miércoles, 13 de octubre de 2021

César Aira: lo nuevo contra lo bueno

Prefiero lo nuevo a lo bueno”, declaró César Aira en una entrevista. Lo bueno, abundó, es “lo trillado, lo normalizado, lo que ya sabemos”. ¿Qué define entonces a lo nuevo, lo que “aún no tiene nombre”? En un ensayo de 1993 escribió, a partir de Baudelaire, un argumento que repetiría en Cumpleaños (2001): a lo nuevo no se lo busca, se lo encuentra. El hallazgo, no del todo individual, no del todo voluntario, ocurre una vez que se accede a lo desconocido, al territorio abierto por el hastío ante lo viejo (lo bueno). En sus términos, Aira coincide con Boris Groys, quien escribió en Sobre lo nuevo (1992) que la innovación “no opera con las cosas mismas, sino con las jerarquías culturales y los valores”. Una transmutación nietzscheana, en suma.

En este razonamiento lo nuevo es la irrupción de lo profano (lo trivial, si se quiere) en el espacio de lo que ha sido sancionado como valioso. Lo bueno, producido en la observancia del canon, no tiene posibilidades de inscribirse en la memoria de las artes, pues reproduce tautológicamente la tradición; lo nuevo, en cambio, es un acto que, al desplazar la frontera entre lo valorizado y lo banal, garantiza la entrada en el archivo cultural. Cuando Duchamp presentó su Fuente en la exposición de la Sociedad de Artistas de Nueva York, en 1917, no hizo más que volver transparente la lógica de la innovación, al menos en el contexto moderno: la aparición de lo otro, de una nueva verdad.

Este preámbulo permite comprender mejor el dilema que plantea al lector la obra proliferante de César Aira: ¿estamos frente a una de las poéticas más radicales de la literatura contemporánea o todo es un malentendido? Si resulta difícil asumir cualquiera de las dos premisas es porque no son excluyentes: como continuo de escritura, su proyecto aspira a lo informe, lo que no puede ser valorizado según el juicio estético tradicional (la idea es de Graciela Speranza); pero si uno se detiene en libros específicos la experiencia de lectura es extremadamente variable, oscilando entre páginas de perfección quimérica y boutades insufribles. ¿Qué leemos cuando leemos a Aira? Sus relatos no surgen de una meditada estrategia narrativa; nacen, más bien, de un frenesí de escritura. Es como si sus libros fueran apenas el registro del funcionamiento de una máquina.

En Continuación de ideas diversas (2014) imagina un software que descodifica caracteres escritos al azar en la computadora: “El texto resultante tenía sentido, dado que el programa elegía, entre los miles de millones de posibilidades, la que diera el sentido más coherente a todo”. Glosar las tramas de Aira es un esfuerzo vano, porque en muchos casos son banales, la mera consecuencia de su “felicidad improvisatoria”. Tomemos, por ejemplo, El congreso de literatura (1997). Trata de un escritor e inventor llamado César que, durante un evento literario en Caracas, revela al lector su siniestro plan: poblar el mundo con clones de Carlos Fuentes. El desenlace de un argumento semejante es, como puede imaginarse, esperpéntico: como para salir del paso, la capital venezolana es destruida finalmente por un ejército de gigantescos gusanos azules. Pero afirmar que en este y en otros casos Aira malogra el final es no decir mucho de su escritura, ese continuo “inasimilable e irreductible” (Speranza). “Los grandes artistas del siglo XX no son los que hicieron obra, sino los que inventaron procedimientos para que las obras se hicieran solas, o no se hicieran. ¿Para qué necesitamos obras? ¿Quién quiere otra novela, otro cuadro, otra sinfonía? ¡Como si no hubiera bastantes ya!” (“La nueva escritura”, 1998).

¿Una literatura procesual, entonces? El aparente desinterés en los aspectos formales de la escritura, la neutralidad estilística, la preeminencia del material sobre la estructura, de la producción sobre la creación, tienen un componente estratégico:

Como tantos, yo hice de la necesidad virtud, y de esa falta de estilo mi estilo. Igual que el tiempo, el concepto de estilo es un continuo que lo cubre todo, hasta sus propias negaciones. Así es como llegué a ser un escritor conocido y celebrado. No habría podido hacerlo de otro modo, porque si hubiera querido ser como los demás habría tenido demasiada competencia, y casi todos lo habrían hecho mejor que yo.

Este pasaje de Cumpleaños explica el modo en que la obra de César Aira pasó de la composición de novelas de marcada voluntad estilística –de Moreira (1975) a Embalse (1992), digamos, aunque es difícil establecer fronteras claras– a la escritura de “novelitas” que suman capítulos de una Enciclopedia, el gran proyecto aireano. El carácter profanatorio de su poética, sin embargo, estaba presente ya en libros como La liebre (1991), que se las ve con la gauchesca para disolverla, como harán sus innumerables relatos con el resto de los géneros, a los que usan pero nunca poseen. Tal es la lección de su maestro Osvaldo Lamborghini, la creación de condiciones para que irrumpa lo informe como vía profanatoria: una literatura emancipada de la estética, donde el estilo sólo puede ser entendido como síntoma de agotamiento, donde la tarea es lograr que la narración deje de parecerse a algo (como querían Leiris y Bataille en su definición de lo informe).

Aquí son útiles las nociones que Reinaldo Laddaga ha ofrecido sobre el relato aireano: “una forma mínima y frágil, de bordes inciertos”, “secuencias narrativas que admiten mejor ser comparadas con ‘melodías tonales inarmónicas’ que con secuencias melódicas más o menos regulares” (Espectáculos de realidad, 2007). En algo Aira se parece a otros narradores contemporáneos, sin embargo: en la incrustación de pasajes ensayísticos dentro de la narración. En sus digresiones, esas fugas del relato que lo disparan hacia la reflexión pura, el magma informe de la prosa arroja fragmentos de una teoría literaria que rehuye la sistematización:

Vale decir que es de vanguardia todo arte que permite la reconstrucción de las circunstancias reales de las que nació. Mientras que la obra de arte convencional tematiza la causa y el efecto, y con ello se cierra alucinatoriamente sobre sí misma, la obra vanguardista queda abierta a sus condiciones de existencia.

En estas líneas de Varamo (2002), como en otros relatos y en muchos de sus ensayos, Aira se mantiene fiel a la causa vanguardista, a la que concibe en términos no tanto históricos como procedimentales, la búsqueda de prácticas que generen condiciones para lo nuevo. No hay, por tanto, Airas buenos y malos, pues como textos de avanzada son meros restos de un acto, detritos de la verdadera obra: el escritor que no para de fabular. Leemos en Copi (1991): “No importa que la obra exista o no”; y después: “El arte no es importante, ni siquiera es necesario; por el contrario, oscila en el borde del no ser, y las más de las veces, cuando más grande es, se esfuma”. ¿Se entiende ahora la sensación de ligereza que transmiten libros como Los fantasmas (1990) o Las aventuras de Barbaverde (2008; la novela más extensa del corpus aireano)? Algo se evapora, inasible, desprendiendo la sensación de libertad.

La entrada César Aira: lo nuevo contra lo bueno se publicó primero en La Tempestad.



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