En Karman. Breve tratado sobre la acción, la culpa y el gesto (2017), publicado en español por Adriana Hidalgo, el filósofo Giorgio Agamben aborda el tema de la relación entre un acto y sus consecuencias. Un ensayo que analiza los fundamentos de la ética y del derecho, de la teología y las filosofías orientales. Agradecemos a la doctora en matemáticas y escritora Chiara Valerio que nos haya permitido traducir y publicar el presente texto.
Profesor, el derecho –cuyas puertas, si fuera un edificio, serían la causa y la culpa– ¿es un instrumento para eludirnos?
El derecho es una parte demasiado esencial de nuestra cultura como para simplemente sustraerse de él. Pero también es verdad que el nacimiento del cristianismo coincide con una crítica implacable de la ley. Es difícil imaginar una objeción más radical que la contenida en las afirmaciones de Pablo según las cuales sin la ley no habría pecado y el Mesías sería el fin y el cumplimiento (el telos) de la ley. Y sin embargo, como usted sabe, la Iglesia ha reconstruido pacientemente ese edificio de la ley que el cristianismo primitivo pretendía poner en tela de juicio, aunque fenómenos puntuales como el franciscanismo han reivindicado cada vez más la posibilidad de una vida fuera del derecho. Pienso que una sociedad habitable sólo puede ser resultado de la dialéctica de dos principios opuestos y, de alguna manera, coordinados: el derecho y la autonomía, un polo institucional y uno antiinstitucional o anarquista –o, para usar sus palabras, se trata de los seres humanos y los instrumentos históricos. Esto es evidente en el lenguaje: una lengua viva es el resultado de la relación armónica entre espontaneidad (el “habla materna” de Dante) y la regla (la lengua “gramática” de Dante). Me parece que hoy esta dialéctica habita en todas partes –tanto en la lengua como en las relaciones sociales– distorsionada o rota.
Usted escribió: “la voluntad actúa como un instrumento cuyo propósito es que sea manejable todo aquello que el hombre puede hacer”. ¿También la voluntad es una alternativa para escapar?
En el libro he tratado precisamente de mostrar que el concepto de voluntad (casi desconocido para el mundo antiguo) es el instrumento a través del cual la teología cristiana ha querido fundar la idea de que una acción es libre y responsable y, por tanto, imputable a un sujeto: se trata del “libre albedrío”, que define la acción humana no menos que la divina (el Dios cristiano no actúa por necesidad, como el dios de Aristóteles, sino por arbitrium voluntatis). La voluntad es el misterio insondable que está en la base de ese concepto de acción legalmente sancionable (el crimen-karma), sin el cual la ética y la política moderna colapsarían. Si el hombre antiguo es un hombre que puede, el hombre moderno, en cambio, es un hombre que quiere. En mi libro, la crítica de la primacía del concepto de acción va, por tanto, de la mano de una crítica del concepto de voluntad. Siempre me ha sorprendido que, desde Aristóteles hasta Hannah Arendt, la idea de la acción siempre ha permanecido inmutable en el centro de la tradición occidental.
No sé si lo he conseguido, pero he intentado trasladar el lugar de la ética y de la política a otro espacio.
Nos detuvimos entre la evolución de “el hombre que puede” y “el hombre que quiere”. Marina Tsvietáieva señalaba el “no puedo” como la superación de todos nuestros “no quiero”, como la alteración de todos nuestros deseos. ¿Cuál es hoy la relación entre la voluntad y el poder?
Le responderé con las palabras de otra gran poeta rusa. Anna Ajmátova cuenta que, durante los años de la persecución, hizo fila por meses en la cárcel de Leningrado donde estaba su hijo, y un día una mujer la reconoció y le preguntó: “¿Puede narrar esto?”. La poetisa calló por un instante y luego, sin saber cómo y por qué, oyó salir la respuesta de sus labios: “Sí, yo puedo”. ¿Qué quiso decir con eso? No tenía el talento o el dominio de la lengua para narrar todo lo que quería decir. Ese “yo puedo” no se refería a ninguna certeza o habilidad, y sin embargo la comprometía y ponía íntegramente en juego. Es algo como lo que Spinoza tenía en mente cuando define la contemplación de lo que se puede hacer como la mayor alegría accesible para un hombre. Por eso la transformación cristiana y moderna del poder en voluntad me parece perjudicial.
En Física estadística Landau observa: “Si de repente el pisapapeles hace un salto, usted pensará que debió ocurrir un error. Si se repite, se pondrá a indagar la causa que sacó este cuerpo del estado de quietud. Por lo tanto, es lógico considerar racional el punto de vista acerca de que los cuerpos en reposo no se mueven sin la intervención de una fuerza”. ¿Es racional pensar que los cuerpos humanos no se mueven y no realizan acciones sin la intervención de un fin?
En el libro, la crítica del fin es inseparable a la de la acción. Una de las premisas a la que estamos acostumbrados es dar por hecho que cada acción está dirigida a un fin y que ese fin es el bien que necesariamente el agente se propone todo el tiempo. De este modo, puesto que el fin se concibe como algo trascendente o de algún modo externo, el bien se separa del hombre. ¡Cómo me parece más aceptable la idea epicúrea según la cual ningún órgano del cuerpo humano fue creado con vistas a un fin y que cada cosa que nace genera en la práctica su bienestar! A fuerza de gesticular, la mano encuentra su placer y su destino; el ojo, a fuerza de ver, se enamora de la visión; y las piernas, andando a tientas, descubren el paseo. Por lo demás, es lo que vemos ocurrir en los niños y en lo que nos sugieren las artes como la danza, que no tienen otro fin que la pura exhibición de un movimiento, de lo que un cuerpo es capaz de hacer. Por eso he tratado de sustituir el paradigma de la acción dirigida a un fin por el del gesto sustraído de toda finalidad.
Un filósofo dijo que definir los objetivos es el momento poético del pensamiento. ¿Cómo definiría el fin?
Le daré una respuesta zen y al mismo tiempo estoica: el fin es lo que se alcanza sólo con la condición de no lograrlo nunca.
Si “actúa contra la ley, sólo se hace aquello que la ley prohíbe” y si “no existe pena sin culpa”, ¿qué nació primero, la culpa, la ley o la sanción?
Como Pablo había comprendido (“la ley llegó porque abunda la culpa”), todo jurista inteligente sabe que el principio según el cual “no hay castigo sin culpa” en realidad va en sentido opuesto a aquel que afirma que “no hay culpa sin castigo”. “No hay castigo sin culpa” significa que el castigo sólo puede ser impuesto como consecuencia de un acto determinado, pero la culpa sólo existe en virtud de la pena que la sanciona. La sanción no es accesoria a la ley: la ley consiste esencialmente en la sanción.
En El nombre de la rosa Eco narra que nunca logramos conectar con el volumen relativo a la comedia de Aristóteles porque se trata de la alegría y la alegría produce desorden. En Karman usted (como antes Guillermo de Baskerville) lo deduce del volumen sobre la tragedia y asume también que Aristóteles nunca lo escribió para hacerle una crítica a Platón. ¿A qué se refiere?
En Grecia el concepto del acto de culpabilidad se desarrolló por primera vez a través de una reflexión sobre el héroe trágico. Es lo que hace Aristóteles –en la Poética– cuando escribe que la felicidad consiste en la acción y que en la tragedia los hombres actúan no para imitar comportamientos, sino que asumen libremente su personaje a través de las acciones. Aunque Aristóteles no culminó su tratado de la comedia, podemos deducir, en cambio, que el personaje cómico actúa para reproducir su naturaleza y por esto mismo sus acciones nunca pueden ser imputadas como una culpa. Platón, que no tenía bajo la almohada las tragedias, sino los mimos de Sofrón, hace decir a su héroe antitrágico, Sócrates, que “nadie hace el mal voluntariamente”, lo que implica la imposibilidad de la tragedia.
La filosofía se interesa ante todo por el ser, pero el ser surge inmediatamente con sus “cualidades”: posibilidad, contingencia y necesidad. Usted señala que es imprescindible reflexionar sobre el uso que la filosofía hace de las categorías determinadas: “puedo”, “quiero”, “debo”. Seguramente me estoy internando en un camino arriesgado. El lenguaje de la política, adhiriéndose (a veces incluso en las formas) al de la televisión, ha suprimido progresivamente las subordinaciones y las “cualidades” del habla: ya sea configuradas, temporales o causales. Sin estas “cualidades” nos vemos obligados a hablar (y actuar) sin consecuencias. ¿Hay alguna manera de mantener la complejidad del lenguaje y no permanecer cerrados en el presente indicativo (y televisivo) de estar en el mundo?
Si su pregunta es de orden poético-literaria, entonces le respondo con los últimos poemas de Hölderlin, donde los vínculos sintácticos son eliminados y suprimidos, y los nombres parecen sobrevivir en el verso únicamente en aislamiento (incluso, en ocasiones, en una sola partícula: aber, que significa “pero”). Hay en la poesía una tradición, desde Arnaut Daniel hasta Mallarmé, que tiende obstinadamente no a la frase, sino al nombre –de hecho, quizá en un análisis final, cada poema no es más que una tensión hacia el nombre, que, por determinación, es sustraído de toda articulación normativa. Si su pregunta es de orden ético-político, le respondería entonces que se trata de deshacer el vínculo perverso entre los tres verbos arquetipos que Kant puso en el fundamento de su ética: “se debe poder querer”. Esta frase monstruosa condensa la parodia acerca de los instrumentos que mi libro intenta desactivar.
En la cuarta de forros se lee: “Giorgio Agamben enseñó Filosofía teórica (…) Fue visiting professor…”. ¿Qué tal si le pido una cita biográfica en tiempo presente?
Le respondería al modo de Spinoza: “contempla lo que puede y no puede hacer”. Siempre me gustó la maravillosa consigna de Van Eyck: “Als ich kann”, es decir, “hago lo que puedo”. Conocer los propios límites significa conocer la dimensión de la propia potencia y de la propia impotencia.
Traducción del italiano de Roberto Bernal
La entrada Giorgio Agamben: la acción, la culpa y el gesto se publicó primero en La Tempestad.
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