miércoles, 31 de julio de 2024

Dos obras de TOUCH Architect

Los portales de arquitectura comenzaron a difundir a últimas fechas un edificio caracterizado por su expresividad: el café French Kitsch III, en la ciudad tailandesa de Nakhon Ratchasima. Terminado en 2023, es toda una lección de uso escultórico del concreto. El diseño se guía por un proceso de sustracción: a un paralelepípedo regular se le tallaron arcos irregulares en el primer piso e invertidos en el segundo. Hay alusiones a la arquitectura religiosa francesa, pero el resultado es a la vez efusivo y desconcertante: atrae la atención.

Diseñado por TOUCH Architect, fundado hace una década, French Kitsch III se alza con su volumetría juguetona en un terreno aislado, rodeado de cajones de estacionamiento. Es el mismo caso de la obra más reciente de la firma, situada en Bangkok en un entorno comercial igualmente desolado: el restaurante Dawn to Dusk. El amanecer y el anochecer son conceptualizados a través de arcos en dos sentidos, en un edificio enteramente recubierto de ladrillo cuyos espacios interiores representan los distintos momentos del día, de acuerdo con su configuración y orientación.

TOUCH Architect

Restaurante Dawn to Dusk (Bangkok, 2023), de TOUCH Architect. Fotografía: Metipat Prommomate

En French Kitsch III y Dawn to Dusk el despacho TOUCH Architect, encabezado por Setthakarn Yangderm y Parpis Leelaniramol, entrega dos muestras de posibilidades de arquitectura comercial. Concreto en un caso, ladrillo en otro: se trata de que la experiencia de los clientes vaya de los espacios a los alimentos y las bebidas, con el rigor formal puesto al servicio de la personalidad de los negocios. Una sutil iconicidad apunta a la distinción de estos lugares en entornos anodinos, surgidos de la pérdida de densidad en ciertas zonas urbanas.

Con una trayectoria signada principalmente por proyectos residenciales, sin rasgos distintivos dentro del repertorio tardomoderno habitual, TOUCH Architect parece haber encontrado en estos locales comerciales un espacio para la experimentación geométrica y conceptual. Con una libertad que hace pensar en pabellones expositivos, estos espacios llevan al límite las capacidades de los materiales y ofrecen a los usuarios experiencias atractivas, que por un lapso de tiempo los instala en una temporalidad distinta a la del paisaje circundante.

TOUCH Architect

Café French Kitsch III (Nakhon Ratchasima, Tailandia, 2023), de TOUCH Architect. Fotografía: Metipat Prommomate y Anan Naruphantawat

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Dos obras de TOUCH Architect

Los portales de arquitectura comenzaron a difundir a últimas fechas un edificio caracterizado por su expresividad: el café French Kitsch III, en la ciudad tailandesa de Nakhon Ratchasima. Terminado en 2023, es toda una lección de uso escultórico del concreto. El diseño se guía por un proceso de sustracción: a un paralelepípedo regular se le tallaron arcos irregulares en el primer piso e invertidos en el segundo. Hay alusiones a la arquitectura religiosa francesa, pero el resultado es a la vez efusivo y desconcertante: atrae la atención.

Diseñado por TOUCH Architect, fundado hace una década, French Kitsch III se alza con su volumetría juguetona en un terreno aislado, rodeado de cajones de estacionamiento. Es el mismo caso de la obra más reciente de la firma, situada en Bangkok en un entorno comercial igualmente desolado: el restaurante Dawn to Dusk. El amanecer y el anochecer son conceptualizados a través de arcos en dos sentidos, en un edificio enteramente recubierto de ladrillo cuyos espacios interiores representan los distintos momentos del día, de acuerdo con su configuración y orientación.

TOUCH Architect

Restaurante Dawn to Dusk (Bangkok, 2023), de TOUCH Architect. Fotografía: Metipat Prommomate

En French Kitsch III y Dawn to Dusk el despacho TOUCH Architect, encabezado por Setthakarn Yangderm y Parpis Leelaniramol, entrega dos muestras de posibilidades de arquitectura comercial. Concreto en un caso, ladrillo en otro: se trata de que la experiencia de los clientes vaya de los espacios a los alimentos y las bebidas, con el rigor formal puesto al servicio de la personalidad de los negocios. Una sutil iconicidad apunta a la distinción de estos lugares en entornos anodinos, surgidos de la pérdida de densidad en ciertas zonas urbanas.

Con una trayectoria signada principalmente por proyectos residenciales, sin rasgos distintivos dentro del repertorio tardomoderno habitual, TOUCH Architect parece haber encontrado en estos locales comerciales un espacio para la experimentación geométrica y conceptual. Con una libertad que hace pensar en pabellones expositivos, estos espacios llevan al límite las capacidades de los materiales y ofrecen a los usuarios experiencias atractivas, que por un lapso de tiempo los instala en una temporalidad distinta a la del paisaje circundante.

TOUCH Architect

Café French Kitsch III (Nakhon Ratchasima, Tailandia, 2023), de TOUCH Architect. Fotografía: Metipat Prommomate y Anan Naruphantawat

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De cómo a nadie le importa el teatro

¿Qué actitud adoptaría el espectador […] si se le negara la actitud ensoñada, pasiva, sumisa al destino?

Bertolt Brecht

 

Ingresamos al metaTeatro El Milagro de la Ciudad de México. Afuera, en la marquesina, la obra se llama De cómo a nadie le importa el teatro del colectivo Vaca 35 Teatro; adentro, en el escenario, sobre las sillas en las que nos instalan lxs acomodadores, se llama Entre telones y fantasmas. A un lado están las butacas, vacías con excepción del árbol seco de Vladimir y Estragón, símbolo acertado diseñado por el escenógrafo e iluminador Gabriel Pascal. De las varas negras cuelgan reses de muy convincente manufactura. Tras ellas, diversas máscaras de variados materiales y contextos rituales y decenas de artilugios para el juego. La obra da inicio con un son que declara: “De tanto cantar se me ha empañado el espejo”. Lxs actores cantan frente a su camerino antes de la función, es decir que como audiencia somos testigos de su preparación. Se cubren unx a unx con sus sábanas de fantasma y da inicio el ensayo escénico.

Una vez que lxs actores pisan las tablas queda claro que la función está trazada para lxs habitantes de las butacas vacías. Las proyecciones de ciertos textos y los títulos de los cuadros sobre la pared del fondo están dirigidas a la audiencia ausente, no a nosotrxs, la de carne y hueso. Podemos leer estas proyecciones sólo si torcemos el cuello. Un lugar desfavorable para los sentidos despierta el deseo de poner más atención y de accionar como acciona el público, es decir, reaccionando a los estímulos dados por lxs actores. Los momentos en los que el performance del público brilla, por lo general, se traducen en risas, en suspiros, en llanto y en chirridos de sillas al inclinarse hacia enfrente. Incluso Jerzy Grotowski admitía que es imposible ignorar la presencia del público. Lxs actores, por más que se sumerjan en el trance de su performance, no pueden ignorar que son percibidos por la audiencia, por lo que reciben, también, sus estímulos. “Lxs actores son la audiencia de la audiencia”, dice Caroline Heim en su libro Audience as Performer. Y en este caso ambos grupos coexisten en igualdad de circunstancias; todxs sobre el mismo no-lugar, el escenario.

Los cuadros fluyen ágiles, con acotaciones incidentales del actor y director Damián Cervantes. Se nota la disposición física y espiritual del grupo de actores (Carmen Zavaleta, Damián Cervantes, Elizabeth Glass, Estefania Martínez, Gonzalo Herrerías, José Rafael Flores, Mariana Montenegro, Mari Carmen Ruiz, Sandra Rosales y Umberto Morales). Están comprometidxs con el tema que les atañe: el interés cada vez menor que hay en acudir al teatro. Un tema si no milenario, sí añejo: la triste ausencia del público. Cuentan historias de su propio ingreso y permanencia en el teatro. Describen diferentes tiempos y contextos de su decadencia y precarización. Eso no le quita lo divertido a la puesta en escena. Pareciera que los temas duros y serios como éste no pueden abordarse con humor si implican denuncia. Y la denuncia es algo serio, diría la burocracia cultural antes de irse a dormir sobre su cama de billetes. Pero Entre telones y fantasmas nos tuvo sonriendo quizás el setenta por ciento del tiempo. Las risas sonaban al unísono, había miradas entre lxs espectadores; asentimos juntxs, paaramos la oreja para cachar los comentarios ajenos. Cumplimos nuestra función de público activo, pues.

Vaca 35 Teatro

Escena de la obra De como a nadie le importa el teatro. Fotografía: Axel Hernández. Cortesía de Vaca 35 Teatro

Grotowski, en entrevista con Eugenio Barba en Hacia un teatro pobre, manifiesta: “Nos interesa el espectador que tiene genuinas necesidades espirituales y que realmente desea analizarse, a través de la confrontación con el espectáculo; estamos interesados en el espectador que no se detiene en una etapa elemental de integración psíquica, aquel que no se contenta con su estabilidad espiritual mezquina y geométrica”. Este es el tipo de espectador que exige De cómo a nadie le importa el teatro. La obra ofrece un regaño al público ausente: una huelga de actores. Si el oficio de lx actor es la acción, la huelga consiste en la no acción; “la liberación de la obligación de ejercer hipnosis”, en palabras de Bertolt Brecht. La audiencia busca, entonces, entretenimiento en la pereza del elenco, que deja de ser ficción para ser él mismo. Se experimenta la ansiedad por el acontecer.

Grotowski aseveró que el teatro puede existir sin texto, sin escenografía, sin luces y sin vestuario. Pero que “por lo menos se necesita un espectador para lograr una representación. De esta manera podemos definir al teatro como lo que sucede entre el espectador y el actor.” En este caso ¿qué estamos performando y presenciando? Quizás un regaño más grande dirigido al sistema que nos ha moldeado para no coincidir en este intercambio.

De cómo a nadie le importa el teatro es una crítica a las instituciones culturales del Estado y a cómo estas han formado a un público apático y mecánico que consume voces cortas de crítica. “Pareciera que la institución busca un desmembramiento, que busca romper, que busca agotar, que busca sustituir, que busca invisibilizar”, declara Cervantes. “La malicia me dice que es porque no quiere voces críticas, fuertes, potentes, pulsantes, necesarias. [El Estado] busca, entonces, una sociedad alienada, que olvide rápido, que reaccione en el inmediato, que sensibilice poco y que trabaje para generar dinero. […] El Estado sólo quiere poner palomitas de cuánta obra generó”. En este contexto triste, ¿qué responsabilidades implica habitar una butaca? Quizá la activación de la curiosidad psíquica, emotiva e intelectual que la obra contemplada permita con su ofrenda.

La audiencia que busca un escape del cotidiano está en todo su derecho, pero habría que difundir la idea de que los remedios temporales para el hartazgo de la cotidianidad agotadora que nos obsequia el capitalismo tardío ya se encuentran en las pantallas de bolsillo, por ejemplo. No menosprecio el contenido digital que muchxs creativxs generan con ahínco y conmovedores resultados. La profundidad, la banalidad, la entrega y la vacuidad están presentes en todo contexto artístico. Sin embargo, el ocupar un sitio frente a un espacio escénico es también un acto de generosidad de las percepciones. La audiencia de cuerpo presente debe ser consciente de que esa presencia genera sus propios efectos. “Si los actores tuvieran la oportunidad de escribir reseñas sobre el público, sería una lectura fascinante”, dice Heim. ¿Cuántas audiencias limitadas y adoctrinadas por el Estado se ganarían media estrella en estas hipotéticas reseñas? “La manera de actuar de los espectadores revela un conocimiento más exacto de los contextos causales sociales de lo que la misma pieza transmite”, dice Brecht en sus Escritos sobre teatro.

Tomando en cuenta lo anterior, De cómo a nadie le importa el teatro ofrece una representación agridulce y paradójica: como los actores son fantasmas, unx no puede ser público. Y, si sólo están los fantasmas y las butacas están vacías, el público no es. “La representación plantea una especie de conflicto psíquico con el espectador”, dice Grotowski. En el caso de De cómo a nadie le importa el teatro el conflicto se da entre el eco de lx actor y el espectador ausente. Esto, además de desolador, resulta exasperante y cómico y se puede leer en diferentes niveles de furia. Hay uno particularmente intenso. El elenco se prepara para representar la escena culminante de la obra. Se atavían con los vestuarios que en algún momento fueron usados por otros actores. Se habla con cariño de la vida de estas prendas, de su belleza, de la vida de sus propietarixs previxs. Lxs actores calientan el cuerpo y la voz, se toman de las manos y se abrazan para avivar su comunión antes de que el telón se alce. Todxs toman sus lugares y, luego de una rimbombante introducción musical que genera tremendas expectativas, el telón se abre y exhibe las butacas desiertas. La frustración de que no haya quien reciba su trabajo se hace presente en los cuerpos de lxs actorxs y por ende en los de la audiencia. La decepción se hiperboliza en variadas reacciones hasta alcanzar niveles de desgarre que juegan con el desconcierto incluso de lxs propios actores. Animados por el director, que da vueltas entre las reacciones quejosas, gritos fúricos y sollozos, se hunden en lo más profundo de las tablas. Al no ser recibido por nadie, este performance de la frustración se torna en un berrinche colectivo que culmina en la desaparición definitiva del elenco; en su transformación en un coro de fantasmas que respiran al unísono.

“La falta del espectador es la falta del todo. De políticas culturales, de espacios, de compañerismo […]. Pero todavía no estamos en la renuncia, estamos en el grito, que es: me duele sostenerlo, que es: me pesa sostenerlo, que es: es complejo sostenerlo”, dice Damián Cervantes. Todas estas faltas generan un círculo vicioso en el que, a falta de apoyo, las compañías teatrales recurren a la satisfacción de las exigencias limitantes de las instituciones, que solo permiten tibiezas. Estamos ante un déficit de sustancia. Cervantes las llama “ficciones light”, que a su vez alejan al espectador del teatro y, por lo tanto, cierran la posibilidad de una interacción crítica y enriquecedora entre ambas partes. Se anula el diálogo. “Las artes teatrales se hallan ante la tarea de crear una nueva forma de transmisión de la obra de arte al espectador. Tienen que renunciar a su monopolio de dirigir sin réplica y sin crítica al espectador, y plantear representaciones de la convivencia social que permitan al espectador una actitud crítica, incluso de desacuerdo, tanto hacia los procesos representados como hacia la misma representación”, escribió Brecht hace ochenta años. De cómo a nadie le importa el teatro sugiere que uno de los caminos para que esto sea posible es el repaso de la memoria de lxs artistas.

Vaca 35 Teatro

Escena de la obra De como a nadie le importa el teatro. Fotografía: Axel Hernández. Cortesía de Vaca 35 Teatro

El camino de intensidades de esta obra se forma de escenas variadas que concretan el memorial y ejecutan el grito que menciona Damián Cervantes. La mayoría son efectivas pero existen bemoles. En la interpretación de “La fugitiva”, de Agustín Lara, por ejemplo, el papel del grito tendría que ser tarea del texto y la armonía. Para que se reciba el mensaje emocional no es necesaria una ejecución tan suntuosa y apresurada. Un declive de ritmo, volumen y pasión ayudaría a reforzarlo. La rabia también exige matices para que se lea con efectividad. Un buen ejemplo de cuando esto sí se logra son los instantes finales. Lxs fantasmas, luego de ser cubiertos por las sábanas nuevamente, en una escena que a mi parecer se extiende demasiado, se quedan paradxs en forma de coro, quietxs. La audiencia comprende enseguida que es momento del aplauso y procede. Aplaudimos con entusiasmo y hasta suenan un par de chiflidos y un “¡Bravo!”, pero las sábanas permanecen quietas sobre los cuerpos de lxs actores. Duele. La audiencia fue efectivamente contagiada de la frustración por falta de ovación.

“La audiencia de la audiencia son los actores”, dice Heim. El momento del aplauso es el momento en el que el performance del espectador alcanza su clímax. Por lo tanto, la reverencia del actor sería el equivalente de su alabanza al público. Es lo que cierra el acuerdo del disfrute de una función. Cuando de ambos lados la cosa es genuina, es fabuloso. Se vuelven reales las palabras de Grotowski: “El miembro de un auditorio que acepta la invitación del actor sigue hasta cierta medida su ejemplo activándose de la misma manera, dejando el teatro en un estado de mayor armonía interior”. La ausencia de este guiño cala pero es necesaria para reforzar el mensaje de aflicción. El redoble de ovaciones, el doble grito de ambos grupos de performers no puede suceder si lxs actores son espectros y la audiencia se queda en casa, exhausta de tanto doomscrolling.

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De cómo a nadie le importa el teatro

¿Qué actitud adoptaría el espectador […] si se le negara la actitud ensoñada, pasiva, sumisa al destino?

Bertolt Brecht

 

Ingresamos al metaTeatro El Milagro de la Ciudad de México. Afuera, en la marquesina, la obra se llama De cómo a nadie le importa el teatro del colectivo Vaca 35 Teatro; adentro, en el escenario, sobre las sillas en las que nos instalan lxs acomodadores, se llama Entre telones y fantasmas. A un lado están las butacas, vacías con excepción del árbol seco de Vladimir y Estragón, símbolo acertado diseñado por el escenógrafo e iluminador Gabriel Pascal. De las varas negras cuelgan reses de muy convincente manufactura. Tras ellas, diversas máscaras de variados materiales y contextos rituales y decenas de artilugios para el juego. La obra da inicio con un son que declara: “De tanto cantar se me ha empañado el espejo”. Lxs actores cantan frente a su camerino antes de la función, es decir que como audiencia somos testigos de su preparación. Se cubren unx a unx con sus sábanas de fantasma y da inicio el ensayo escénico.

Una vez que lxs actores pisan las tablas queda claro que la función está trazada para lxs habitantes de las butacas vacías. Las proyecciones de ciertos textos y los títulos de los cuadros sobre la pared del fondo están dirigidas a la audiencia ausente, no a nosotrxs, la de carne y hueso. Podemos leer estas proyecciones sólo si torcemos el cuello. Un lugar desfavorable para los sentidos despierta el deseo de poner más atención y de accionar como acciona el público, es decir, reaccionando a los estímulos dados por lxs actores. Los momentos en los que el performance del público brilla, por lo general, se traducen en risas, en suspiros, en llanto y en chirridos de sillas al inclinarse hacia enfrente. Incluso Jerzy Grotowski admitía que es imposible ignorar la presencia del público. Lxs actores, por más que se sumerjan en el trance de su performance, no pueden ignorar que son percibidos por la audiencia, por lo que reciben, también, sus estímulos. “Lxs actores son la audiencia de la audiencia”, dice Caroline Heim en su libro Audience as Performer. Y en este caso ambos grupos coexisten en igualdad de circunstancias; todxs sobre el mismo no-lugar, el escenario.

Los cuadros fluyen ágiles, con acotaciones incidentales del actor y director Damián Cervantes. Se nota la disposición física y espiritual del grupo de actores (Carmen Zavaleta, Damián Cervantes, Elizabeth Glass, Estefania Martínez, Gonzalo Herrerías, José Rafael Flores, Mariana Montenegro, Mari Carmen Ruiz, Sandra Rosales y Umberto Morales). Están comprometidxs con el tema que les atañe: el interés cada vez menor que hay en acudir al teatro. Un tema si no milenario, sí añejo: la triste ausencia del público. Cuentan historias de su propio ingreso y permanencia en el teatro. Describen diferentes tiempos y contextos de su decadencia y precarización. Eso no le quita lo divertido a la puesta en escena. Pareciera que los temas duros y serios como éste no pueden abordarse con humor si implican denuncia. Y la denuncia es algo serio, diría la burocracia cultural antes de irse a dormir sobre su cama de billetes. Pero Entre telones y fantasmas nos tuvo sonriendo quizás el setenta por ciento del tiempo. Las risas sonaban al unísono, había miradas entre lxs espectadores; asentimos juntxs, paaramos la oreja para cachar los comentarios ajenos. Cumplimos nuestra función de público activo, pues.

Vaca 35 Teatro

Escena de la obra De como a nadie le importa el teatro. Fotografía: Axel Hernández. Cortesía de Vaca 35 Teatro

Grotowski, en entrevista con Eugenio Barba en Hacia un teatro pobre, manifiesta: “Nos interesa el espectador que tiene genuinas necesidades espirituales y que realmente desea analizarse, a través de la confrontación con el espectáculo; estamos interesados en el espectador que no se detiene en una etapa elemental de integración psíquica, aquel que no se contenta con su estabilidad espiritual mezquina y geométrica”. Este es el tipo de espectador que exige De cómo a nadie le importa el teatro. La obra ofrece un regaño al público ausente: una huelga de actores. Si el oficio de lx actor es la acción, la huelga consiste en la no acción; “la liberación de la obligación de ejercer hipnosis”, en palabras de Bertolt Brecht. La audiencia busca, entonces, entretenimiento en la pereza del elenco, que deja de ser ficción para ser él mismo. Se experimenta la ansiedad por el acontecer.

Grotowski aseveró que el teatro puede existir sin texto, sin escenografía, sin luces y sin vestuario. Pero que “por lo menos se necesita un espectador para lograr una representación. De esta manera podemos definir al teatro como lo que sucede entre el espectador y el actor.” En este caso ¿qué estamos performando y presenciando? Quizás un regaño más grande dirigido al sistema que nos ha moldeado para no coincidir en este intercambio.

De cómo a nadie le importa el teatro es una crítica a las instituciones culturales del Estado y a cómo estas han formado a un público apático y mecánico que consume voces cortas de crítica. “Pareciera que la institución busca un desmembramiento, que busca romper, que busca agotar, que busca sustituir, que busca invisibilizar”, declara Cervantes. “La malicia me dice que es porque no quiere voces críticas, fuertes, potentes, pulsantes, necesarias. [El Estado] busca, entonces, una sociedad alienada, que olvide rápido, que reaccione en el inmediato, que sensibilice poco y que trabaje para generar dinero. […] El Estado sólo quiere poner palomitas de cuánta obra generó”. En este contexto triste, ¿qué responsabilidades implica habitar una butaca? Quizá la activación de la curiosidad psíquica, emotiva e intelectual que la obra contemplada permita con su ofrenda.

La audiencia que busca un escape del cotidiano está en todo su derecho, pero habría que difundir la idea de que los remedios temporales para el hartazgo de la cotidianidad agotadora que nos obsequia el capitalismo tardío ya se encuentran en las pantallas de bolsillo, por ejemplo. No menosprecio el contenido digital que muchxs creativxs generan con ahínco y conmovedores resultados. La profundidad, la banalidad, la entrega y la vacuidad están presentes en todo contexto artístico. Sin embargo, el ocupar un sitio frente a un espacio escénico es también un acto de generosidad de las percepciones. La audiencia de cuerpo presente debe ser consciente de que esa presencia genera sus propios efectos. “Si los actores tuvieran la oportunidad de escribir reseñas sobre el público, sería una lectura fascinante”, dice Heim. ¿Cuántas audiencias limitadas y adoctrinadas por el Estado se ganarían media estrella en estas hipotéticas reseñas? “La manera de actuar de los espectadores revela un conocimiento más exacto de los contextos causales sociales de lo que la misma pieza transmite”, dice Brecht en sus Escritos sobre teatro.

Tomando en cuenta lo anterior, De cómo a nadie le importa el teatro ofrece una representación agridulce y paradójica: como los actores son fantasmas, unx no puede ser público. Y, si sólo están los fantasmas y las butacas están vacías, el público no es. “La representación plantea una especie de conflicto psíquico con el espectador”, dice Grotowski. En el caso de De cómo a nadie le importa el teatro el conflicto se da entre el eco de lx actor y el espectador ausente. Esto, además de desolador, resulta exasperante y cómico y se puede leer en diferentes niveles de furia. Hay uno particularmente intenso. El elenco se prepara para representar la escena culminante de la obra. Se atavían con los vestuarios que en algún momento fueron usados por otros actores. Se habla con cariño de la vida de estas prendas, de su belleza, de la vida de sus propietarixs previxs. Lxs actores calientan el cuerpo y la voz, se toman de las manos y se abrazan para avivar su comunión antes de que el telón se alce. Todxs toman sus lugares y, luego de una rimbombante introducción musical que genera tremendas expectativas, el telón se abre y exhibe las butacas desiertas. La frustración de que no haya quien reciba su trabajo se hace presente en los cuerpos de lxs actorxs y por ende en los de la audiencia. La decepción se hiperboliza en variadas reacciones hasta alcanzar niveles de desgarre que juegan con el desconcierto incluso de lxs propios actores. Animados por el director, que da vueltas entre las reacciones quejosas, gritos fúricos y sollozos, se hunden en lo más profundo de las tablas. Al no ser recibido por nadie, este performance de la frustración se torna en un berrinche colectivo que culmina en la desaparición definitiva del elenco; en su transformación en un coro de fantasmas que respiran al unísono.

“La falta del espectador es la falta del todo. De políticas culturales, de espacios, de compañerismo […]. Pero todavía no estamos en la renuncia, estamos en el grito, que es: me duele sostenerlo, que es: me pesa sostenerlo, que es: es complejo sostenerlo”, dice Damián Cervantes. Todas estas faltas generan un círculo vicioso en el que, a falta de apoyo, las compañías teatrales recurren a la satisfacción de las exigencias limitantes de las instituciones, que solo permiten tibiezas. Estamos ante un déficit de sustancia. Cervantes las llama “ficciones light”, que a su vez alejan al espectador del teatro y, por lo tanto, cierran la posibilidad de una interacción crítica y enriquecedora entre ambas partes. Se anula el diálogo. “Las artes teatrales se hallan ante la tarea de crear una nueva forma de transmisión de la obra de arte al espectador. Tienen que renunciar a su monopolio de dirigir sin réplica y sin crítica al espectador, y plantear representaciones de la convivencia social que permitan al espectador una actitud crítica, incluso de desacuerdo, tanto hacia los procesos representados como hacia la misma representación”, escribió Brecht hace ochenta años. De cómo a nadie le importa el teatro sugiere que uno de los caminos para que esto sea posible es el repaso de la memoria de lxs artistas.

Vaca 35 Teatro

Escena de la obra De como a nadie le importa el teatro. Fotografía: Axel Hernández. Cortesía de Vaca 35 Teatro

El camino de intensidades de esta obra se forma de escenas variadas que concretan el memorial y ejecutan el grito que menciona Damián Cervantes. La mayoría son efectivas pero existen bemoles. En la interpretación de “La fugitiva”, de Agustín Lara, por ejemplo, el papel del grito tendría que ser tarea del texto y la armonía. Para que se reciba el mensaje emocional no es necesaria una ejecución tan suntuosa y apresurada. Un declive de ritmo, volumen y pasión ayudaría a reforzarlo. La rabia también exige matices para que se lea con efectividad. Un buen ejemplo de cuando esto sí se logra son los instantes finales. Lxs fantasmas, luego de ser cubiertos por las sábanas nuevamente, en una escena que a mi parecer se extiende demasiado, se quedan paradxs en forma de coro, quietxs. La audiencia comprende enseguida que es momento del aplauso y procede. Aplaudimos con entusiasmo y hasta suenan un par de chiflidos y un “¡Bravo!”, pero las sábanas permanecen quietas sobre los cuerpos de lxs actores. Duele. La audiencia fue efectivamente contagiada de la frustración por falta de ovación.

“La audiencia de la audiencia son los actores”, dice Heim. El momento del aplauso es el momento en el que el performance del espectador alcanza su clímax. Por lo tanto, la reverencia del actor sería el equivalente de su alabanza al público. Es lo que cierra el acuerdo del disfrute de una función. Cuando de ambos lados la cosa es genuina, es fabuloso. Se vuelven reales las palabras de Grotowski: “El miembro de un auditorio que acepta la invitación del actor sigue hasta cierta medida su ejemplo activándose de la misma manera, dejando el teatro en un estado de mayor armonía interior”. La ausencia de este guiño cala pero es necesaria para reforzar el mensaje de aflicción. El redoble de ovaciones, el doble grito de ambos grupos de performers no puede suceder si lxs actores son espectros y la audiencia se queda en casa, exhausta de tanto doomscrolling.

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martes, 30 de julio de 2024

El sentido del mundo está fuera del mundo

En On Poetry (2012), libro de ensayos surgido de su experiencia dirigiendo un taller de poesía, Glyn Maxwell presenta una teoría: la poesía es una lucha, en la página, del color negro contra el color blanco. Uno de los atributos de un buen poema, o de un poema resistente, sería su capacidad para no ser absorbido por el blanco de la página. Mientras desarrolla esta teoría y va dando ejemplos, aborda el caso de músicos de rock a quienes se ha considerado, también, poetas (Dylan, Cohen, Morrison, etc.). Según Maxwell, al aislar algunas letras (“poemas”) de estos autores es posible percatarse de que, sin el acompañamiento musical, el negro no posee energía suficiente para triunfar sobre el blanco, aunque existen algunas excepciones.

En la consideración de todos estos músicos-poetas prevalece su apreciación como músicos antes que como poetas, pero la obra de David Berman (1967-2019) es suficientemente problemática como para que no haya consenso respecto a qué aspecto de su trabajo es el más importante, si el musical (con sus diferentes proyectos: Silver Jews, Purple Mountains) o el escrito, representado por dos libros, Actual Air (poemas, aún sin traducción al español) y The Portable February (caricaturas/poemas visuales), así como el blog Menthol Mountains.

Queda claro que la popularidad de Berman, quien falleció hace cinco años, proviene de su trabajo musical, pero el lanzamiento de su primer libro de poemas lo colocó como una nueva voz, digna de ser comparada con la obra de James Tate, con quien estudió, o de John Ashbery. Actual Air es también algo extraño de atestiguar: un best seller de poesía que no es una absoluta mierda. En la imagen de su autor se reciclan muchos estereotipos: el genio incomprendido, el sabelotodo de humor retorcido, el hombre que reforma su vida gracias al reencuentro con la religión, el drogadicto genial que no sabe si es genial gracias a las drogas o pese a ellas, el hombre depresivo que no encuentra sentido a la vida y se entrega a un nihilismo sui géneris.

Las letras de muchas canciones de David Berman podrían traducirse y ser presentadas como poemas. Como buen orfebre, dio al indie rock dos elegantes e insuperables aperturas de álbum: pocas primeras líneas pueden superar “In 1984 I was hospitalized for approaching perfection”, que abre American Water (1998), posiblemente su trabajo mejor conocido, o “No I don’t really want to die, I only want to die in your eyes”, verso de “How to Rent a Room”, primera pieza de The Natural Bridge (1996), posiblemente la más apreciada por sus fans, Lana Del Rey incluida. Ternura y tremendismo.

Para Justin Taylor (El evangelio de la anarquía, 2011) los versos de Berman tienen el mismo efecto que “ciertos versos de la Biblia, ciertos aforismos de Zürau o algunos momentos de Los Simpson”. Logró como pocos un matrimonio armónico entre “baja” y “alta” cultura: tras su suicidio aparecieron homenajes en revistas y sitios literarios y musicales, pero también en el Nissan Stadium, casa de los Tennessee Titans, su equipo predilecto quizá por representar a Nashville, su hogar de adopción durante los años finales de su vida. Al enterarse de su muerte, Ed Park, autor de la novela Personal Days (2008), decidió ponerse en contacto con su hermana, que tenía su copia de Actual Air. La entrega del libro ocurrió bajo la lluvia, observada por un par de policías que sospechaban de aquello que veían y a quienes Park tuvo que explicar que no se trataba de venta de drogas sino de la entrega de un libro de poemas, de “los mejores poemas que he leído en mi vida”.

No es casual que Taylor ponga la obra de David Berman junto a los aforismos de Kafka. En ella podemos encontrar declaraciones casi incomprensibles pero hermosas (“toda el agua es agua clásica”, dice uno de los poemas de Actual Air) o verdaderas lecciones de vida (“No puedes cambiar cómo te sientes pero sí puedes cambiar cómo te sientes acerca de cómo te sientes, en un segundo o dos”, canta en “People”) o de estética zen (“deja que el espejo se exprese por la habitación”, en “Buckingham Rabbit”). El propio Berman declaró que componía en fragmentos, como verdadero producto de la posmodernidad. Sin ser jamás didácticos, sus aforismos suenan como la combinación de los escritos de un sabio del desierto, los murmullos de un drogadicto visionario o los refranes de una región empobrecida por los cambios económico-industriales propios del posfordismo.

Hay también algo de comediante en Berman, pues nunca dudó en usar su lírica para confundir el set de stand-up con el diván del psicoanalista. Los pocos conciertos grabados de los Silver Jews permiten apreciar que tenía un hábito similar al de John Ashbery al leer sus poemas en público. En ambos hubo siempre una pulsión por enrarecer aún más su obra, y así, mientras Ashbery podía dar una lista de ingredientes o posibles referencias que no terminaban realmente de “explicar” el poema que se preparaba para leer, Berman solía comentar el origen “autobiográfico” de algunas de sus canciones con la intención de “desmitificarlas”. Ambos eran aficionados a explicar las circunstancias personales que habían dado pie a partes de sus obras.

La lírica de David Berman es una investigación sobre cómo funciona el mundo, partiendo siempre desde diferentes ángulos. Hay una visión plena sobre cómo todos los objetos del mundo están conectados y tienen orígenes inverosímiles y maravillosos. En Cosas transparentes, una de las últimas novelas de Vladimir Nabokov, uno de los personajes dice que si observas detenidamente y con atención un objeto este puede mostrarte su historia. Vienen a la mente los siguientes versos de los “Cantos for James Michener”, parte II, contenidos en Actual Air: “La capilla del hospital le había comprado una máquina / de humo abollada a una banda local de heavy metal / que se desintegró debido a desacuerdos / sobre iconografía vikinga”. En “I Remember Me” un hombre que sufre un accidente que le arruina la vida compra el camión que lo atropelló con el dinero que recibe como compensación. A Berman le interesaba también la manera en la que se administra el mundo, y es común encontrar en sus canciones y poemas referencias a programas o empleados gubernamentales. Hay pequeñas notas antiantropocentristas en su obra, y el ejemplo más claro sería “Ballad of Reverend War Character”, donde canta cosas como “las estrellas no brillan sobre nosotros, sólo estamos en medio del camino que recorre su luz”.

Esta última canción es uno de sus trabajos más depresivos. Todo en ella está mal: hay un profesor de latín que huele a orines, un segundón de un equipo que no puede conseguir que alguien le dé aventón al finalizar el juego, una mujer muere en un sillón, alguien encuentra un gato muerto en un techo. Pocas canciones de los Silver Jews llegan a este nivel de desesperación y oscuridad. Berman prefería contrastar este tipo imágenes con otras en las que lo triste y lo bello hicieran algo de contrapeso a la desesperación. Incluso llegó a cantar sobre peripecias personales usando esquemas virtuosos de rima. El ejemplo ideal es la canción que abre su única producción bajo el nombre de Purple Mountains: “I met failure in Australia / I fell ill in Illinoise / I nearly lost my genitalia / to an anthill in Des Moines”. Pero incluso en esta canción desesperada logra incluir un par de aforismos brillantes, como este con tintes zen: “The end of all wanting is all I’ve been wanting” (“todo lo que he deseado es dejar de desear”) o “And a setback could be a setup / for a comeback if you don’t let up”.

David Berman fue, como John Berryman, un poeta desesperado y dado a temporadas depresivas. La leyenda romantiza este aspecto e incluso ambos pusieron de su parte. Durante uno de sus intentos de suicidio Berman se vistió con su traje de bodas e intento morir de una sobredosis en una habitación de hotel de lujo que apenas pudo costear. Leslie Jamison ha escrito contra la mitificación del alcoholismo de Berryman, proponiendo enfocarse en la vitalidad de su poesía. La vida de ambos es una serie de intervalos entre el consumo de sustancias, la depresión y una repentina vuelta a la vida con las esperanzas puestas en la mejora personal o la religión. Berman tardó gran parte de su vida en hacerse notar, debido a que no se sentía capaz de llevar a su banda en tours promocionales. Grabar con él fue también una tarea complicada durante los primeros años de los Silver Jews. Tras un retiro de diez años, su retorno como Purple Mountains en 2019 fue sorpresivo. No así su muerte, ocurrida el 7 de agosto del mismo año, a pocos días de comenzar el tour promocional de Purple Mountains.

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El sentido del mundo está fuera del mundo

En On Poetry (2012), libro de ensayos surgido de su experiencia dirigiendo un taller de poesía, Glyn Maxwell presenta una teoría: la poesía es una lucha, en la página, del color negro contra el color blanco. Uno de los atributos de un buen poema, o de un poema resistente, sería su capacidad para no ser absorbido por el blanco de la página. Mientras desarrolla esta teoría y va dando ejemplos, aborda el caso de músicos de rock a quienes se ha considerado, también, poetas (Dylan, Cohen, Morrison, etc.). Según Maxwell, al aislar algunas letras (“poemas”) de estos autores es posible percatarse de que, sin el acompañamiento musical, el negro no posee energía suficiente para triunfar sobre el blanco, aunque existen algunas excepciones.

En la consideración de todos estos músicos-poetas prevalece su apreciación como músicos antes que como poetas, pero la obra de David Berman (1967-2019) es suficientemente problemática como para que no haya consenso respecto a qué aspecto de su trabajo es el más importante, si el musical (con sus diferentes proyectos: Silver Jews, Purple Mountains) o el escrito, representado por dos libros, Actual Air (poemas, aún sin traducción al español) y The Portable February (caricaturas/poemas visuales), así como el blog Menthol Mountains.

Queda claro que la popularidad de Berman, quien falleció hace cinco años, proviene de su trabajo musical, pero el lanzamiento de su primer libro de poemas lo colocó como una nueva voz, digna de ser comparada con la obra de James Tate, con quien estudió, o de John Ashbery. Actual Air es también algo extraño de atestiguar: un best seller de poesía que no es una absoluta mierda. En la imagen de su autor se reciclan muchos estereotipos: el genio incomprendido, el sabelotodo de humor retorcido, el hombre que reforma su vida gracias al reencuentro con la religión, el drogadicto genial que no sabe si es genial gracias a las drogas o pese a ellas, el hombre depresivo que no encuentra sentido a la vida y se entrega a un nihilismo sui géneris.

Las letras de muchas canciones de David Berman podrían traducirse y ser presentadas como poemas. Como buen orfebre, dio al indie rock dos elegantes e insuperables aperturas de álbum: pocas primeras líneas pueden superar “In 1984 I was hospitalized for approaching perfection”, que abre American Water (1998), posiblemente su trabajo mejor conocido, o “No I don’t really want to die, I only want to die in your eyes”, verso de “How to Rent a Room”, primera pieza de The Natural Bridge (1996), posiblemente la más apreciada por sus fans, Lana Del Rey incluida. Ternura y tremendismo.

Para Justin Taylor (El evangelio de la anarquía, 2011) los versos de Berman tienen el mismo efecto que “ciertos versos de la Biblia, ciertos aforismos de Zürau o algunos momentos de Los Simpson”. Logró como pocos un matrimonio armónico entre “baja” y “alta” cultura: tras su suicidio aparecieron homenajes en revistas y sitios literarios y musicales, pero también en el Nissan Stadium, casa de los Tennessee Titans, su equipo predilecto quizá por representar a Nashville, su hogar de adopción durante los años finales de su vida. Al enterarse de su muerte, Ed Park, autor de la novela Personal Days (2008), decidió ponerse en contacto con su hermana, que tenía su copia de Actual Air. La entrega del libro ocurrió bajo la lluvia, observada por un par de policías que sospechaban de aquello que veían y a quienes Park tuvo que explicar que no se trataba de venta de drogas sino de la entrega de un libro de poemas, de “los mejores poemas que he leído en mi vida”.

No es casual que Taylor ponga la obra de David Berman junto a los aforismos de Kafka. En ella podemos encontrar declaraciones casi incomprensibles pero hermosas (“toda el agua es agua clásica”, dice uno de los poemas de Actual Air) o verdaderas lecciones de vida (“No puedes cambiar cómo te sientes pero sí puedes cambiar cómo te sientes acerca de cómo te sientes, en un segundo o dos”, canta en “People”) o de estética zen (“deja que el espejo se exprese por la habitación”, en “Buckingham Rabbit”). El propio Berman declaró que componía en fragmentos, como verdadero producto de la posmodernidad. Sin ser jamás didácticos, sus aforismos suenan como la combinación de los escritos de un sabio del desierto, los murmullos de un drogadicto visionario o los refranes de una región empobrecida por los cambios económico-industriales propios del posfordismo.

Hay también algo de comediante en Berman, pues nunca dudó en usar su lírica para confundir el set de stand-up con el diván del psicoanalista. Los pocos conciertos grabados de los Silver Jews permiten apreciar que tenía un hábito similar al de John Ashbery al leer sus poemas en público. En ambos hubo siempre una pulsión por enrarecer aún más su obra, y así, mientras Ashbery podía dar una lista de ingredientes o posibles referencias que no terminaban realmente de “explicar” el poema que se preparaba para leer, Berman solía comentar el origen “autobiográfico” de algunas de sus canciones con la intención de “desmitificarlas”. Ambos eran aficionados a explicar las circunstancias personales que habían dado pie a partes de sus obras.

La lírica de David Berman es una investigación sobre cómo funciona el mundo, partiendo siempre desde diferentes ángulos. Hay una visión plena sobre cómo todos los objetos del mundo están conectados y tienen orígenes inverosímiles y maravillosos. En Cosas transparentes, una de las últimas novelas de Vladimir Nabokov, uno de los personajes dice que si observas detenidamente y con atención un objeto este puede mostrarte su historia. Vienen a la mente los siguientes versos de los “Cantos for James Michener”, parte II, contenidos en Actual Air: “La capilla del hospital le había comprado una máquina / de humo abollada a una banda local de heavy metal / que se desintegró debido a desacuerdos / sobre iconografía vikinga”. En “I Remember Me” un hombre que sufre un accidente que le arruina la vida compra el camión que lo atropelló con el dinero que recibe como compensación. A Berman le interesaba también la manera en la que se administra el mundo, y es común encontrar en sus canciones y poemas referencias a programas o empleados gubernamentales. Hay pequeñas notas antiantropocentristas en su obra, y el ejemplo más claro sería “Ballad of Reverend War Character”, donde canta cosas como “las estrellas no brillan sobre nosotros, sólo estamos en medio del camino que recorre su luz”.

Esta última canción es uno de sus trabajos más depresivos. Todo en ella está mal: hay un profesor de latín que huele a orines, un segundón de un equipo que no puede conseguir que alguien le dé aventón al finalizar el juego, una mujer muere en un sillón, alguien encuentra un gato muerto en un techo. Pocas canciones de los Silver Jews llegan a este nivel de desesperación y oscuridad. Berman prefería contrastar este tipo imágenes con otras en las que lo triste y lo bello hicieran algo de contrapeso a la desesperación. Incluso llegó a cantar sobre peripecias personales usando esquemas virtuosos de rima. El ejemplo ideal es la canción que abre su única producción bajo el nombre de Purple Mountains: “I met failure in Australia / I fell ill in Illinoise / I nearly lost my genitalia / to an anthill in Des Moines”. Pero incluso en esta canción desesperada logra incluir un par de aforismos brillantes, como este con tintes zen: “The end of all wanting is all I’ve been wanting” (“todo lo que he deseado es dejar de desear”) o “And a setback could be a setup / for a comeback if you don’t let up”.

David Berman fue, como John Berryman, un poeta desesperado y dado a temporadas depresivas. La leyenda romantiza este aspecto e incluso ambos pusieron de su parte. Durante uno de sus intentos de suicidio Berman se vistió con su traje de bodas e intento morir de una sobredosis en una habitación de hotel de lujo que apenas pudo costear. Leslie Jamison ha escrito contra la mitificación del alcoholismo de Berryman, proponiendo enfocarse en la vitalidad de su poesía. La vida de ambos es una serie de intervalos entre el consumo de sustancias, la depresión y una repentina vuelta a la vida con las esperanzas puestas en la mejora personal o la religión. Berman tardó gran parte de su vida en hacerse notar, debido a que no se sentía capaz de llevar a su banda en tours promocionales. Grabar con él fue también una tarea complicada durante los primeros años de los Silver Jews. Tras un retiro de diez años, su retorno como Purple Mountains en 2019 fue sorpresivo. No así su muerte, ocurrida el 7 de agosto del mismo año, a pocos días de comenzar el tour promocional de Purple Mountains.

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lunes, 29 de julio de 2024

Nuevas coordenadas en Walter Benjamin

Tiene algo lo mismo vulgar que pretencioso intentar resumir la tesis de Obra de los pasajes de Walter Benjamin. Vulgar porque es bastante conocida ya, como para andar dando cátedra; pretencioso por su carácter atómico y su estatuto de proyecto inacabado. Pero lo exige el libro del que me ocupo, así que digamos que Obra de los pasajes pretende rastrear la historia de la modernidad a partir de los materiales de una ciudad, París. Lo interesante del libro, además, está precisamente en su forma, en mancuerna con su estado inconcluso (persiste la sospecha de que no podría acabarse): es una colección de fragmentos, citas, el anecdotario de una urbe, que bien podrían reordenarse al infinito, de acuerdo al tema abordado. Se trata, para bien y mal, del punto de partida de un método de investigación, el modelo que nos hace, hoy, ponerle atención y reflexionar sobre fenómenos distintos, como el hecho de que en la Ciudad de México, por ejemplo, los cajeros automáticos se utilicen como dormitorios por los desposeídos, o que en donde se solían leer periódicos (en los cafés, en el transporte público) ahora se observen pantallas; ese tipo de cosas.

Al pensar en Obra de los pasajes, sea vulgar o pretenciosamente, me vienen a la mente dos personajes invocados por Benjamin: el detective y el cazador. Sea un mohicano atento a las alteraciones en el ambiente de un bosque espeso o un hombre tras una pista, el habitante de las grandes urbes parece encontrarse en una especie de estado de shock continuo, un cable pelado, el neurótico que detecta cómo se aproxima el futuro histórico a partir de las ruinas del presente. Así, este libro de Benjamin tiene algo de apocalíptico y abrumador, en cualquier ladrillo o viga se encuentran las claves de nuestra catástrofe.

Pero en Zona urbana (2004) Martín Kohan nos recuerda, como si se tratara de un alivio, que no es la única manera en que Walter Benjamin abordó la reflexión ni la escritura sobre una ciudad. Además de París, Benjamin creó una zona reflexiva sobre la urbe que al norte contaba con Berlín, al sur con Nápoles y al este con Moscú (París queda, así, al oeste; y aún más al oeste, pero como un punto en el horizonte inaccesible, fantasmagórico, permanecerá Nueva York). El libro de Kohan llega apenas al gran público (fue reeditado recientemente por Eterna Cadencia y ya se distribuye en México), y surgió a partir de un proyecto de investigación, “Ciudades escritas: folletines europeos, ficciones nacionales (1880-1930)”, que dirigió Sylvia Saítta en la UBACYT. Así que hay que advertir que cuenta con una escritura propia del mundo académico, interesada en la precisión exhaustiva. 

El tono recuerda al que Kohan utilizó, irónicamente, en su novela escolar y de ambientes disciplinarios, la celebrada Ciencias morales (Anagrama, 2007), que se desarrolla en la Buenos Aires de los ochenta. Sin embargo, en el último capítulo de este Ensayo de lectura sobre Walter Benjamin (como se subtitula) Kohan se permite jugar a una especie de cubo de Rubik a partir de las categorías y las coordenadas que ha delineado a lo largo del libro. En resumen, si París sirvió para que Benjamin hiciera su lectura histórica-ideológica (a partir de las lecturas realizadas en la Biblioteca Nacional de esa ciudad), Berlín fue el espacio que dio pie a una escritura autobiográfica y afectiva (donde uno debe aprender a perderse) y Moscú, en cambio, una atómica e impresionista (donde uno debe aprender a orientarse); Nápoles es lo contrario de París, donde no hay coordenadas ni presencia aún de la modernidad.

Donde en un texto académico iría una conclusión y una recapitulación, Martín Kohan ofrece ese juego de reordenamiento (que igual concluye y recapitula). Es un episodio refrescante, suena como el discurso del general que conoce bien un mapa y nos explica qué pasaría si un contingente entrara por el norte, otro atacara por el sur o si se cerraran filas en el oeste. Sobre la tecnología, esto se desprende si se habla desde Moscú; sobre el azar, esto otro si lo vemos desde Nápoles; sobre la memoria, si atendemos desde Berlín; sobre los desplazamientos, si se hace desde París. Diarios de Benjamin, memorias, artículos, ensayos y discursos radiofónicos (pero también una abundante bibliografía secundaria) se unen aquí, bajo una mirada heterogénea, gracias a la estrategia conceptual de una “zona”. Y aunque la cruz dibujada sigue teniendo una punta desproporcionada, París, la propuesta de lectura de Kohan ayuda a expandir nuestra visión del inagotable Walter Benjamin.

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Nuevas coordenadas en Walter Benjamin

Tiene algo lo mismo vulgar que pretencioso intentar resumir la tesis de Obra de los pasajes de Walter Benjamin. Vulgar porque es bastante conocida ya, como para andar dando cátedra; pretencioso por su carácter atómico y su estatuto de proyecto inacabado. Pero lo exige el libro del que me ocupo, así que digamos que Obra de los pasajes pretende rastrear la historia de la modernidad a partir de los materiales de una ciudad, París. Lo interesante del libro, además, está precisamente en su forma, en mancuerna con su estado inconcluso (persiste la sospecha de que no podría acabarse): es una colección de fragmentos, citas, el anecdotario de una urbe, que bien podrían reordenarse al infinito, de acuerdo al tema abordado. Se trata, para bien y mal, del punto de partida de un método de investigación, el modelo que nos hace, hoy, ponerle atención y reflexionar sobre fenómenos distintos, como el hecho de que en la Ciudad de México, por ejemplo, los cajeros automáticos se utilicen como dormitorios por los desposeídos, o que en donde se solían leer periódicos (en los cafés, en el transporte público) ahora se observen pantallas; ese tipo de cosas.

Al pensar en Obra de los pasajes, sea vulgar o pretenciosamente, me vienen a la mente dos personajes invocados por Benjamin: el detective y el cazador. Sea un mohicano atento a las alteraciones en el ambiente de un bosque espeso o un hombre tras una pista, el habitante de las grandes urbes parece encontrarse en una especie de estado de shock continuo, un cable pelado, el neurótico que detecta cómo se aproxima el futuro histórico a partir de las ruinas del presente. Así, este libro de Benjamin tiene algo de apocalíptico y abrumador, en cualquier ladrillo o viga se encuentran las claves de nuestra catástrofe.

Pero en Zona urbana (2004) Martín Kohan nos recuerda, como si se tratara de un alivio, que no es la única manera en que Walter Benjamin abordó la reflexión ni la escritura sobre una ciudad. Además de París, Benjamin creó una zona reflexiva sobre la urbe que al norte contaba con Berlín, al sur con Nápoles y al este con Moscú (París queda, así, al oeste; y aún más al oeste, pero como un punto en el horizonte inaccesible, fantasmagórico, permanecerá Nueva York). El libro de Kohan llega apenas al gran público (fue reeditado recientemente por Eterna Cadencia y ya se distribuye en México), y surgió a partir de un proyecto de investigación, “Ciudades escritas: folletines europeos, ficciones nacionales (1880-1930)”, que dirigió Sylvia Saítta en la UBACYT. Así que hay que advertir que cuenta con una escritura propia del mundo académico, interesada en la precisión exhaustiva. 

El tono recuerda al que Kohan utilizó, irónicamente, en su novela escolar y de ambientes disciplinarios, la celebrada Ciencias morales (Anagrama, 2007), que se desarrolla en la Buenos Aires de los ochenta. Sin embargo, en el último capítulo de este Ensayo de lectura sobre Walter Benjamin (como se subtitula) Kohan se permite jugar a una especie de cubo de Rubik a partir de las categorías y las coordenadas que ha delineado a lo largo del libro. En resumen, si París sirvió para que Benjamin hiciera su lectura histórica-ideológica (a partir de las lecturas realizadas en la Biblioteca Nacional de esa ciudad), Berlín fue el espacio que dio pie a una escritura autobiográfica y afectiva (donde uno debe aprender a perderse) y Moscú, en cambio, una atómica e impresionista (donde uno debe aprender a orientarse); Nápoles es lo contrario de París, donde no hay coordenadas ni presencia aún de la modernidad.

Donde en un texto académico iría una conclusión y una recapitulación, Martín Kohan ofrece ese juego de reordenamiento (que igual concluye y recapitula). Es un episodio refrescante, suena como el discurso del general que conoce bien un mapa y nos explica qué pasaría si un contingente entrara por el norte, otro atacara por el sur o si se cerraran filas en el oeste. Sobre la tecnología, esto se desprende si se habla desde Moscú; sobre el azar, esto otro si lo vemos desde Nápoles; sobre la memoria, si atendemos desde Berlín; sobre los desplazamientos, si se hace desde París. Diarios de Benjamin, memorias, artículos, ensayos y discursos radiofónicos (pero también una abundante bibliografía secundaria) se unen aquí, bajo una mirada heterogénea, gracias a la estrategia conceptual de una “zona”. Y aunque la cruz dibujada sigue teniendo una punta desproporcionada, París, la propuesta de lectura de Kohan ayuda a expandir nuestra visión del inagotable Walter Benjamin.

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jueves, 25 de julio de 2024

Un autor de libros ocultos

Hace unos años me invitaron a redactar una breve entrada en una revista, para hablar de mis diez cuentos favoritos. El primer problema fue que prefiero no elaborar listas que intentan embalsamar nuestra relación con las obras. El segundo, mi terquedad de incluir un disco que, desde hacía pocos años y hasta ahora, es uno de mis favoritos (aunque preferiría no tener la necesidad de incluirlo en una lista personal): Lisbon (2006), de Keith Fullerton Whitman. Se trata de una sesión en vivo, de poco más de 41 minutos de duración, tendiente a lo abstracto y totalmente desprovista de palabras o de la presencia de voz humana.

Lo que me resulta problemático, ahora que recuerdo mi gesto pretencioso, no es tanto haber roto las reglas de la invitación sino que, pensado como obra narrativa, Lisbon tendría que ser una novela, no un cuento. En él (o en ella, si la pensamos como novela) había encontrado una historia que sentí como arcana y que no terminaba de revelarse en sus elementos específicos. Al contrario de las obras en las que intervienen palabras, aquí cada nueva escucha (o lectura) suponía una narración distinta, tomando como base su estructura, dividida en dos “libros” claramente diferenciados: uno de planteamiento gradual, más minucioso, y el segundo con cualidades reminiscentes de la épica. En una forma íntima se sentía como la huella de una novela secreta, adivinada en sus rasgos, comentada de boca en boca y que resultaba más evocadora por lo que dejaba a la imaginación.

Hay una forma de literatura que ha acumulado influencia gracias a su vocación de ocultarse. Mejor dicho, gracias a su inexistencia. Libros que son el objeto de otros libros, en los que no dejan de discutirse, cuyos personajes parecen incapaces de olvidarlos. Se habla de ellos (los libros inexistentes, aunque plenamente reales en el mundo retratado en los otros libros) como prodigios que se persiguen hasta la locura, sin acercarse a su misterio. O sin llegar a encontrarlos, incluso. El influjo que ejercen sólo es tan poderoso como el del libro que cuenta la historia en torno a él, nunca más que eso. Pero cuando este último está bien logrado llega a ser considerable.

Uno de los más comentados en años recientes, La más recóndita memoria de los hombres (2021), de Mohamed Mbougar Sarr, plantea un entramado ambicioso de luchas independentistas, viajes transatlánticos, poscolonialidad, ocultismo, apropiación literaria, guerras mundiales, boom latinoamericano y otras cosas tanto o más grandes, que al centro tienen un libro ficticio, El laberinto de lo inhumano. Sólo un texto que jamás se revela (salvo un fragmento) podría sostener una historia de ese tamaño y explicar la obsesión febril de su protagonista, Elimane, y de otros personajes centrales. Roberto Bolaño, un antecedente claro para la obra de Mbougar Sarr, también se dedicó a magnificar, por la vía del ocultamiento, los textos que movieron gran parte de la trama en sus dos novelas principales: la obra de Cesárea Tinajero en Los detectives salvajes (1998) y El padre, de Benno von Archimboldi, protagonista de la sección final del políptico 2666 (2004). Está el caso obvio del vasto acervo de libros ficticios en los cuentos de Borges (quien, por cierto, aparece fugazmente en La más recóndita memoria de los hombres) y los libros hipotéticos, sólo adivinables a través de sus respectivas reseñas, en Vacío perfecto (1971), de Stanisław Lem (algunas de las cuales parecerían contener el libro mismo). En casi todos los ejemplos la obra oculta alcanza una escala intimidante, casi pavorosa, gracias a que su presencia se envuelve en sombras.

La ventaja de los textos inexistentes consiste en que nunca llegan hasta nosotros y, por tanto, no tenemos que leerlos y comprobar cómo su poder se disuelve. En vez de eso permanecen fuera de nuestro alcance, en un sitio desde el cual pueden mover los hilos de la narración que los contiene y donde permanecen, siempre esquivos y herméticos, sordos ante nuestros reclamos y nuestras preguntas. En ese sentido la estrategia hábil del ocultamiento puede ser acertada. Aunque queda la sospecha (más bien una certeza, aunque es mejor plantearlo con generosidad) de que en realidad se trata de textos imposibles de escribir, al menos con palabras. La forma más aproximada de representar historias de esa dimensión, capaces de convocar un poder como el que se sugiere, tendría que recurrir a otros medios. Una forma de narrar que sería no propiamente abstracta (una categoría en la que se incluyen narraciones hechas con palabras) sino fantasmática: cuando se lee un texto el encuentro es análogo al de dos personas, que comparten plano físico y lenguaje verbal. Las otras historias “hablan” desde un sitio que sólo se interseca parcialmente con el nuestro. Su voz llega por rutas oblicuas.

Parecería injusto dar ejemplos concretos de piezas musicales susceptibles de escucharse como intentos de narrar estos libros secretos: además de ser una categoría laxa, fácilmente trasladable a obras muy distintas entre sí (muy dependiente de la disposición, más que de un análisis riguroso de las cualidades), representa la imposición de un peso que puede ser difícil de llevar. La posibilidad del trabajo de Keith Fullerton Whitman se sustenta en su solidez, las características texturales y, sobre todo, la forma de sus composiciones, especialmente durante los últimos 18 años. Lisbon llegó al final de lo que podría considerarse su período de mayor celebridad, que lo vio asociado (no siempre acertadamente) con el microsound, un subgénero del ambient que durante la primera década del siglo logró llegar a un público más amplio que el que sería típico de un nicho experimental. Desde el inicio sus piezas fueron más ambiciosas, con intenciones más claras y afinadas que las más representativas del subgénero, pero con Lisbon (y el resto de los trabajos alrededor de 2006) el marco se expandió considerablemente, no sólo en duración, y esa amplitud puso al descubierto sus tendencias narrativas.

Whitman ha mostrado desde sus álbumes tempranos una comprensión profunda de los orígenes y los varios decursos de la música electrónica. En cada uno de sus períodos es posible encontrar líneas que conectan sus trabajos con distintos momentos de esta historia, que se toman como partida hacia exploraciones que van más allá del homenaje. Eso le ha permitido encontrar vías significativas para abandonar y renovar sus métodos. Tomados aisladamente, obras que tienen varios años de diferencia podrían sonar como la obra de autores diferentes, pero escuchando la sucesión entera (su perfil de Bandcamp enlista 75 lanzamientos) se comprenden muchos de los puntos de giro y las continuidades. Así, en vez de anclarse en el sonido que le dio mayor notoriedad (el que correspondería, tal vez, a Playthroughs, de 2002), ha tomado varias desviaciones, hasta las piezas de larguísimo aliento de años recientes, hechas con sintetizadores modulares. En ellas, como Late Monoliths, 2011-2013 (2017), una colección de casi siete horas de duración, se alternan largas mesetas y valles con pasajes llenos de pulsos de pendiente acentuada, algo que se contrapone de manera clara al uso cómodo que se da al instrumento en el entorno de la meditación superficial y el new age más utilitario.

Presque Là, aparecido hace unos meses, acentúa ambas tendencias: las aristas son más afiladas y sus posibilidades de lectura, en tanto historia, son más aparentes: hay motivos que acumulan intensidad hasta casi saturarse, para luego hacer digresiones sin abandonar del todo los elementos anteriores. Ni las fracturas ni la acumulación apuntan hacia conclusiones: son historias que valen por sus pasajes, no por su destino. La división por pistas es provocadora: son doce, cada una de quince minutos de duración, ni un segundo más ni uno menos. Estos cortes no se ajustan al curso de la música, que continúa a través de ellos sin interrupción. En cambio, los finales y recomienzos suceden en unos pocos puntos aleatorios, durante las tres horas de duración del álbum, en medio de las piezas. No se sienten como una culminación ni un inicio gradual, sino que sólo parecen cortarse o brotar de la nada, ya formadas. Como experimento narrativo es elocuente: el final y el comienzo de cualquier historia, no sólo aquí, parece decirnos, es siempre una decisión arbitraria de quien la cuenta. Cada una de ellas podría extenderse indefinidamente en cualquier dirección.

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