miércoles, 8 de septiembre de 2021

Cocteau, Almodóvar y las voces humanas

La noche de febrero de 1930 en la que Jean Cocteau preparaba el último ensayo de La voz humana (La Voix humaine), de cara al estreno en la Comédie-Française, su madre descolgó un teléfono de la casa para enterarse de que su hijo, némesis creativa del grupo de André Breton, acababa de morir en un accidente vial en el centro de París. No era cierto. La llamada la habría hecho el poeta de la résistance Robert Desnos, quizá como broma cruel para joderle el estreno al dramaturgo.

Pero todo eso lo contaría después el propio Cocteau, sin que sepamos si pasó así o el relato fue exagerado para dejarnos una mala imagen de Desnos o Breton, que había descrito al director de La bella y la bestia (1946) como “el ser más odioso de nuestro tiempo” (en carta a Tristan Tzara, 1919). Aquello era el París de entreguerras y las vanguardias artísticas se defendían desde la militancia, con la pasión irracional de un ideario político o un equipo de futbol.

El ambiente estaba dominado, en cofradías sectarias y cafés de barrio, por caciques culturales como el propio Breton, Picasso, Brancusi, Coco Chanel, Kiki de Montparnasse o el mismo Cocteau, que se incendiaba de cuerpo entero en todas las disciplinas que tenía a mano, aunque seguía sin filmar su primera película, La sangre de un poeta (1930). Como cineasta, fraguaba proyectos en los cuáles era el centro de gravedad. Dirigía guiones estrictamente suyos ajustados a su propio universo, incluso si eran versiones de temas precedentes o ajenos, involucrando a sus parejas sentimentales, como Jean Marais. Salvo esto último, todo lo demás podría decirse también de Pedro Almodóvar.

Jean Cocteau

Berthe Bovy en la puesta de La Voix humaine (1930), de Jean Cocteau, en la Comédie-Française, París. Archives Charmet

El 16 de febrero de ese 1930 se estrenó La voz humana, fermentada en la pasión entre Cocteau y el escritor Jean Desbordes, pero también en el prolongado duelo que el primero seguía guardando por Raymond Radiguet, fallecido seis años antes. Minimalista antes de que se acuñara la palabra, es un monólogo escrito para una sola actriz y los sonidos de un teléfono, encerrados ambos en un cuarto con un perro y una maleta, los cuatro en espera de un hombre que llama pero nunca llega.

Ella es un personaje sin nombre, Femme o Elle, consumida por el amour fou en una ansiedad irracional que, a nueve décadas de distancia, parece uno de los arquetipos más anacrónicos y nocivos del melodrama: el de la mujer devorada por la atracción hacia un manipulador que la desprecia, que está a punto de casarse en Marsella con alguien más. Dado que la historia de producción de la pieza, tanto en cine como en teatro y ópera, está dominada por directores masculinos, no es difícil leerla como una continua proyección de sometimiento en la cual el personaje es castigado y humillado no sólo por el amante ausente que está al teléfono, sino por los propios directores.

Sin embargo, este matiz no está presente en lo escrito en origen por Cocteau y parecen haber sido necesarias nueve décadas, infinidad de versiones de la pieza, una pandemia global y la voluntad cómplice de un director español y una actriz británica para abordar al personaje bajo una mirada radicalmente distinta. El primer cuerpo que tuvo fue el de Berthe Bovy dirigida por el propio Cocteau; después de ella, Anna Magnani (1947), Carmen Maura (1987), Ingrid Bergman (1966) o Simone Signoret (1964), entre una multitud de variantes teatrales, incluyendo actrices trans, que hicieron de La voz humana uno de los monólogos más recurrentes de la escena europea incluso antes de que Francis Poulenc le pusiera música en 1959, en una suerte de opereta trágica.

Pedro Almodóvar

Fotograma de Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), de Pedro Almodóvar

Volver a La voz humana (Pedro Almodóvar, 2020) como una alegoría del encierro físico, la ansiedad del confinamiento y la distancia alienante de teléfonos, pantallas y mensajes de audio le da una inesperada y tonificante vida nueva al monólogo. Para el cineasta español no es una ocurrencia pandémica sino, de hecho, la tercera variante de su relación con el texto. No es secreto que las Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) y sus largas conversaciones con teléfonos ochenteros fueron escritas por Almodóvar como variantes libres de La voz humana.

Un año antes el texto ya había estado en boca de Carmen Maura en una secuencia inolvidable de La ley del deseo (1987). En ese momento, en el juego más almodovariano posible, Maura hace de una actriz que hace teatro dentro de una película sobre dramaturgia, años antes de espejear ese momento con otra película sobre el desdoblamiento teatral, con otra actriz (Tilda Swinton) pronunciando el mismo monólogo, ya no como una representación sino como un diálogo que parece auténtico… o algo así. En esta versión, lo que vemos es una escenografía construida en el interior de un foro, sin saber a ciencia cierta si la mujer al teléfono está atravesando emociones auténticas o lo que vemos forma parte del mismo decorado.

Para Pedro Almodóvar no se trata de una reelaboración del mismo tópico teatral sino de una variante más interesante: Maura, leal al personaje de Cocteau, interpretó a una mujer abandonada por su amante que desciende en un abismo; Swinton, tan creadora o más que Almodóvar del ser que vemos en pantalla, camina en sentido inverso hacia la liberación, en ruta ascendente.

Pedro Almodóvar

Fotograma de La voz humana (2020), de Pedro Almodóvar

El Almodóvar de setenta años que dirige La voz humana, casi como un altar sacramental para su actriz, tiene una consciencia profunda de los artificios evidentes del melodrama como género, pero sabe mejor que nadie que esa máscara teatral está ahí para proteger verdades humanas. Ya en Dolor y gloria (2019), La mala educación (2004) o Todo sobre mi madre (1999), con sus ofrendas arrodilladas frente a Fassbinder o Douglas Sirk, asistimos a cajas chinas de representaciones guardadas una dentro de otra.

En los 30 minutos de La voz humana el artefacto teatral parece hablar al mismo tiempo de nuestro actual cascarón pandémico y de algo más universal. Quizá de la ansiedad silenciosa de un mensaje de audio en WhatsApp, palabras que ya fueron dichas pero no han sido escuchadas. En esa distancia vaporosa pero angustiante entre “grabando audio…” y la constatación azul de que la voz humana fue escuchada podría resumirse la modernidad feroz del abordaje de Almodóvar. En las palabras escritas para ser oídas en 1930, el teléfono formaba parte de esa modernidad tecnológica que las vanguardias deseaban incorporar a las artes, con poemas sobre el telégrafo o lienzos sobre automóviles. En la versión de Almodóvar el teléfono se diluye como artefacto. Los audífonos “manos libres” lo vuelven etéreo, casi invisible; la presencia de Swinton lo engulle y por momentos parece hablar consigo misma, no con su amante.

En el último tercio, director y actriz se arrancan el corsé de la veneración a Cocteau para enfilar hacia un final radicalmente distinto que aporta una dimensión nueva al personaje. Al final de La voz humana hay fuego, destrucción y aparente locura, pero después de eso hay una puerta y un cielo abiertos. No solo el cuarto propio y vacío deseado por Woolf para las suyas, sino algo quizá más importante: la posibilidad de salir de ahí en cualquier momento, con la frente alta y por el propio pie.

La entrada Cocteau, Almodóvar y las voces humanas se publicó primero en La Tempestad.



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