Es un lugar común decir que el cine comercial es un medio de propaganda. La capacidad de la imagen para transmitir mensajes ha sido aprovechada por los gobiernos casi desde el origen de la industria cinematográfica. En el siglo XXI este elemento no sólo se ha mantenido, sino que se ha diversificado a través de Internet y, en años recientes, en las diferentes plataformas de streaming. Disfrazadas de modas o tendencias, consumimos historias que moldean no sólo nuestra visión del mundo actual sino el futuro. Las distopías, por ejemplo, nos preparan para que adaptemos nuestra imaginación a las coordenadas que se diseñan desde los centros de poder. Ha regresado, en sintonía con los tambores de guerra que suenan en varias partes del mundo, Top Gun, el himno bélico de los años ochenta.
La película india RRR (iniciales de Rise Roar Revolt –levántate, ruge y rebélate– es, además de un fenómeno viral en Netflix, el banderazo de salida de una serie de producciones globales que muestran, sin pudor, una fuerte carga de nacionalismo y de ideología radical detrás de una elaborada pirotecnia. RRR es, hasta el momento, la película más vista en la plataforma rodada en un idioma extranjero (telugu, la lengua con el segundo mayor número de hablantes nativos en la India).
RRR toma como inspiración a Alluri Sitarama Raju y Komaram Bheem, dos personajes reales que lucharon contra la dominación británica a inicios del siglo XX. Es inútil vincular la historia real con lo que presenta S.S. Rajamouli, el director y Rey Midas de Tollywood, la industria cinematográfica en lengua telugu y oriunda de las regiones de Andhra Pradesh y Telangana. El cineasta presenta a los dos héroes indios como indican los cánones: fuertes, decididos y con la habilidad de recuperarse milagrosamente después de estar al borde de la muerte. Luchadores por la misma causa –quitarse de encima el yugo inglés–, ambos pasarán varias pruebas que llevarán al límite su amistad.
Es inútil, en las tres horas del filme, intentar hacer una lectura del marco histórico de Alluri y Komaram, pues al director le interesa construir estereotipos y rodearlos de una parafernalia que incluye altas dosis de escenas en cámara lenta, explosiones, close ups, colores brillantes y bailes estilo Bollywood que, por supuesto, deberían ser nombrados patrimonio intangible de la humanidad. Hay escenas que ruborizarían al mismísimo Rambo: motocicletas blandidas como espadas, acrobacias que niegan la ley de la gravedad, luchas con tigresa mano limpia, curaciones con ungüentos mágicos y, lo mejor de todo, canciones cuyas letras complementan el heroísmo de los pasajes; incluso Komaram Bheem, atrapado por el opresor, sometido a una infernal tanda de latigazos, tiene el tono, la energía y la voz para cantar una melodía que inspira a toda una nación. Para llevar aún más allá el delirio, Alluri Sitarama Raju se transfigura en el dios Rama y, tomando prestado su arco, lanza flechas con granadas para exterminar a los ingleses que quedan.
La poética de RRR es simple: entre más, mejor. Si hay una escena que puede naufragar por su cursilería, el director la lleva al extremo para volverla una parodia. De esta manera, en segundos, pasamos del melodrama a la fiesta o del romance a la batalla. La hipérbole de tres horas que vemos en la pantalla ha sido alabada por los directores más reconocidos del llamado Universo Marvel y no sin razón: el cine indio ha llevado a un nivel impensable décadas enteras de filmes made in Hollywood. Bruce Willis, Sylvester Stallone o Arnold Schwarzenegger pueden acabar con ejércitos enteros para entregarnos la antorcha de la libertad estadounidense, pero quedarían en ridículo intentando los bailes imposibles de los héroes indios y la humanidad que ofrecen al espectador a pesar del concepto estereotipado que los define.
Es interesante una última lectura de RRR y la razón de su éxito, a pesar de no estar hablada e inglés y su aparente condición de outsider. El cine de Hollywood y, recientemente, las superproducciones que abarrotan las plataformas de streaming, se han vuelto productos carentes de cualquier épica o mitología. El caso más emblemático es The Gray Man, película millonaria estelarizada por Ryan Gosling, en la que reciclan, por enésima vez, la historia del espía que se rebela contra el organismo corrupto que lo contrata. Más allá de dilemas éticos, The Gray Man es una muestra de destrucción a escala mayor, frases hechas por un actor robotizado y la sensación de que el guion fue hecho por un algoritmo de baja calidad.
RRR se da el lujo de hechizar al espectador y, al mismo tiempo, soltar con gracia su carga ultranacionalista. Lo que estamos viendo no es, solamente, la lucha de un pueblo por su independencia, sino la idea única de cómo se debe formar un país, una idea que deja fuera a los musulmanes e, incluso, en los minutos finales –cuando se rinde homenaje a los padres libertadores de la India– al mismísimo Gandhi. No es extraño: en tiempos convulsos, la narrativa de paz cede su lugar a la legitimidad de la violencia cuando se busca un fin más alto, un supuesto que se problematiza tímidamente en la película. Esto encaja perfectamente con el gobierno de derecha que ha dominado el país en las últimas décadas y cuyos saldos han denunciado intelectuales como Arundhati Roy. Pero esto es esperable: finalmente el cine taquillero de Asia sigue la narrativa y los intereses de su gobierno y de su élite, así como sucede en todo el mundo, particularmente en Estados Unidos.
La entrada ‘RRR’: el nacionalismo como espectáculo se publicó primero en La Tempestad.
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