Unos días atrás una escritora aludía al supuesto carácter polémico de algunos de los artículos que escribo en ocasiones cuando me preguntó por qué me meto “donde nadie me manda” y “qué gano” con ello. No lo hacía por animosidad (somos viejos amigos, de hecho, somos del tipo de amigos que se han bañado tantas veces en las aguas del reproche y el malentendido que ya se entienden con una mirada), sino porque sentía una curiosidad genuina, además de tener la convicción de que no es conveniente desafiar a la opinión mayoritaria. En sus palabras, de que “no vale la pena” hacerlo.
Naturalmente, desde su punto de vista, mi amiga tenía razón: poner en cuestión ciertas ideas mayoritarias tiende a provocar la incomodidad del lector, que reacciona airadamente. Y la de casi cualquier otra persona incluyendo la que realiza el cuestionamiento. La creencia errónea de que todo el mundo tiene todo para decir sobre todos los temas, que está en el fondo de la (supuesta) revolución democratizadora de la red, la descontextualización inevitable de cualquier argumento expresado en ella, la compulsión a opinar, a dejar caer la “palabra definitiva” sobre lo que sucede, que nos embarga a todos en un momento u otro del día, hacen el resto. Y hay escritores que evitan incomodar al lector para no verse obligados a transitar por la selva impenetrable de tergiversaciones y conflictos que siempre ha constituido el tono general de las relaciones entre autores y lectores; no son muy distintos de quienes, por su parte, insultan al lector para llamar su atención: en uno y otro caso, la “reputación digital” se concibe como parte del “valor de marca”.
Pero hay otro tipo de escritores, que aceptan a regañadientes un porcentaje de conflicto si a cambio se les sigue permitiendo continuar expresando lo que “han venido a decir”. Y a mí me gusta pensar en mí como uno de ellos, entre otras cosas porque la convicción de tener algo para decir estaba allí incluso antes de que supiese bien qué era ese “algo” y mucho antes de que hubiera alguien que desease escucharlo: ahora que sí hay algunos lectores que tienen cierto interés por escuchar lo que tengo para decir, y argumentar en su favor o en su contra, pero incorporando la posibilidad del diálogo, es decir, de un tipo de comunicación que resulte enriquecedor para todas las partes que intervienen en ella, dejar de decir lo que creo que tengo para decir sería una tontería, una deslealtad para con los lectores, un desperdicio del tiempo y del talento que mis maestros pusieron en formarme, a menudo sin siquiera ser del todo conscientes de ello, una concesión innecesaria (por fin) a un tipo de literatura basado en las simpatías mutuas y en una política que crea, al mismo tiempo, buenos vecinos y pésimos escritores y está en el fondo del estado actual de la cosa literaria, en el que la crítica (entusiasta, exagerada, falta de memoria, celebratoria del libro como mercancía y de la literatura como mercado) es superflua y en ocasiones contraproducente.
Una razón más para continuar haciendo esto (y quisiera que esa razón fuese mi respuesta demorada a la pregunta de mi amiga escritora, una manifestación más de ese esprit de l’escalier que a algunos nos asalta a veces) es que, para mí al igual que para algunos lectores, ese lugar donde nadie nos manda es precisamente la literatura, un lugar sin jerarquías en el que la escritura de una obra valiosa, es decir, una obra que tenga verdad y sentido (y que arroje una luz siquiera pálida y breve sobre las oscuridades programadas del mercado, el nacionalismo y las ideas de país y de género y de raza) es mucho más importante que la simpatía o la popularidad.
Quienes crecimos bajo una dictadura sabemos de qué hablamos, incluso aunque lo olvidemos a menudo: para todos nosotros, la literatura fue durante largos años un país imaginario en el que refugiarnos, un sitio donde no existían los mandatos que emanaban de unos padres llenos de terror y unos maestros cómplices de la imbecilidad y la maldad insondables de unos militares que quemaban libros y torturaban y asesinaban (también) a escritores no necesariamente por lo que habían escrito, sino por el hecho mismo de escribir, por temor a los efectos que puede producir en una sociedad recluida la literatura que intenta ser libre.
Un día de 1985, en la biblioteca pública en la que comencé a leer (la Vigil, que encarnó uno de los proyectos culturales más ambiciosos de la Argentina de las décadas de 1960 y 1970), descubrí un sitio donde había puertas rotas a culatazos y agujeros de bala en las paredes; cuando pregunté a las bibliotecarias al respecto me contaron que, tras el golpe de Estado de marzo de 1976, los militares habían entrado violentamente y habían expurgado los fondos, robando de paso todo lo que habían encontrado de valor. Nadie me había pedido que penetrara en esos pasillos pero allí estaba yo, a los nueve años de edad, confrontado con los testimonios de una violencia de la que mis padres y yo escapamos por los pelos. Y aún hoy pienso a menudo en ellos, en los restos de un asalto violentísimo a una institución que se limitaba a enseñar y a poner los libros a disposición de quienes, como yo, no podían comprarlos, y creo que esos testimonios materiales de un furor nunca del todo superado en ninguna sociedad eran la prueba de la peligrosidad de la verdadera literatura, el sitio adonde nadie me manda pero al que trato de regresar periódicamente.
Volví a esa biblioteca hace dos o tres semanas, por alguna razón. Una bibliotecaria joven me contó que empleados y allegados de la biblioteca salvaron algunos libros poco antes de que se produjera el asalto de los militares; los salvaron ocultándolos en sus casas aún a riesgo de su vida. Y la bibliotecaria me mostró la sala donde habían estado reuniéndolos después de que la dictadura terminara: había libros de Rodolfo Walsh, Francisco Urondo y Haroldo Conti, tres escritores asesinados por la dictadura, pero también de otros escritores (y escritoras) que no perdieron la vida pero tuvieron que marcharse a iniciar vidas incompletas en países no del todo hospitalarios y a cavilar durante años acerca de lo que fue y de lo que pudo haber sido. Ninguno de ellos se entregó, creo: ninguno intentó agradar nunca, ni cortejar a sus lectores más allá de lo estrictamente necesario. No se rindieron. Y yo pensé en ese momento, tantos años después, que valía la pena seguir metiéndome donde nadie me manda si a cambio podía dejar testimonio de la valentía de aquellos hombres y mujeres que me habían enseñado a leer y me convirtieron en un eslabón más de una cadena de una literatura que no prescribe pero tampoco olvida. No es ganancia personal, sino un intento de restitución de dignidades y resistencias que algunos parecen haber olvidado, deliberadamente.
Publicado originalmente en El Boomeran(g), septiembre de 2010
La entrada Donde nadie nos manda se publicó primero en La Tempestad.
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