miércoles, 27 de octubre de 2021

El retorno de los amos

Cualquier lector-espectador de ciencia ficción sabe que los relatos del género se sitúan en el futuro para hablar de los conflictos del presente. De ahí proviene, al menos en los casos que importan, su capacidad crítica. ¿Qué pensar, entonces, de que un producto de entretenimiento ferozmente presentista tenga más que decir de la actualidad que las últimas superproducciones hollywoodenses ambientadas en planetas y tiempos distantes? A El juego del calamar se la puede acusar de muchas cosas, pero no de errar el blanco. Identifica con precisión el instrumento de control de nuestro tiempo financiarizado: la deuda. Por su parte, la serie Fundación y la película Duna nos transportan a futuros lejanos para hablar del pasado; detrás de avanzadas tecnologías que vuelven rutinarios los viajes en el espacio no hay más que monarquías, religiones y ejércitos. Y bueno, alguna historia de amor.

Hwang Dong-hyuk ha escrito y dirigido la serie más exitosa en la historia de Netflix. El juego del calamar es un producto cruelmente adictivo, que se consume con placer culpable mientras la pantalla se puebla de cadáveres. Pese a su sordidez, el núcleo de la ficción es fundamentalmente crítico en tanto plantea la disyuntiva del sujeto neoliberal: endeudarse o morir. Que esta situación se postule desde Corea del Sur, un país que nuestros opinadores citan como ejemplo de éxito cuando se trata de defender las virtudes de la competitividad, es bastante significativo. El juego del calamar da doblemente en el blanco, pues señala el carácter abiertamente fascista de una sociedad que, ante el mandato del goce, no tiene otro horizonte que la obtención de dinero… a costa de la vida de los otros. Pese a lo que suele pensarse, el poder contemporáneo actúa menos sobre el cuerpo que sobre las posibilidades de acción, y los personajes de la serie se sacrifican voluntariamente por la improbable obtención de millones de wones que los arranquen de una vida más desoladora que la muerte.

Después de Matrix, que al menos supo llevar al gran público el imaginario de autores como Philip K. Dick o William Gibson, las producciones audiovisuales de la ciencia ficción han vuelto su mirada a novelas clásicas del género que, recombinadas hasta la náusea en productos como Star Wars, tienen poco que decirnos a estas alturas. Descartada cualquier posibilidad de una adaptación de, por ejemplo, Cismatrix de Bruce Sterling, y ante la aparente erosión imaginativa de los guionistas de la industria, Fundación y Duna, basadas en las novelas de Isaac Asimov y Frank Herbert, son tan predecibles como una partitura de Hans Zimmer. De la serie de Apple TV+ creada por David S. Goyer y Josh Friedman no era prudente esperar demasiado, pero a la nueva cinta de Denis Villeneuve la envolvía un aire de promesa. Al final, su artesanado no ha sido suficiente para acercarla a su modelo: esta Lawrence de Arabia tenebrista es incapaz de dotar de nuevos significados al mesianismo de la saga de Herbert.

El juego del calamar no necesita viajar a territorios o tiempos remotos para señalar, pese a sus dudosas soluciones estilísticas, al monarca de nuestro tiempo: un cerdo orwelliano-pinkfloydiano de acrílico, lleno de billetes. Veremos si en su segunda temporada es capaz de retratar algo distinto al egoísmo criminal. Fundación y Duna nos llevan a otras eras y galaxias ¿para decirnos qué? Sus tenues ansiedades ecológicas no logran articular razones para que nos convenzamos de que, dentro de varios milenios, la monarquía será la forma de organización política inevitable. Son trabajos futuristas con un bochornoso ánimo nostálgico.

Ya que hablamos de chanchos, mencionemos una película con auténtico potencial emancipatorio, a diferencia de los productos audiovisuales que nos ocupan: Babe, el cerdito valiente. La fábula de George Miller y Chris Noonan no imagina el retorno de los amos sino las posibilidades del apoyo mutuo y el entusiasmo. Me vino a la mente luego de leer las últimas líneas que escribió Mark Fisher: “debemos analizar cuidadosamente toda la maquinaria que desplegó el capital para transformar la confianza en abatimiento. Entender cómo funcionó este proceso de la conciencia es el primer paso para revertirlo”.

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