lunes, 29 de agosto de 2022

Un montaje criminal

El caso de Israel Vallarta y Florence Cassez marcó el sexenio de Felipe Calderón. Si, por un lado, 2006 fue el inicio de la llamada “Guerra contra el narco”, por otro inauguró una narrativa autoritaria que, desde la presidencia, polarizó a la sociedad y creó enemigos a modo para legitimarse. Ayudado por los medios y el creciente poder de los militares, el gobierno empezó a construir un estado de excepción que cambió la vida pública del país y cuyos resultados provocaron aún más violencia.   

El caso Cassez-Vallarta: una novela criminal, serie documental estrenada hace unos días en la plataforma Netflix, tiene la virtud de desenredar los hilos del montaje legal y mediático, lo que se presenta de manera confusa en el libro de Jorge VolpiUna novela criminal (2018), inspiración de la serie– por el exceso de información y la estructura artificiosa de una obra que pudo ser un buen reportaje en lugar de una novela. Gracias al guion de Alejandro Gerber Bicecci queda claro el centro de la conjura: el empresario mexicano de origen judío Eduardo Margolis y su relación con Genaro García Luna, artífice de la AFI (Agencia Federal de Investigaciones) y brazo derecho de Calderón en su aparente lucha contra el narcotráfico y la delincuencia organizada.

Margolis, enemistado por problemas de negocios con el hermano de Florence Cassez, ofreció a Israel Vallarta –pareja sentimental de la francesa en ese entonces– como chivo expiatorio en un montaje que reivindicaría a la AFI después de que fuera exhibida colaborando con grupos poderosos de narcotraficantes. Como se sabe, Vallarta y Cassez fueron llevados a un rancho y ahí, en contubernio con la televisión –principalmente Televisa–, la agencia produjo una escenificación: en el noticiero de Carlos Loret de Mola se pudo ver cómo, “en tiempo real”, los agentes de la agencia, fuertemente armados, salvaban heroicamente a las víctimas de sus secuestradores. En cadena nacional se pudo ver, incluso, cómo era torturado Vallarta mientras el reportero, Pablo Reinah, lo asediaba con preguntas.

La narrativa presentada por Gerber y Gerardo Naranjo –el director del documental– aprovecha el material de archivo y entrevistas con los personajes que sobreviven a la conjura. Las grabaciones originales presentadas en televisión, por ejemplo, sirven como contraste a las justificaciones que esgrimen, actualmente, los involucrados en el caso Cassez-Vallarta. Si el libro de Volpi fracasa en su objetivo, es decir, en presentar el montaje como una novela, la serie de Netflix juega mucho mejor con ese artificio. Hay una narrativa que, a pesar de los saltos en el tiempo, mantiene el hilo del tema principal.

La manera en la que está estructurada la puesta en escena de El caso Cassez-Vallarta: una novela criminal es, en efecto, un ejercicio de ficción en el que un evento detonante arrastra hacia su centro a una serie de víctimas. También es ficción por la materia prima con la que trabaja: una historia inventada, montajes hechos sobre otros montajes, hasta que la verdad se diluye o, peor aún, es irrelevante. En una de las escenas más representativas del documental, el director obtiene una respuesta demoledora de Eduardo Margolis –el demiurgo detrás del caos– en la que se queja de García Luna, pues llevó su “telenovela” a territorios que ya no pudo controlar. Tenemos, entonces, a un secretario de seguridad pública enajenado, capaz de manipular a su superior –el expresidente Calderón– gracias a que conoce las pulsiones internas que lo dominan: autoritarismo, megalomanía y una verdad fabricada a la cual se sigue aferrando. El caso Cassez-Vallarta es, en cada una de sus aristas, ficción pura, y los creadores de la serie lo entienden bien.

La historia presentada en el documental de Netflix es larga, pero clara. Después de ser linchada mediáticamente, Cassez logró ser apoyada por su gobierno. La tensión subió de nivel cuando Calderón se negó a extraditar a la francesa y esa decisión lo enfrentó con el entonces presidente de Francia, Nicolas Sarkozy. Ambos autoritarios, pendientes de sus agendas políticas, llevaron el desacuerdo hasta cancelar el Año de México en Francia, evento estelar entre los dos países que se llevaría a cabo en 2011. El tiempo pasó mientras se sucedían varias derrotas legales por parte de la defensa de la inculpada. Sólo el cambio de administración en 2012 y la llegada de nuevos miembros a la Suprema Corte de Justicia abrieron una rendija y la francesa pudo salir de la cárcel ya que las acusaciones no tenían fundamento, entre otras muchas violaciones al proceso.

De entre toda la serie de víctimas que dejó el montaje resalta, por su crudeza y su anonimato mediático, la historia de David Orozco Hernández, comerciante de un tianguis que fue torturado brutalmente para que confesara su pertenencia a la banda de los Zodiaco, imaginada por García Luna para hundir, aún más, a sus chivos expiatorios. ¿Por qué fue seleccionado? ¿Fue escogido al azar? Muerto en la cárcel, sin poder limpiar su nombre, contrasta con lo que pasó con Margolis, quien sigue en libertad y sin ningún cargo o investigación. Finalmente fueron detenidos García Luna y Cárdenas Palomino, su brazo ejecutor. El empresario, a la postre, tiene la suficiente seguridad para declarar en el documental, repartir juicios sumarios e, incluso, aconsejar afablemente a Cassez, por teléfono, una vez que sale de la cárcel. Este contraste brutal es la radiografía de la justicia mexicana y la desigualdad entre la gente de a pie y la élite ajena a las leyes, dueña de los destinos de las personas que se interponen en su camino. Como se muestra al final del documental, Israel Vallarta sigue sin ser juzgado –17 años después de los supuestos delitos– porque el gobierno actual, que en el papel tiene un compromiso con el respeto a los derechos humanos, sigue creyendo en algunos elementos falsos de la investigación, suficientes para mantenerlo preso, aunque sin condena. Por supuesto, este tema correspondería al sistema de justicia de nuestro país, pero el caso de Vallarta no tiene el apoyo político que, en su momento, tuvo el de Florence Cassez.

Un acierto en la línea argumental de la serie fue retomar a las víctimas de los secuestros que fueron adjudicados, falsamente, a Israel Vallarta, Cassez e, incluso, a los hermanos de éste. Los familiares de los asesinados creyeron que se les había hecho justicia con la detención de la supuesta banda de secuestradores. La liberación de Cassez las dejó en un limbo terrible: no castigaron a los victimarios de sus seres queridos y, además, inculparon a inocentes, usando su historia como carnada para los medios y para reivindicar la estrategia de seguridad del gobierno de Felipe Calderón. El documental pudo ser más incisivo con la entrevista al expresidente. En todo momento ajeno a la realidad y, sobre todo, a las pruebas que han aparecido a lo largo de los años, el político se aferra a la versión desacreditada por los jueces. Supongo que hubo un estricto control en las preguntas que se le podían hacer. La historia no perdonará los años convulsos de su sexenio.

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