Teoría y realidad, mundo tangible y abismo detrás del espejo. En el papel el corpus artístico de Bárbara Lázara (Ciudad de México, 1976) proyecta una intersección fascinante y dinámica entre lo escénico, lo vocal, lo corporal y las distintas problemáticas del espacio. Pero, en la práctica, la experiencia frontal de sus performances resulta un periplo a veces sórdido y desconcertante; aunque permeable, difícil de asimilar. Consistencia artística aparte, para ella también.
Bárbara Lázara grita, se encabrona y protesta como quien respira al revés, como quien no se sabe un salmón nadando a contracorriente… porque no le queda de otra. Grita desde la locura para no volverse loca. Grítenme, piedras del campo. Eso le ha valido, en la práctica, la invisibilidad en el de por sí incipiente mapa artístico nacional, invisibilidad con la que ha articulado una movilidad y una consistencia discursiva poco vistas entre sus coetáneos.
Performance, video, acciones en sitio o conciertos, los caminos por los que Lázara se decanta para sembrar su trabajo provienen de al menos dos elementos presentes a lo largo de su desarrollo artístico, que comienza en las artes escénicas a finales de la década de los noventa y que aún hoy resulta complejo etiquetar: el principio del desconcierto y la traducción de espacios.
Un antes y un después
Al principio fue el grito. Perdón, el teatro. Bárbara Lázara no sabía aún adónde llegaría, pero el teatro estaba en el horizonte. “Yo estudié teatro, pero me corrieron de todas las escuelas de artes escénicas porque, a diferencia de mis compañeros, trataba de encontrarle un sentido semántico no literal a las acciones, que no ilustraran pero sí que transmitieran. Y los maestros se enojaban. Hasta que di con unos locos que hicieron una escuelita tipo Montessori en el teatro, Línea de Sombra, con Alicia Laguna y Jorge A. Vargas, en 2004. Yo no podía pagar la escuela, pero llegué y me ofrecí para trabajar. Aprendí un montón”.
“De ahí me mandaron a Polonia a una residencia artística con el que fue mi maestro, el artista plástico Zbigniew Szumski, que tenía una compañía llamada Cinema Teatro donde trasladaba todo lo que había aprendido en artes gráficas y hacía pinturas en movimiento. Con él produje una obra muy importante para mí, Quién se ríe de mis angustias, la historia de un maestro de gimnasia llamado Hernán Cortés que se salía de su país a enseñar gimnasia a un grupo de extranjeros. Fue un antes y un después”, cuenta a La Tempestad Bárbara Lázara, que a su regreso se encontró con un páramo tan yermo como el de sus días de infancia en Puebla, donde la voz de Elvis, enmugrentada por la distorsión del radio, inyectó un sentido de búsqueda contra lo que había visto.
“Trabajo con lo siniestro, algo que no sabes por qué pero te da miedo. Me gusta el desconcierto, que la gente no sepa qué esperar. Y yo tampoco lo sé, pero esa ha sido la única manera en la que he podido salirme de mi forma habitual de ser.”
El primer performance de Lázara, recuerda, fue en los encuentros de experimentación sonora del entonces Distrito Federal, Ruido Horrible, al lado de Christian Galarreta y Erick Diego, en el que “la idea era gritar en el baño por cerca de tres horas”. Además del malestar y el desconcierto de los asistentes, la voz lastimada abrió una de las líneas de trabajo de la artista, que desde entonces ha venido decantando un lenguaje consistente, de alto impacto, si bien difícil de mantener dentro de las cada vez más cerradas dinámicas culturales del país.
“Trabajo con lo siniestro, algo que no sabes por qué pero te da miedo. Me gusta el desconcierto, que la gente no sepa qué esperar. Y yo tampoco lo sé, pero esa ha sido la única manera en la que he podido salirme de mi forma habitual de ser –estructurada, racional, donde no hay sorpresas. Mi trabajo con el cuerpo y la voz no viene de que yo tenga un talento especial con ellos, sino porque son las cosas más lejanas y yo tengo que hacer mucho para llegar ahí: entrenar, meterme en espacios inciertos, sumirme en la presión e investigar”, confiesa Lázara, cuyo trabajo encuentra puntos de interés en Derrida, la antipsiquiatría, Artaud o la genealogía de las enfermedades mentales, fantasmas con los que ha hecho mancuerna para encontrar lo que resuena en ella.
Posesiones
“Trato de imaginar que estoy poseída para meterme en un lugar de desvarío, donde las paredes me contestan; entonces hacemos un coro y levantamos las resonancias del tiempo, la historia, los muertos, los santos y los demonios que me atraviesan. Creo que haciendo performances en México toco lugares que afuera no. Tengo un carácter permeable, todo me atraviesa. Si estoy con alguien y me cae bien comienzo a usar sus tonos, a hablar igual; me pasa también con los espacios, y he usado esa sensibilidad para el performance”, explica Bárbara Lázara.
“Trato de imaginar que estoy poseída para meterme en un lugar de desvarío, donde las paredes me contestan; entonces hacemos un coro y levantamos las resonancias del tiempo, la historia, los muertos, los santos y los demonios que me atraviesan.”
Pese a tener un registro esporádico de presentaciones en el cada vez más castigado dinamismo cultural de México, desde 2019 el trabajo de Lázara se ha encontrado con resonancias que la han llevado a colaborar con otros artistas, disciplinas, programas y residencias artísticas interesados en sus discursos y formas. En 2020, por ejemplo, fue invitada por el artista multidisciplinario Israel Martínez para producir la instalación sonora de ocho canales Bestias, en colaboración con el cantante Edgardo González de la banda de metal Cenotaph.
Recientemente Bárbara Lázara fue elegida por el DAAD alemán para la residencia artística del Berliner Künstlerprogramm, una de las más importantes en su tipo, para el período 2022-2023. Es la única artista mexicana en la categoría de música y sonido.
Comenzar de nuevo
En tiempos pasados Lázara se ha encontrado frente a la imposibilidad de las palabras, especialmente ante entornos jurídicos o maniqueos, que suelen orillar la corrección. Sin embargo, nos explica la artista, su formación la ha orillado a comenzar siempre todo de nuevo, abriendo una posibilidad de exploración y conciliación con aquellas cosas que le son ajenas.
Su más reciente proyecto, en torno a la figura difusa de su bisabuela, la periodista y poeta jaliciense Olivia Zúñiga, ha tendido una hoja en blanco para que la artista active su quehacer como investigadora, archivista, museógrafa y, sí, escritora, en un proyecto que proviene de su adolescencia.
“Ahora quiero escribir una novela, no sé si lo voy a lograr. Ya la esbocé y estoy vislumbrando el crudo invierno que habrá en Berlín. Al final mi trabajo parte de una pregunta y de cómo resolverla. Y casi siempre es la misma: ¿por qué las enfermedades mentales son lo que son? Pero esa pregunta puede volverse más específica, y eso me va llevando al video, a escribir o a usar el cuerpo, que siempre te plantea más preguntas. No te responde, o más bien no te da respuestas directas. Al final aspiro a convertirme en un fantasma”.
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