Aunque no desarrolló el concepto de forma sistemática, a mediados de los ochenta, en sus estudios sobre la posmodernidad, Fredric Jameson planteó la necesidad de crear “mapas cognitivos”, es decir, de vincular críticamente la experiencia del individuo con la organización social y económica del capitalismo global. La digitalización no ha hecho más que acentuar la urgencia de un arte que asuma ese componente cartográfico, con nuestros sentidos sobreestimulados y la información circulando aceleradamente en un entorno con dinámicas cada vez más fragmentarias e inconexas. Masticamos pero no digerimos: nadie tiene tiempo.
Jameson vislumbró en el mapeo cognitivo nada menos que una nueva estética, tan deudora de Bertolt Brecht como de Kevin Lynch o los situacionistas: un arte capaz de producir conocimiento ante el dilema histórico del posmodernismo, “que involucra nuestra inserción como sujetos individuales en un conjunto multidimensional de realidades radicalmente discontinuas, cuyos marcos van desde los espacios restantes de vida privada burguesa hasta el inimaginable descentramiento del capital global mismo”. Usemos a la ciudad como metáfora: ¿cómo nos orientamos?, ¿qué define las rutas que elegimos?, ¿qué hace a un lugar familiar o extraño? Lo cierto es que este concepto jamesoniano podría entenderse como una estrategia aplicable a todo el espectro cultural. Algunos ejemplos son los proyectos de Forensic Architecture, o ciertas colecciones de libros. En el mundo de habla hispana, concretamente, existen editoriales independientes capaces de señalar sendas, articular lo distinto y, especialmente, crear campos magnéticos, que atraen a comunidades lectoras vinculadas a ciertos tipos de sensibilidad.
El sello argentino Caja Negra es un indudable núcleo de irradiación de estéticas e ideas contemporáneas. Con autores como Boris Groys, Mark Fisher, Franco “Bifo” Berardi, Hito Steyerl, Éric Sadin, Martha Rosler, Helen Hester o Nick Srnicek, su colección Futuros Próximos es una caja de herramientas para pensar los problemas del presente. Pero no es menos importante Synesthesia, con trabajos sobre cine y música que han permitido leer en castellano algunas páginas notables sobre la experiencia estética, siempre en tensión con las realidades históricas. La prensa cultural, cuando no es ciega ni sorda, ha sabido aprovechar las reflexiones de un catálogo que incluye a Harun Farocki y John Waters, Derek Jarman y Morton Feldman, David Toop y LeRoi Jones. Desde distintos lugares, sellos como Alpha Decay, Capitán Swing, Errata Naturae, Eterna Cadencia o Tinta Limón trazan sus propios mapas cognitivos.
En el campo literario, un esfuerzo reciente resulta insólito por su falta de consideración con las estéticas rutinarias que inundan los anaqueles de las librerías. Hablo de un sello que, lamentablemente, aún no circula en México: Malas Tierras. Basta con decir que apuesta por lo que los anglosajones llaman modernism y nosotros vanguardia. ¿O de qué otro modo entender su apuesta? Han llevado a las librerías españolas a Sara Gallardo (Enero, Los galgos, los galgos y Eisejuaz) y Claudia Salazar Jiménez (La sangre de la aurora), han traído al castellano dos joyas narrativas del siglo XX (Grandes esperanzas de Kathy Acker y Berg de Ann Quin), han presentado una nueva versión de uno de los ejercicios narrativos más radicales de la literatura francesa (Edén, Edén, Edén de Pierre Guyoyat, que en México publicó Premià en el lejano 1979). Ni hablar del clásico moderno Dog Soldiers, de Robert Stone. Con su nombre malickiano, Malas Tierras sigue su propia senda, equiparable a las que han abierto Blatt & Ríos, Mansalva, Pálido Fuego o Periférica.
No sólo a las editoriales corresponde la responsabilidad de proponernos un balcón para ver el mundo, posibilitado por un soporte material –el papel– que nos separa, aunque sea por momentos, de las pantallas. Las revistas más relevantes siempre fueron, de uno u otro modo, “mapas cognitivos”, pero la transformación del entorno mediático en una lluvia de “contenidos” (el nombre mercantil de lo que leemos, vemos y oímos), que compiten por lapsos cada vez menores de atención, ha dificultado su necesaria mutación en el mundo digital. En todo caso, habría que preguntarse por nuestra capacidad de reconstruir la relación con las artes en términos de tiempo, de duración. Para percibir, para disfrutar, para pensar. Una tarea pendiente, pienso ahora, es incorporar a la discusión el concepto que el sociólogo alemán Hartmut Rosa llama resonancia, una manera de relacionarnos con el mundo antitética a la aceleración sin rumbo del capital. Crear mapas y resonar: nuevas maneras de nombrar la utopía.
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