El silencio alrededor del centenario de nacimiento de Alain Robbe-Grillet abre un espacio para pensar. ¿Será que ni la obra ni las ideas del autor francés interpelan a los lectores y escritores del presente? ¿Ha quedado el Nouveau Roman como un mal recuerdo del siglo XX, ahora que el realismo decimonónico es practicado sin remordimientos? A decir verdad es bastante extraño, porque los autores agrupados en esa etiqueta incluyen a un premio Nobel (Claude Simon) y a inesperadas autoras de best-sellers (Nathalie Sarraute y Marguerite Duras). Luego de las celebraciones por sus ocho décadas, y de la noticia de su muerte unos años después, Robbe-Grillet (el escritor, más que el cineasta) parece estar quedando en el olvido, a diferencia de, por ejemplo, otro nacido en 1922 con quien compartía oficios, Pier Paolo Pasolini.
Pero decía que el silencio abre un espacio, y que ahí se puede pensar. De Robbe-Grillet, que no fue un autor prolífico, se ha traído al castellano buena parte de su obra. Con alguna excepción, su narrativa está traducida de Las gomas (1953) a Reanudación (2001), pero permanece inédito en este paraje idiomático su último gran libro de intervenciones teóricas, Le Voyageur (2001). ¿Novedades en su centenario? Ninguna, ni siquiera reediciones. Entre los lectores más o menos informados, El mirón (1955) sigue apareciendo como el libro de Alain Robbe-Grillet: para unos, es una obra maestra en sus rigurosas descripciones y perplejidades estructurales, en su juego con Edipo rey y la novela policial; para otros, es un monumento “objetivista” al aburrimiento. A estos últimos cabría decirles, citando a Fogwill, que “quizá haya tanta demanda de que en un texto sucedan cosas porque se descuenta que nada sucederá entre el texto y el lector”. Durante los días claustrofóbicos de confinamiento pandémico pensé en esa novela y en los relatos de Instantáneas (1962), en la manera en que la prosa logra volver presentes las cosas y pone el ojo mental en contacto con ellas. ¿Habrá algún ensayo que vincule la ontología orientada a objetos con los primeros libros de Robbe-Grillet? Misterio.
El silencio persiste y tengo una idea del motivo. Lo planteó, a su manera, Juan José Saer cuando celebró la aparición simultánea de Reanudación y Le Voyageur y lanzó algunos reproches al ambiente del momento (hace dos décadas): “En las antípodas de ese rigor, la pretendida inocencia artística que la impostura literaria preconiza en la actualidad no puede tener más que dos causas posibles: en el mejor de los casos, la inepcia; en el peor, el más sórdido comercio”. El nombre de Alain Robbe-Grillet incomoda porque se asocia a una idea de la escritura regida por la máxima exigencia y la radicalidad formal, a la posibilidad de no ser entendido. Los artículos que reunió en Por una nueva novela (1963), que constituyen una suerte de manifiesto, iluminan un período de discusión sobre la historia y los procedimientos del arte narrativo; hoy se debaten –para mantenemos en campo francés– las provocaciones temáticas de Houellebecq. “Hablar del contenido de una novela como de algo independiente de su forma equivale a eliminar al género entero del dominio del arte”, leemos en “Sobre algunas nociones permitidas”, uno de los ensayos en los que Robbe-Grillet buscó problematizar el estatuto de lo humano en la novela moderna y que, al margen de algunas marcas de época, siguen diciendo cosas al lector de hoy.
¿Hay motivos para leer, ahora, libros como Proyecto para una revolución en Nueva York (1970)? De sobra, al menos para quien aún aspira a relacionarse con la literatura, pero citemos uno: la prosa. De desconcertante precisión, capaz de hacernos mirar a través de las palabras, hay en la escritura del francés una cadencia singular. Sus famosas descripciones se sostienen en un ritmo donde reverberan los motivos del relato, y tendrían que entenderse al margen de la lógica referencial: lo que se nos hace ver no es una realidad exterior a la novela, sino el mundo que se está creando ante nuestros ojos. Sus tramas se sitúan en Hong Kong, Nueva York o Berlín, pero no son las ciudades que puede visitar el turista sino construcciones ficcionales que juegan con los tópicos para introducir transgresiones diversas. A un término tan devaluado a estas alturas como provocador Robbe-Grillet lo encarnó a través de la proliferación de imágenes textuales y visuales que minan constantemente las certezas del lector, para involucrarlo activamente en la creación del relato. No fue un proveedor de significados sino un instigador de disensos.
La obra de Alain Robbe-Grillet es incómoda por que nos recuerda, línea por línea, que hay una exigencia en la escritura, al margen de cualquier búsqueda poética específica: rechazar la mediocridad. Para no confundirnos con el término resultan muy útiles las palabras de una personaje de Lectura fácil, de Cristina Morales: “Mediocre no es un corredor que queda el vigesimoctavo en la clasificación, no. Ese puede ser, simplemente, un mal corredor. Mediocre es el ganador de la carrera que en el podio agradece su victoria al banco o a la petrolera que lo patrocina”. Mediocre es el integrado, en suma: el que concibe a su obra y a sí mismo como producto, como mercancía.
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