jueves, 9 de septiembre de 2021

El campesino y el obrero

Discurso pronunciado con motivo de la concesión del Premio Nonino, entregado el 27 de enero de 2018 en la destilería Ronchi de Percoto (Údine, Italia). El traductor, Roberto Bernal, agradece a la señora Agnese y al filósofo Giorgio Agamben la amable autorización para traducir y publicar el presente texto.

A pesar de mi desconfianza por los premios y los castigos, acepté recibir el Premio Nonino por la sencilla razón de que en su estatuto se propone explícitamente la “valorización de la sociedad campesina”. Sobre estas dos palabras, “sociedad campesina”, quisiera reflexionar con ustedes. Porque, aunque algo de ella continúa viva, sabemos que la comunidad campesina ya no existe, pertenece al pasado. En los años en que nací los campesinos seguían siendo la mayor parte de la población italiana, pero mi generación los vio desaparecer progresiva y rápidamente. Esto es algo que no dejará de asombrar a los futuros historiadores: el poco tiempo que nos tomó desaparecer una cultura que, en líneas generales, había permanecido inalterada durante cinco mil años. Y no resulta menos sorprendente la facilidad con la que nos dejamos convencer por los charlatanes del progresismo acerca de que se trataba de un fenómeno ineludible. Sin embargo, eran tan inevitable que, curiosamente, fue necesario ejercer sobre los afectados una violencia sin precedentes.

No me refiero sólo al exterminio de los campesinos en la Unión Soviética, un auténtico genocidio (me gusta recordarlo precisamente hoy, en el mismo Día de la Memoria) que causó el doble o quizá el triple de víctimas con respecto al exterminio de los judíos. Me refiero también a la violencia –porque sin duda fue una forma de violencia, aunque más sutil– que resultó necesaria para desplazar a los pobladores agrícolas del Sur hacia las fábricas del Norte.

Era necesario hacerlo –se nos ha dicho– porque una nueva figura histórica se había asomado a las puertas de la historia y ya habría señalado el curso de los siguientes siglos: el obrero. En 1932 apareció el libro de Ernst Jünger que lleva precisamente este título, El trabajador, un libro que debía ejercer una influencia importante tanto en la derecha como en la izquierda de los grupos políticos europeos. En el centro del libro está la descripción y la hipótesis acerca de esta nueva figura de la modernidad, que debía sustituir a los campesinos (que, a decir verdad, apenas son mencionados por Jünger), a la aristocracia y a la burguesía en el dominio del mundo. Según Jünger toda la modernidad se sitúa bajo su signo: el procedimiento –las palabras son suyas– “no será otro más que el modo en que la figura del obrero movilice al mundo”.

Pues bien: todo esto era falso, absolutamente falso. Esta decisiva figura de la modernidad, que fue exaltada, descrita, representada y celebrada innumerables veces con amor, y también rechazada con odio y desprecio, ha desaparecido con la misma velocidad con la que surgió. Por supuesto, todavía hay obreros, pero el obrero como figura de la modernidad pertenece hoy al pasado, como el campesino al que debía sustituir. No resulta sencillo mencionar cuál es exactamente la figura histórica que tenemos ante nosotros, si el tecnócrata, el científico o algún otro personaje digital más oscuro y del que apenas podemos vislumbrar el rostro; pero ciertamente no se trata del obrero.

Jakobson habló, a propósito del destino trágico de los poetas rusos con el inicio del siglo XX, de “una generación que anuló a sus poetas”: somos ciertamente una generación que borró en pocas décadas un antiquísimo patrimonio y no sabe bien con qué sustituirlo. Quisiera concluir, entonces, con las palabras de un autor que escribió el testimonio más extraordinario acerca del fin de la civilización campesina: Carlo Levi. Que en los mismos años dos judíos turineses homónimos, Carlo Levi y Primo Levi, publicaran los dos libros ciertamente más importantes de la literatura italiana del siglo XX, Cristo se detuvo en Éboli (1945) y Si esto es un hombre (1947), es un hecho sobre el cual no hay que dejar de reflexionar. En la novela El reloj, publicada en 1950 y ambientada en aquellos meses de 1945, en los cuales el gobierno de Ferruccio Parri, emergido de los Comités de Liberación Nacional, cedió para dejar el lugar al desastre político que conocemos y que él vislumbró claramente, Levi propone dividir el mundo en dos clases: los campesinos y los lugareños. Los campesinos son los que “producen las cosas, las aman y se contentan con ellas”. Para Levi los campesinos no son –en sentido estricto– solamente los trabajadores del campo, sino también los productores, los artesanos, los empresarios, los matemáticos, los poetas, las mujeres del hogar; en definitiva, todos aquellos que “hacen las cosas”. El resto son burócratas, administradores, políticos,  intermediarios y mediocres de toda índole, que viven explotando el trabajo y la sabiduría de los campesinos.

“Lo cierto”, escribe proféticamente Levi, “es que la forma misma de nuestros partidos resulta burgués, los métodos de la lucha política y la estructura misma de nuestro Estado están aburguesados”. Creo que Italia nunca existió, excepto, quizás, en los pocos meses o en aquellos dos años, de 1945 a 1947 –hasta las elecciones de 1948, que marcaron el triunfo de la élite–, en los que pareció posible por un momento que los campesinos quitaran por fin de en medio a los políticos. Dedico este premio a los campesinos y no a los burgueses.

Traducción del italiano de Roberto Bernal

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