lunes, 13 de septiembre de 2021

Pedro Reyes y su cabeza de piedra

En días recientes el gobierno de la Ciudad de México anunció la decisión unilateral de reemplazar el monumento a Cristóbal Colón en el Paseo de la Reforma, luego de su remoción en octubre de 2020 debido a las amenazas de destrucción de grupos inconformes con la elevación del almirante genovés. Celebrar y reivindicar el papel de los pueblos originarios de México, así como lograr la paridad de género en las representaciones en el espacio público, es sin duda fundamental; sin embargo, esta propuesta tiene problemas, no sólo por cómo se anunció, con la total ausencia de un proceso democrático, sino por su artífice y la naturaleza del proyecto.

La noticia dio la vuelta al mundo con encabezados felices que reducen la acción a titulares como “Escultura de indígena reemplazará a Cristóbal Colón en el Paseo de la Reforma”, lo que fuera de contexto suena como un hecho positivo, acorde a los aires de cambio. Pero, para sorpresa de todos, el gobierno de la Ciudad de México no sólo no convocó a ningún concurso, sino que ya tenía un artista elegido, que además ya estaba trabajando en la escultura que pretende ocupar la icónica glorieta. Se trata de Pedro Reyes (1972), quien, inserto en el buenismo de moda, propuso una efigie poco afortunada de una mujer “indígena”, según él con referencias a las cabezas colosales de la cultura olmeca. Reyes se inspiró en estas piezas prehispánicas porque “Una cabeza olmeca no es algo que pertenece a un cuerpo, es una entidad en sí misma”, afirmó en una entrevista.

El proyecto parecía a prueba de fallos: una cabeza olmeca, la “cultura madre de México” –fincada principalmente en Tabasco, de donde curiosamente es originario el Presidente–, sustituiría al navegante europeo en un aparente acto contra el racismo y la colonización. También parecía estar protegida de cualquier cuestionamiento desde los feminismos ya que, según Reyes, será la primera cabeza olmeca que retrate a una mujer. (Al parecer el artista ignora la existencia de la cabeza colosal número 3, encontrada en San Lorenzo Tenochtitlán en 1946; se cree que es el retrato de una mujer gobernante.)

Todo indica que tanto a Reyes como a las autoridades de la Ciudad de México no les parece importante que el autor de la pieza sea un hombre cisgénero, blanco, heterosexual, perteneciente a las clases dominantes del país y que no ha tenido que demostrar ningún mérito para ganarse el honor de intervenir el Paseo de la Reforma. Tampoco les importa lo que opinan los usuarios del espacio público (o sea todos los que habitamos la ciudad y sus visitantes), y mucho menos el paisaje histórico de una de las avenidas más importantes del país y probablemente del continente. Reyes no parte de cero: su cabeza olmeca con nombre en náhuatl forma parte de una larga campaña de posicionamiento de su figura como partícipe y “activista” del espacio público. Esta campaña incluye –entre otras cosas– protestas por el edificio de Ciudad Universitaria cuya altura alteró el paisaje del Espacio Escultórico, así como una exposición en el Museo de Arte Moderno que más bien pareció un ejercicio de autopromoción en un recinto público, pues sobre todo compilaba sus “acciones” anteriores.

La prepotencia con la que Pedro Reyes pretende intervenir la glorieta de Colón delata que no comprende la naturaleza de lo que cree defender: el espacio público nos concierne a todos, y existen colectivos, estudiosos y activistas que legítimamente nos preocupamos por el paisaje, el patrimonio y la publicidad de las calles, aceras, plazas y parques del país: lo protegemos, lo investigamos y nos manifestamos sin ninguna agenda ulterior. La decisión arbitraria de las autoridades de la Ciudad de México no sólo atenta contra los principios democráticos de los que la 4T tanto se vanagloria, sino que continúa la tradición de estereotipar a los indígenas desde la esfera blanca del país; igualmente atenta contra el paisaje histórico del Paseo de la Reforma, para no mencionar que ignora por completo la existencia de artistas mujeres o pertenecientes a cualquier otra identidad de género, sexual o étnica.

En 2018, en una entrevista para El Universal, Reyes lamentaba que “el tema de la escultura pública haya sido monopolizado por artistas que ya no están en su mejor momento”. La queja es completamente legítima, sobre todo si se incorporan los puntos de vista de los pueblos originarios o las minorías de género y sexuales, que históricamente han padecido el monopolio criollo y burgués de los puestos de poder del país. El espacio público está, en efecto, monopolizado por gente que no representa a la población y que trata al espacio público como estacionamiento de un centro comercial. En la lista de errores no falta la completa ignorancia de la diversidad de los pueblos originarios; en el mundo de Reyes basta con decir que una escultura tiene “rasgos indígenas”, aludir a los olmecas y poner un nombre en náhuatl para hacer creer al público que se trata de un proyecto incluyente. Las minorías étnicas siguen siendo humilladas al ser reducidas a una representación realizada por una persona blanca que cree que “lo indígena” es una categoría universal, y que la iconografía y las lenguas son accesorios genérico-intercambiables.

Tal vez Reyes olvida que apelar a la cultura olmeca como herramienta legitimadora de trabajos y gestiones contemporáneas es algo que, aunque en su momento fue exitoso, pertenece al pasado. ¿Conocerá la obra del museógrafo y diplomático Fernando Gamboa, el importante papel que jugó una cabeza colosal en la diplomacia cultural mexicana en las décadas del cincuenta y el sesenta? Pareciera que Reyes también desconoce la Fuente del Mito del Agua en la segunda sección del Bosque de Chapultepec, obra de Leónides Guadarrama y Alberto Pérez Soria, producto de décadas de investigación por parte de arqueólologos y artistas, con una verdadera integración plástica emanada del Movimiento Moderno en 1964. Más cerca de la glorieta de Colón está el monumento a Cuauhtémoc, que incluso en tiempos del Porfiriato fue producto de un concurso y que, en el contexto de los revivals, significó un verdadero homenaje al pasado prehispánico y al constructo que la sociedad de ese tiempo tenía de las culturas indígenas. Todos estos casos permanecen como documentos históricos y evidencian la constante representación de “los indígenas” desde la esfera oficial, que nunca ha incluido a los pueblos originarios como partícipes de la construcción del espacio público de la Ciudad de México más allá de su presencia alegórica en bronce o piedra.

Este texto sería innecesario si antes de elegir arbitrariamente al artista y a su Tlalli los gobernantes hubieran abierto una consulta (que tan populares son en este sexenio) para decidir primeramente si el monumento debe ser reemplazado por otro o si sería más poderoso dejar la peana vacía, explicando con una placa la nueva percepción de la sociedad en torno a la llegada de europeos a las Américas en el siglo XV y las consecuentes masacres del XVI en adelante. Si se hizo para evitar la destrucción y privatización de la avenida Chapultepec en 2015, una consulta para una intervención de esta importancia en el Paseo de la Reforma es también indispensable. El involucramiento de la sociedad haría posible impulsar la paridad de género y la inclusión de las minorías étnicas. Pedro Reyes y quienes deciden sobre el espacio público de la Ciudad de México deben entender que nosotros ya no somos los mismos, que el priismo autoritario quedó atrás y el criollismo nepotista y solapador de la mediocridad cada día luce más obsoleto.

Aldo Solano Rojas es historiador del arte especializado en arquitectura y espacio público; candidato a doctor por el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM

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