Aunque quizá ningún libro de historia británica lo registre con esas palabras, el verano de 1962 en Londres fue una vuelta sin retorno para la cultura popular del imperio moribundo. Por los mismos días en que la Commonwealth firmaba el acta que limitaba la migración de ciudadanos de sus antiguas colonias –un largo proceso de aislamiento que recién culminó en el Brexit–, The Rolling Stones debutaban el 12 de julio en el Marquee Club y The Beatles entraban por primera vez a Abbey Road y daban su primer concierto con un nuevo baterista, Ringo Starr, en un localito diminuto de Merseyside. En medio de todo ello, como fichas de dominó entre agosto y diciembre, Tanzania, Uganda, Trinidad y Tobago y Jamaica lograron su independencia. El Reino Unido, menos unido que en los dos siglos anteriores, se agitaba entre convulsiones agónicas del pasado y otras premonitorias del futuro.
Las dos películas más vistas y reseñadas de aquel año en Gran Bretaña resumen, cada una a su modo, la intensidad de esas tensiones: Lawrence de Arabia, de David Lean, un fresco elegíaco y romántico sobre la nobleza del imperio que desmoronaba, y Dr. No, de Terence Young, primera entrega producida por Albert R. Broccoli sobre el personaje creado por el aristócrata y ex agente del servicio secreto Ian Fleming. Mientras la épica de Lean ofrecía un canto de cisne a la sociedad británica acerca de “lo que fuimos”, el James Bond de Sean Connery encarnaba una versión cínica, sofisticada, canalla y adinerada del héroe victoriano en una variante sexualizada. Así, lo que ofrecía frente a Lean era “lo que deberíamos seguir siendo” en el Londres que estaba canjeando a los héroes de Dickens por Mick Jagger.
El novelista moriría dos años después del estreno de Dr. No, sin saber que James Bond, su espía sibarita de frac, posguerra y cigarrera vivía para convertirse en un hombre alfa de acción y Guerra Fría, gadgets y licencia para matar que actuaba de espaldas a la creciente contracultura. En la década en que The Beatles se dejaban crecer el pelo y el reggae antillano se expandía desde el sur precarizado de Londres, Bond se mantenía no sólo al servicio secreto de Su Majestad, sino de una versión propia de la ética y el statu quo que Fleming había creado a su medida, como uno más de sus fracs impecables.
En tanto cuna histórica del voluntarismo individual, sólo en Gran Bretaña podrían cultivarse los mejores ejemplos de individuos pragmáticos que hacen lo necesario para resolver lo indescifrable, más allá de instituciones, diplomacias o politiquerías. Antes de James Bond estuvo la estirpe victoriana de detectives privados que incluye al padre Brown de Chesterton, Hercule Poirot y Miss Marple, de Agatha Christie, los personajes de Wilkie Collins y, por encima de todos, a Sherlock Holmes. Todos ellos, ciudadanos orgullosos y cultivados de la metrópoli imperial, tenían como campo de acción los entornos domésticos. Con frecuencia, los casos a resolver involucraban pasiones a puerta cerrada, asesinatos por motivos personales o rencillas familiares.
Bond, al igual que sus compatriotas imaginados por John Le Carré, Graham Greene, Joseph Conrad o Alfred Hitchcock, es una creatura de la posguerra internacional que actúa en la sombra, por encima de pasaportes, soberanías, aduanas o mecanismos de justicia; su jurisdicción es global e irrestricta pero, al mismo tiempo, for your eyes only, en tanto la licencia para matar, indicada por el doble cero de su código clave, parece no tener caducidad. Como síntoma de la nostalgia británica por el orden unipolar, en el cual Reino Unido guiaba a Occidente en una constante lucha contra la otredad cultural, la franquicia Bond es hábil al jugar al gatopardismo, cambiando lo que sea necesario para que todo siga siendo lo que era.
Frente a ello, uno de los cambios más frescos aportados a la nueva franquicia reiniciada por Daniel Craig en Casino Royale (Martin Campbell, 2006) fueron las narrativas centradas en Bond como personaje en desarrollo y no como mero instrumento geopolítico, cuyos enemigos solían provenir de la órbita socialista o de rencorosas ex colonias británicas en Asia (Sólo se vive dos veces, 1967), el Caribe (Vive y deja morir, 1973) o la India (Octopussy, 1983). En el camino que va de Casino Royale a Sin tiempo para morir (Cary Joji Fukunaga, 2021) se construye, no sin humor, un personaje que se permite ironizar sobre sí mismo y ensaya nuevas facetas: se casa y enviuda, piensa en el retiro, confiesa conflictos edípicos y de abandono filial en la infancia para, finalmente, llorar mientras M(ommy) muere en sus brazos. ¿Cómo entender a un personaje como este nuevo Bond en 2021, cuando la Guerra Fría parece ser a la vez recuerdo lejano y obsesión permanente? ¿Qué tan secreto puede ser un agente secreto en un entorno de conectividad extrema y nuevas masculinidades, en el cual puedes esconderte de la organización Spectre pero no del localizador de Google Maps?
En la película de Fukunaga existen fuertes notas de nostalgia y resignación por el envejecimiento de Bond y todo aquello que encarnó durante el siglo XX: una masculinidad férrea, dominante, misógina y autosuficiente; dominio geopolítico anglosajón, innovación tecnológica y el ideal de la elegancia aristocrática como método probado para alcanzar la paz mundial. Sin tiempo para morir intenta, no siempre con éxito, ironizar con timidez sobre todo ello, al tiempo que nos arrastra a una Cuba siniestra, con aroma prerrevolucionario, para enfrentar a un científico traidor con bigote moscovita y marcado acento eslavo. Desde Rusia, sin amor.
La anacronía pretende ser nostálgica, pero termina por ser confusa. Siendo la primera cinta de la franquicia producida a la luz del dramático Brexit y estrenada en la resaca de la pandemia global, Sin tiempo para morir lucha más que el propio Bond para adaptarse a la época que la rodea, que claramente ya no le pertenece. Quizá, después de todo, la clave esté en el título: para el mito James Bond quizá haya llegado, finalmente, el tiempo para morir.
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