miércoles, 4 de marzo de 2020

Un mundo inane

El mundo de hoy se caracteriza por la futilidad y el espectáculo. La ambición estética en el arte ha sido escamoteada por el éxito o, mejor dicho, por la popularidad, y el sistema nervioso de esta inclinación es el marketing, junto con las redes sociales. El mundo de hoy es liviano, gracioso, equívoco; satura las pantallas con videos de gatitos o con hilos tuiteros que encumbran como hecho importante el tropezón de alguien más o menos famoso, con una reputación más o menos establecida, lo cual pone de relieve que, en efecto, ya nada es importante. Así es “el mundo de hoy. Pinche locura. La Edad Media 2: El Regreso”, tal y como lo menciona muy a su estilo Gabriel Rodríguez Liceaga en La felicidad de los perros del terremoto (Literatura Random House, 2020), su cuarta novela.

Así, el México contemporáneo se fragua en oficinas acristaladas, preferentemente de Santa Fe, en la Ciudad de México, donde los publicistas manipulan el trending topic de lo que se deje, arrellanados en sus salas de juntas. Es en uno de estos lugares en el que el lector hallará a Luis Pastrana, el protagonista del libro.

La anécdota: a Pepsi le urge una campaña publicitaria y el equipo a cargo de la marca se estruja las meninges para elaborarla. Tras una disertación, acompañada de ese talante relajado y festivo del mundo de las ventas, el equipo concluye que organizará un concierto con el reguetonero en auge Biuti Full, espectáculo que se llevará a cabo en cualquier ciudad del planeta que la gente decida, al votar a través de Twitter.

Este chiste –“La publicidad lo que hace es exagerar aún más esas directrices de comportamiento, estirar la mentira hasta volverla caricatura de la caricatura. Simulacros de sinsentido, como gritar ‘no está temblando’ en una muchedumbre”– es el que articula la novela. La cual se amplía con un entramado de personajes intercalados a la historia de Pastrana mediante breves capítulos; como Emiliano Zapata, hacker aficionado a la tortura animal; el propio Biuti Full, miope y con una inteligencia vasta que simplemente no logra expresar con palabras, pues se halla acorralado en su papel de superestrella; Ágata, la compleja ejecutiva de cuenta; Cafiaspirino Montoya, el alburero de la agencia; o el aspirante a comediante Horacio Miranda, quien se encargará de que el cándido plan publicitario se salga de control y dinamite la red al ubicar el concierto en donde ningún mercadólogo hubiera podido anticiparlo antes. Un plan “jocoso pero estúpido, como todo hoy en día. El mal del siglo es el ingenio, se sabe”.

Frustrado escritor de novelas, frustrado padre, frustrado publicista que trabaja para “los consumidores [que] también están frustrados”, cuyo mundo se finca en la idea de la falsedad, porque “la mentira de los productos se ha vuelto insostenible. Nuestros antepasados recientes inventaron la insatisfacción y dieron pie a la primera generación de cadáveres aplaudiendo o bostezando en la sala de su casa”, Pastrana es un hombre de su tiempo, deprimido, como toda su generación, pero encapsulado, por el tono de la novela, en una especie de película de Leslie Nielsen.

No hay página carente de gags (o en la que se intente alguno), pero a diferencia de los filmes del actor canadiense, cuya gracia radica en desestimar las ridiculeces en las que se ve envuelto, a Luis lo aturde cuanta vacilada vive. El universo de La felicidad de los perros… ataranta al protagonista y le impide conectarse con algo que, quizá, sea lo único valioso que le resta a la época: el autoconocimiento.

“Luis pensó en la felicidad de los perros del terremoto. Alguna vez vio en un noticiero que a los canes que buscan gente viva entre los escombros luego de un sismo y con el objetivo de que no se depriman de tanto oler muerte, les ponen una suerte de placebo. Alguien se recuesta a escondidas por ahí y el perro bombero se pone feliz de encontrarlo. Esto incluso los anima a seguir buscando con mayor ahínco. […] Le urgía que alguien hiciera trampa para obligarlo a menear feliz el rabo”.

Pastrana intenta retirarse a un ámbito de comprensión, de conciencia, de dilucidación, como el señalado anteriormente, pero el ruido lo golpea y lo devuelve a la masa, a aquella que perrea en la nieve, o que confunde el paisaje natural en una ventana con la imagen en un monitor. Y es así como Luis, por más que aprieta los dientes, abominando este mundo inane, vuelve a caer de rodillas en el absurdo del mismo.

Con regusto al pop de Douglas Coupland, más algunos golpes de gracia que recuerdan a la literatura “para adultos” de Francisco Hinojosa, Rodríguez Liceaga entrega una novela desopilante hasta el cansancio. Sólo resta preguntarse si esto es intencional o la serendipia de un escritor que, en su cuarta novela, continúa aprendiendo su arte.

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