miércoles, 24 de julio de 2024

Soledades con vista al mar

Como los anuncios escritos que antaño recibían a los viajeros europeos llegados por tierra a Constantinopla –el umbral de Oriente, donde los salones de té se transformaban en alfombras, café y narguile–, al inicio de Caminos cruzados (2024), cuarto largometraje del sueco de raíz georgiana Levan Akin, nos recibe una curiosa aclaración lingüística: los idiomas georgiano y turco, aunque de distinta raíz genealógica, comparten el uso de un género neutro mediante el cual las cosas pueden ser nombradas sin atribuírseles femineidad ni masculinidad alguna. Notable distinción en el habla para dos culturas nacionales con sólidos patrones de género y tradicional recelo machista ante cualquier atisbo cuir.

La frontera entre Georgia y Turquía, así como el largo camino que cruza el país desde esa aduana hasta la tumultuosa Estambul, en la otra punta del mapa turco, es el escenario ideal –narrativa pero también simbólicamente– para situar una especie de road movie sobre identidades en tránsito que emplea con sabiduría las fichas de un buen western o un policial: dos forasteros que atraviesan paisajes insondables de una cultura ajena, la búsqueda de alguien que se esfumó, una detective –abogada– que conoce los atajos de una ciudad subyugante y hostil, pistas falsas, incertidumbre y al final, cuando hemos mirado directo al abismo, un destello de humanidad que les salva –y nos salva– de caer.

Lia (Mzia Arabuli), una maestra jubilada, georgiana, de mirada severa y levemente alcohólica, afronta la muerte reciente de su hermana con el propósito de viajar a Turquía para encontrar a su sobrina Tekla, una mujer trans que huyó de Batumi –comunidad en Georgia, punto de arranque de la cinta– después de dedicarse ahí al trabajo sexual en una zona costera de cabañas desvencijadas. Su guía es Achi (Lucas Kankava), un millennial rezongón, noble y despistado que tiene sus propias razones para escapar de Batumi y se ofrece a hacer de intérprete mientras Lia acepte llevarlo a Estambul.

Levan Akin

Mzia Arabuli en Caminos cruzados (2024), de Levan Akin

En la pesquisa se internan en los barrios menos turísticos de la capital turca –ciudad de gatos y mezquitas, pero también de tráfico de toda índole–, provocando que sus caminos se crucen con el de Evrin (Deniz Dumanli), una abogada trans que trabaja pro bono para la organización Pink Life, dedicada a la comunidad LGBT+. Tanto si Tekla sigue en Estambul o sigue viva, como si no lo está, las pistas podrían hallarse en los ambientes conocidos por Evrin. A partir de ahí la cámara fluida, disciplinada y empática de la fotógrafa sueco-alemana Lisabi Fridell (Stupid Young Heart, 2018) cobra vida propia para escudriñar los rincones de las calles, vidas anónimas, murmullos y ritmos de la ciudad mientras sigue a los tres personajes que deambulan y buscan, primero, a Tekla, después el sentido de su búsqueda y, finalmente, a ellas mismas.

Junto al minucioso y sensorial retrato de Estambul como urbe-colmena, otro logro mayor de Caminos cruzados es el rostro, la mirada de la veterana Mzia Arabuli como centro gravitacional del estupendo reparto. Aunque desconocida fuera de Georgia o incluso para los georgianos nacidos tras la disolución socialista, Arabuli es una actriz con tal camino andado que actuó para Serguéi Paradjánov en una de sus últimas películas, La leyenda de la fortaleza de Suram (1985). Sin embargo, no había tenido un protagónico, inexplicable al sentir la presencia física, el dominio del espacio y la contención emotiva de Lia, que conforme avanza en Caminos cruzados crece a la dimensión de una Anna Magnani entrada en años, de mirada sabia y endurecida.

Levan Akin

Lucas Kankava y Mzia Arabuli en Caminos cruzados (2024), de Levan Akin

Caminos cruzados entiende bien el espacio físico que la rodea y la engulle: las ciudades melancólicas que miran al mar, como Estambul (o Lisboa, Alejandría, Beirut, Montevideo, Trieste), respiran siempre a la espera de algo, de alguien. Levan Akin nació en Suecia poco después de que sus padres abandonaran la Georgia soviética, un país ya agrietado que iniciaba el largo derrumbe de los países del Este. Como cineasta dirigió sus dos primeros largometrajes en Suecia –Certain People, 2011; El círculo, 2015– pero su mirada autoral, madura, llegó con Al final bailamos (2019), situada tras el telón de la danza contemporánea en Georgia, en un movimiento de retorno a sus raíces que trasluce sinceridad en pantalla y semeja el viaje que emprenden los protagonistas de esta, su segunda película de ambiente georgiano.

Sin abordar nunca de frente la tensión generacional entre los que crecieron en el país socialista y la generación nacida después de 1991, la dupla formada por Lia y Achi plantea emotivas intuiciones sobre esa ambivalencia, sin ceder nunca a la demagogia o los lugares comunes sobre el tema. Con la misma sutileza, la película no pretende denunciar a la Turquía gobernada por Tayyip Erdoğan, sin embargo termina dibujando un retrato más completo y profundo de un país que se debate entre la integración a Europa occidental o volver a abrazar sus raíces ortodoxas, islámicas y otomanas más rígidas. Aunque la relación entre Lia, Achi y Evrin funciona como el relato de una familia improvisada de tres solitarios en busca de comunidad, puede leerse también como un diálogo humanista entre una sociedad ansiosa por sanar heridas pasadas (Lia), una juventud en busca de identidad o futuro (Achi) y, como vínculo, un inesperado puente afectivo (Evrin) que invita a reconocerse en la mirada de aquellos que consideramos diferentes.

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