miércoles, 1 de septiembre de 2021

Espectros de Juan O’Gorman

Lo que uno encuentra en O’Gorman O’Gorman 1905-1982 son, sobre todo, espectros. No porque la muestra carezca de obras originales, lo mismo dibujos y planos de Juan O’Gorman que piezas creadas ex profeso por otros creadores, sino porque la figura del arquitecto y pintor mexicano tiene algo de hauntológica, de futuro que no tuvo lugar. Yo mismo escribí una nouvelle tratando de aprehenderlo, pero para ello tuve que volverlo íntegramente otro, un doble escrito. La radicalidad de O’Gorman es múltiple, y cada nueva oportunidad de acercarse a su trabajo revela aristas secretas, potencias dormidas. Un tema se impone al recorrer la exposición de la Casa de la Cultura de Azcapotzalco: de filiación inicialmente vanguardista, la obra del artista se orientó con los años al encuentro con lo popular, al rechazo de cualquier asomo de elitismo.

La pequeña y modesta Biblioteca Pública Bartolomé de las Casas cobija, casi como si no tuviera que ver con ella, el primer mural de O’Gorman, Paisaje de Azcapotzalco, iniciado en 1926 y probablemente terminado en 1932. Es la sorprendente síntesis anticipatoria de la obra de su autor: rabiosamente moderna y, en paralelo, llena de fantasías surreal-nacionalistas. André Malraux no pudo ni quiso entenderlo en su visita al Castillo de Chapultepec en 1960, cuando exclamó ante el Retablo de la Independencia: “¡Pero es un calendario!”. Se dice que ofendió al autor, pero sospecho que este desaire no hizo más que reforzar su idea de que el verdadero arte es expresión popular.

Juan O’Gorman es uno de los artistas más complejos y contradictorios del siglo XX mexicano, y la muestra chintolola captura fielmente ese aspecto, aquello que Toyo Ito detectó mejor que nadie cuando, al conocer los pormenores de sus últimos años, imaginó “lo que debió haber sufrido a causa de su búsqueda pura de la modernidad y la inescapable contradicción que esto acarreaba para él”. México o la experiencia traumática de la modernidad.

Además de proyectar la inquietante película de Alfredo Robert, Como una pintura nos iremos borrando (1987), O’Gorman O’Gorman 1905-1982 alterna fotografías, dibujos originales y, elocuentemente, la forma en que algunos artistas recientes han lidiado con sus espectros. Me detengo en tres trabajos: Santiago de la Puente traduce los principios de las casas de Frida y Diego a un modelo de puesto callejero; Sandra Valenzuela convierte a O’Gorman en un irrefutable pionero del meme; Daniel Díaz Monterrubio y Héctor Ramírez identifican en los letreros de las escuelas públicas de 1932 una singular “integración plástica” entre funcionalismo y rotulismo. En O’Gorman, insisto, todo es potencia, anuncio de porvenir, y al mismo tiempo invocación de temblores y ruinas. Graciela Speranza ha visto en su mural de Pátzcuaro, Historia de Michoacán (1941-42), un anticipo de la sobrecarga digital de la que participa cierto arte contemporáneo.

Juan O’Gorman se suicidó cuando dedujo que no viviría en plenitud el tiempo que le quedaba. Pero antes construyó una casa-cueva, un refugio que no pudo ser definitivo, y compuso, con un estilo irrepetible e inasimilable, una serie de cuadros que muestran el legado del capitalismo industrial. Dejó la arquitectura funcionalista porque, en su búsqueda desesperada de pureza, la identificó como práctica comercial antes que emancipatoria, y a partir de los años cuarenta trabajó en lo que hoy podríamos caracterizar como paisajes del Capitaloceno: fábricas fúnebres que pueblan de veneno el agua, la tierra y el aire, “neofascismo imperialista” (Maurizio Lazzarato asentiría) que avanza con su máquina de guerra. Juan O’Gorman es un productivo enigma, y no parece haber mejor lugar para ser asediado por sus espectros que Azcapotzalco.

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