Hace dos décadas publicamos el dossier “El arte de nuestro tiempo: seis figuras” (La Tempestad no. 34, enero-febrero de 2004), donde buscamos acercar a los lectores la obra de artistas consolidados que permitían identificar algunos caminos expresivos de inicios de siglo. Entre textos sobre Annette Messager (instalación), Anish Kapoor (escultura), Andreas Gursky (fotografía), Guillermo Kuitca (pintura) y Gabriel Orozco (obra multidisciplinaria), incluimos un texto de Ricardo Pohlenz sobre Bill Viola (video), que falleció el pasado 12 de julio. Lo recuperamos, junto a un ensayo de Jessica Romero que puede leerse aquí, para recordar a este pionero del videoarte.
Eran los últimos días de octubre de 2002 en Nueva York y, de pie en el vagón subterráneo, camino de Brooklyn a Manhattan, podía distinguirse, justo de frente, la publicidad del Guggenheim que daba fe de la exposición montada por aquel entonces en el museo. En la imagen que nos vendía lo que podíamos ver se reconocía una evocación de la Venus del espejo de Velázquez (sin querubín y con persianas venecianas de color verde) hecha por Sam Taylor-Wood para un montaje fotográfico al que llamó Soliloquy III.
Una vez en el Guggenheim, cuando se está frente a esta Venus velazquiana que uno ha ido persiguiendo en cada tren y desde cada parabús, se descubre en el extremo inferior lo que puede describirse como un contexto, una extensa tira fotográfica tomada con gran angular que recorre un salón de amplios ventanales donde ha sido dispuesto, en luminosa y hierática orgía, un grupo de personas desvestidas. Sólo dos –una pareja–, al fondo, permanecen con sus ropas puestas. Él, trajeado, frente a un escritorio, ajeno a lo que sucede a su alrededor; ella, que se exhibe frente a él sin pudor, con los brazos levantados, casi nos dice a Delvaux y sus parajes soñados, habitados por mujeres con la misma actitud, la misma luz.
La mujer, de rojo, sentada en un sillón, nos lleva fácilmente a Edward Hopper en lo que acaba por asumirse como el estudio del artista. Desde esta perspectiva no resulta difícil imaginar que en cada uno de los cuerpos desnudos vive escondida alguna postura retratada por otros maestros; nuestra memoria visual nos hace reconocerlos. Queda preguntarse si es un reconocimiento o tan sólo una ilusión de reconocimiento –en la costumbre de ciertas líneas, ciertas formas, cierta luz sobre el manchado policromo de una pintura (o, para el caso, de una fotografía de gran formato)– ver la imagen desde la certeza de lo sabido (de lo visto), con la distancia que supone el homenaje, sin percibir –tal vez– la trampa puesta por el artista.
Más allá de que era previsible que aquello que servía como testimonio del hecho artístico acabaría convirtiéndose en pieza de arte en sí –como lo ha declarado más de un estudioso con respecto al videoarte– existe esa expectativa –que cabe imaginar renacentista–, la de una pintura en movimiento.
El título de la exposición, Moving Pictures, presume como territorio conquistado algo que sin duda soñaron los viejos maestros: el cuadro cuyo portento supusiera una escena y no sólo su indicación, acto de mimesis extrema que sólo cabría imaginar sobrenatural y que, a lo largo del siglo recién cerrado, acabó por convertirse en una experiencia cotidiana. El cine, por llamar de algún modo al hecho esencial de la imagen en movimiento, sirve como vehículo documental y narrativo. Su antigüedad y su necesidad de preservación lo convierte en material de museo. Pero también –en tanto su director puede fungir como autor (como puede apreciarse en los momentos munchianos de Gritos y susurros de Bergman o en la eternidad impresionista de Empire de Warhol– estos rudimentos quedan convertidos en antecedentes de una nueva expresión de la imagen cinemática como arte (no como un arte). Más allá de que era previsible que aquello que servía como testimonio del hecho artístico acabaría convirtiéndose en pieza de arte en sí –como lo ha declarado más de un estudioso con respecto al videoarte– existe esa expectativa –que cabe imaginar renacentista–, la de una pintura en movimiento.
A lo largo del trayecto ascendente de la galería espiral que hace al Guggenheim abundan los señalamientos que indican el lugar donde se encuentra la videoinstalación de Bill Viola (en cada nivel, con salir a la zona de elevadores, uno puede omitir el tránsito procesionario para llegar directamente a ella). La iniciación supone un paseo por el hecho visual (sea el agotamiento íntimo de una pantalla de autocine fotografiada por Sugimoto –paisaje iluminado que tiende al vacío pero que supone el continuo de imágenes proyectadas a lo largo de toda la noche–, sea el muñeco que sirve para la proyección tridimensional de una Laurie Anderson que nos dice, todavía, una de sus observaciones con respecto a la vida moderna), pero no una verdadera preparación para lo que espera al final, en una galería excedida y oscura –cual caverna de Platón–, proyectado sobre cinco pantallas, cual frescos religiosos –se apuran a apuntar los curadores– de los grandes maestros italianos de los siglos XIII y XIV. (Está la nota que indica que la fuente directa e influencia del trabajo son los frescos de Giotto en la Capilla de los Scrovegni.)
Resulta una experiencia difícil de olvidar. La videoinstalación es arrobadora en sus imágenes y contenidos. Está ahí para ser vista y escuchada en su totalidad –poco más de 30 minutos–, no en un detenimiento casual por sus momentos –como podría hacer suponer su naturaleza casi pictórica–, cuya evolución resulta tan lenta que permite repartir la atención entre cada uno de ellos. Describirlos como videos supone, sin embargo, ante su evidencia formal y temática, una aproximación. Queda apelar a McLuhan y resignarse a que el medio es el mensaje, pero el medio –más allá de su descripción museográfica– no tiene límites bien definidos.
Describirlos como videos supone, sin embargo, ante su evidencia formal y temática, una aproximación. Queda apelar a McLuhan y resignarse a que el medio es el mensaje, pero el medio –más allá de su descripción museográfica– no tiene límites bien definidos.
Hace unos días, sentado con el fotógrafo y artista conceptual Mauricio Alejo, no nos quedaba sino recordar, con cierto arrobo (y mi preocupación por escribir estas líneas), el hecho vivencial que supone esta videoinstalación. Es casi pintura, acaba por decir Alejo, quien siempre ha sentido una fascinación morbosa por esa primera vocación pictorialista que tuvo la fotografía apenas Niepce perfeccionó algunos de sus rudimentos. No cabe hablar, por ejemplo, de montaje en los videos de Bill Viola: la cámara (o serie de cámaras) permanece inmóvil ante su objetivo en un continuo inherente y sin cortes. En el hecho mínimo –casi incidental– de los videos de Alejo, en el pequeño milagro que buscan representar, está el eco de la grandeza espiritual que determina –por sus fuentes y su búsqueda formal y temática– el trabajo de Viola, que había alcanzado una cima consagratoria en esa sala del Guggenheim. Se había convertido –al menos en ese momento– en uno de los grandes maestros.
La videoinstalación puede ser descrita de la siguiente manera: en una primera pantalla (Fire Birth) podemos apreciar una figura humana que parece manifestarse entre las llamas casi líquidas de un fuego primigenio y multicolor. En una segunda (The Deluge) somos testigos de cómo es sacado –con todo cuidado y empeño– el mobiliario de una casa en un edificio de ecos renacentistas hasta el momento sorpresivo en que surge un torrente de agua del interior. En una tercera (The Path) puede verse el paso de infinidad de caminantes por una senda boscosa. En una cuarta (The Voyage) somos testigos de dos escenas simultáneas: un hombre muere en su cama mientras sus posesiones mundanas son puestas por sus familiares en un bote al que subirá una vez que haya terminado su tránsito, dispuesto a bogar y perderse en su nueva existencia. En la quinta (Fire Light) puede verse a un grupo de rescate en trabajos durante una inundación que acaba por descubrir cómo una figura antropomórfica escapa del agua para perderse en el aire. El nombre del conjunto es Going Forth By Day, frase tomada de El libro de los muertos egipcio.
En la mera enumeración y escueta descripción de esta videoinstalación (que no puede compensar –ni siquiera con ilustraciones– haber sido testigo vivencial) queda señalada su naturaleza religiosa en la representación espiritual, casi mistérica, de la relación del hombre con lo trascendente. El propio Viola hace mención –por escrito– de Giotto, cuyos frescos de la Capilla de los Scrovegni (1305) ha descrito como “uno de los más grandes trabajos de arte-instalación del mundo”. Otra referencia culta dada en una entrevista señala el ciclo de frescos pintados por Signorelli en la Catedral de Orvieto (1499-1505), catálogo de imágenes apocalípticas.
En la mera enumeración y escueta descripción de esta videoinstalación (que no puede compensar –ni siquiera con ilustraciones– haber sido testigo vivencial) queda señalada su naturaleza religiosa en la representación espiritual, casi mistérica, de la relación del hombre con lo trascendente.
Los nombres dados y las imágenes vistas no permiten ser demasiado exclusivo con respecto a la tradición religiosa de la que se alimentan; hay una aspiración universal –desde las referencias renacentistas– que reconoce el alcance individual de cada perspectiva humana (como medida de todas las cosas), que encuentra lo excepcional en lo sucesivo, en lo trágico, en el hecho íntimo que supone todo milagro o trascendencia (el tema y el tratamiento de The Voyage están inspirados en la muerte del padre del artista). El hecho renacentista, la clara evocación de sus temas y formatos, de sus aspiraciones, hace de la videoinstalación de Bill Viola una experiencia que cabe describir como espiritual en un sentido avasallador y sincrético que va más allá de lo religioso y de lo estético en su efecto. Se trata de una trampa que redime la actualidad en términos de trascendencia. Nos seduce como público en el reconocimiento de ese espíritu renacentista que aprehendemos todavía como lugar de afectos y maravillas, síntesis y representación de un sentimiento, de un modo de ver el mundo, como un consuelo que sirve a falta de verdades trascendentes. Todos aquellos que, entre ruidos y trinos, recorren el bosque de The Path dicen al menos que la vida sigue y hay un camino para seguirla.
Por esos días, un mexicano en Nueva York, Víctor Rodríguez, había hecho con extremo fotorrealismo un retrato de su mujer y su hija en la contemplación de un dibujo hecho por la pequeña, y en el que no puede sino reconocerse el eco de una madonna renacentista, transgredido en el hecho de que el niño es niña (como debe haber pasado más de una vez con los modelos en el Quatrocento), pero vivo como tema y representación del mundo.
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