen pocos casos similares donde lo más experimental sea tan felizmente popular, pero aunque actualmente para un músico de la talla de Miles sería prácticamente imposible alcanzar esas cotas de fama, podemos asegurar que la dinámica Bitches Brew –esa sustancia proteica que diluye los códigos y deglute y reinterpreta fragmentos y perspectivas sonoras­– está más viva que nunca. Más allá de sus herederos naturales (Wadada Leo Smith, Jon Hassell, Bill Laswell, el jazz nórdico…), Bitches Brew vive en cada decisión de libertad formal y en cada concepción del sonido como un significante abierto.

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