miércoles, 3 de agosto de 2022

El verano de Bryan

Con once años cumplidos, Bryan Campos Cortez tiene una claridad más firme y lúcida sobre lo que espera del futuro que la mayoría de hombres a los cuarenta. Jalisciense por nacimiento y vaquero por herencia y afición, sabe bien ciertas cosas que a otros les lleva media vida saber, algunas de ellas prácticas, como lazar las patas del ganado para tumbarlo antes de herrarle el muslo, y otras íntimas, por ejemplo que no todo lo que se aprende está en la escuela o que tener un padre no es lo mismo que quererlo o extrañarlo, y el apellido que le dio puede quitárselo si quiere, pagando la cuota que pida el registro civil. También sabe qué le diría un sicario a alguien antes de dispararle, cómo enfermarse adrede para faltar a clases, qué número de bota calza en cuanto se lo preguntan –una muestra tierna y breve de su independencia– y sabe también que su vida estará siempre en el campo, aunque su mamá asegure que va a ser licenciado.

Temporada de campo (2021; acertadamente traducida a otros mercados como Becoming), primer largometraje de la varias veces cortometrajista Isabel Vaca, es un relato de inocencia y crecimiento tan carismático, honesto y espontáneo que su asimilación a la mirada infantil que toma prestada puede confundirse con naturalismo ingenuo o accidente afortunado. Nada de eso. Sus ajustados 65 minutos de duración –casi los de un mediometraje o un documental televisivo– desarrollan un arco riguroso que dura lo que dura el verano, que Bryan y su mamá pasan en las inmediaciones del rancho ganadero en donde viven sus abuelos. Sin inocencia ni resignación, Bryan sabe que su futuro está ahí, en la crianza y doma de toros de lidia, no por falta de mundo –juzgarían algunos– ni por precariedad, sino porque ahí es dueño de la libertad y la identidad que dejaría atrás al migrar a una ciudad.

Isabel Vaca

Fotograma de Temporada de campo (2021), de Isabel Vaca. Cortesía de PIANO

El predio en donde viven los abuelos de Bryan, que forma parte del rancho adjunto, pertenece a la familia de la cineasta desde que ésta era niña –según sus declaraciones– y, aunque no está dicho ni se intuye en ningún momento de la película, es interesante mencionarlo pues, bajo esa relación, la construcción del documental bien podría haberse deslizado hacia lo vertical, la manipulación del tema o el exotismo urbanita que induce a otros documentalistas a describir al campo como un territorio inexplorado y no como una realidad autónoma, que no precisa de cámaras de cine para certificar su existencia. Temporada de campo evade con inteligencia y sensibilidad esos riesgos, y ese mérito –junto al carisma chispeante de su protagonista– es lo que sostiene su notable y cariñoso humanismo. ¿De qué otra forma podríamos ver a dos niños jugando con rifles en campo abierto, apuntándose entre sí mientras ríen, sin que nos suba el pulso sanguíneo? El propio Bryan habla entre sonrisas de los reportajes sobre el campo que encuentra en YouTube: “Namás hablan sin saber”, dice, “mejor que vengan y vean”.

La relación del documental mexicano con los ambientes rurales no ha sido constante, horizontal ni sencilla de rastrear. Más allá de las primeras dos décadas del cinematógrafo en México hasta la revolución, pródigas en peleas de gallos, jinetes de jaripeo y madres con rebozo, así como lo registrado por Eisenstein en los treinta, el registro del México inabarcable que rodea a las diminutas ciudades fue intermitente hasta desaparecer durante la supuesta Época de Oro, un período desértico para el documental. En esos mismos años las cámaras dejaron la carretera para refugiarse en los foros y el campo fílmico fue rápidamente suplantado por una mitología artificial: charros gallardos y hacendados con guitarra, capataces nobles, hileras infinitas de agave y los cielos operísticos de Alex Phillips o Gabriel Figueroa. Pero para que el campo auténtico volviera a reconocerse en pantalla hubo que esperar a los años setenta y la lenta resurrección del documental mexicano, primero en su variante etnográfica-estatal (como Etnocidio: notas desde el mezquital, de Paul Leduc, 1977) hasta desentumirse completamente ya en el siglo XXI, en buena medida gracias a ejercicios libres y líricos como Del olvido al no me acuerdo (Juan Carlos Rulfo, 1999) y similares.

En pleno 2022, para nadie tendría que ser secreto que desde hace años el documental es por mucho el músculo más firme y elástico del cine mexicano, tanto si se le observa junto al cine de ficción aquejado por varias crisis como por sí mismo. Temporada de campo, en su discreción silenciosa, con su delicadeza de miniatura, podría parecer insuficiente a quienes ven documentales que sólo saben hablar en dos tonos de voz: reportaje panfletario o trance contemplativo. El documental de Isabel Vaca, con su honestidad ligera y luminosa para capturar retazos de vida sin juicio ni prejuicio, es un ejercicio de empatía que no debería pasarse por alto.

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