Algunos, entre quienes estaban ahí, cuentan que la Perestroika de las artes comenzó entre cineastas. En marzo de 1986 estaba por cumplirse un año desde que el programa de reformas implementado por el Comité Central del Partido Comunista y su recién nombrado secretario general, Mijaíl Gorbachov, se puso en marcha. Estaba planeado para durar año y medio; cinco años después, en 1991, la URSS seguía girando en una vorágine de transformaciones. Pero en la primavera del 86 realizadores y críticos se preparaban para el V Congreso de la Unión de Cineastas de la URSS, sin estar dispuestos a aceptar dedazos ni imposiciones de la burocracia central. El guionista Anatoli Grebnev, un veterano que trabajaba en el aparato estatal de Mosfilm desde la época postestalinista, fue enfático al decir en voz alta: “Estamos cansados de ustedes, de sus presídiums, sus discursos y sus elecciones entre comillas. Abajo con eso”.
Fue el inicio de un cambio que se esparció como tormenta de nieve moscovita: los propios cineastas fundaron una comisión de conflictos que, en cuatro años, logró arrancarle a la censura unas 250 películas que habían sido enlatadas en décadas previas, incluyendo tesoros como Mi amigo Iván Lapshin de Alekséi German o La patria de la electricidad de Larisa Shepitko. Comenzó entonces el deshielo de estudios, medios de producción fílmica, exhibición en festivales internacionales y aparatos de prensa cinematográfica, que hasta entonces funcionaban como brazo estatal con el legendario Mosfilm a la cabeza.
Desde 1991 pasaron tres décadas que en retrospectiva revelan un cambio generacional en cámara lenta, con la languidez pesada del pasado burocrático, pero inevitable. Algunos cineastas aún activos, veteranos del atardecer soviético como el armenio Artavazd Pelechian, el georgiano Otar Iosseliani o los rusos Sokurov, Konchalovski o Mijalkov, han logrado convivir con los territorios creativos de aquellos que empezaron a filmar ya en la Rusia contemporánea, como Kossakovski, Zviáguintsev, Serebrennikov o Loznitsa. El cine surgido de esa transición interminable y contradictoria que empieza en Gorbachov y persiste en el régimen de Putin semeja una inconsciente puesta en cámara de aquel viejo dicho eslavo: “Rusia es el único país con un pasado impredecible”.
En Rusia, desde el pasado rojo hasta el futuro incierto, existen pocos consensos, y el cine posterior a la era soviética se alimenta de ese caudal de tensiones y revisionismos de toda índole. En más de un sentido, el cine de la Rusia presente se resiste a negar la herencia de sus predecesores (¿y quién podría, si entre ellos se cuentan Eisenstein, Tarkovski o Klímov?). El inminente rodaje de El desafío de Klim Shipenko, primera ficción rodada en el espacio y coproducida por un canal privado y la Estación Espacial Internacional, reaviva fantasmas de la Guerra Fría, cuando la carrera espacial tenía la atención volcada en las misiones, pero también en películas como Solaris (1972) o 2001: Odisea del espacio (1968). Otras revisiones del pasado resultan monumentales en otro sentido, como la reconstrucción dantesca del funeral de Stalin emprendida por Serguéi Loznitsa recientemente, en State Funeral (2019).
Una iniciativa como el Festival de Cine Ruso (Russian Film Festival), que este año celebra su segunda edición en México, busca abrir ventanas a zonas poco exploradas de la industria fílmica rusa, que no pasan por el circuito de festivales internacionales. El espectro abarca desde la comedia industrial hasta el intimismo experimental; en el primer caso, la sátira The Relatives (Ilya Aksionov, 2021), filmada y estrenada durante el confinamiento sanitario, es un híbrido que desde los créditos plantea preguntas sobre la Rusia actual, pues está coproducida por el Ministerio de Cultura Ruso y Columbia Pictures y es distribuida por Sony. En otro polo, Sheena667 (Grigoriy Dobrygin, 2019), indefinible desde el título, es un ejercicio de montaje y silencios con usos muy creativos de la elipsis, el sonido fuera de campo y el lenguaje de apps, pantallas de chat, etc.
El Festival de Cine Ruso es una colaboración entre Roskino y el Instituto Mexicano de Cinematografía, organismos públicos que cumplen una función análoga en sus países de origen, y como ventana de exposición quizá es la primera iniciativa importante desde las olvidadas semanas de cine soviético en el cine París del Paseo de la Reforma, a mitad del siglo pasado. Aunque la selección tiene bruscos altibajos en el nivel, tiene aciertos como el melodrama de época Odessa (2019), de Valeriy Todorovski e Irina Tretyakova, de factura melancólica y tono chejoviano; además tiene la ventaja de presentar un relato ubicado en la era soviética con dimensión íntima, sin eufemismos ni superlativos evidentes.
Otro punto de interés en la programación es el documental Stanislavski: sed de vida (2021), de Julia Bobkova, por las preguntas que plantea en torno al renombrado sistema de aprendizaje actoral y los límites del diálogo que dicho método puede establecer con el teatro contemporáneo. A través de las bambalinas de un montaje actual en el Teatro Marinskii, el documental de Bobkova es un notable intento por dialogar con un clásico ruso desde la actualidad de las artes escénicas.
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