jueves, 4 de julio de 2024

Édouard Louis y la autoficción desde el margen

Quizá para algunos lectores sea familiar el nombre del escritor noruego Karl Ove Knausgård. La serie de libros agrupados bajo el polémico título de Mi lucha es un ejemplo representativo de autoficción, un género cuyas características fueron establecidas por teóricos como Serge Doubrovsky, que las puso en práctica en su obra creativa. No es necesario leer la serie completa de Knausgård para reconocer la apuesta principal de la autoficción en el siglo XXI: la exposición de la vida de una persona –en este caso un escritor de clase media– vista no a través del lente de la biografía sino con la ambigüedad como estrategia principal. Es decir, sin dejar claro hasta qué punto estamos leyendo, sin filtro, los entretelones de una autobiografía clásica y hasta qué punto somos cómplices de un ejercicio voyeurista al que sucumbimos por la adicción de mirar, en apariencia, la intimidad de una persona. La autoficción de nuestros días ha sido catapultada por la obsesión –ansiedad, se podría decir– de realidad, pues el ejercicio imaginativo se presenta a menudo como un modelo de evasión y superficialidad. Pensemos, por ejemplo, en las películas del llamado Universo Marvel y sus muestras de agotamiento.

Hago esta introducción para hablar de la obra del escritor francés Édouard Louis –en particular sus obras Para acabar con Eddy Bellegueule (2014) y Quién mató a mi padre (2018)–, porque representa una suerte de contrapuesta a la autoficción comercial que encabeza las listas de los libros más vendidos. Louis se mueve en una suerte de paradoja: explora las raíces de su vida desde la periferia y, al mismo tiempo, se ha convertido en un bestseller en Francia y otros países. Hijo de una familia obrera, nacido en 1992 Hallencourt, un pueblo en la región de Picardía, retrata el destino de una persona cuando su origen marginal lo condena a la pobreza, la violencia y el abandono progresivo del Estado.

Las obras de Louis son vistas no sólo como una radiografía de la desigualdad en el llamado Norte Global –punta de lanza de las políticas neoliberales exportadas a todo el mundo– sino como un antecedente de los movimientos de protesta ante el statu quo que se expresan a través de la izquierda –los chalecos amarillos y sindicatos, por ejemplo–, pero también han sido combustible para la ultraderecha que pretende responder las demandas de la población empobrecida por las políticas de las décadas recientes. Su estrategia, como es sabido, consiste no en resolver la desigualdad sino demonizar la migración, impulsar la guerra cultural contra el fantasma del comunismo y, recientemente, a partir del genocidio en Gaza, la islamofobia.

En Para acabar con Eddy Bellegueule, suerte de exorcismo personal a través de la biografía, Édouard Louis recupera varios tópicos conocidos de la memoria desde los márgenes: el descubrimiento de su homosexualidad en un entorno en el que debe ser reprimida; el intento por escapar a la pobreza y, por supuesto, la violencia cotidiana que funciona como una válvula de escape ante las difíciles condiciones de vida en un pueblo, lejos de las urbes en las que vive la élite francesa. La narrativa sobre la pobreza no es nueva. El naturalismo francés, cuyo exponente más conocido es Émile Zola, describía a las víctimas de la desigualdad en el marco de una sociedad determinista que condenaba a los habitantes de la periferia desde su nacimiento. La obra de Louis es una suerte de actualización de esta propuesta mediante la confesión en primera persona, lejos de las pretensiones sociológicas –asépticas– de la literatura del siglo XIX.

En muchos casos la autoficción pretende sumergir al lector en una esfera de autocomplacencia. A contracorriente, los textos de Édouard Louis recurren a un close up para mirar el mundo interior del protagonista, pero también para hacer un inventario del desastre social que se vive en Francia, a través de una narrativa descarnada. No hay final feliz más allá de la aceptación del autor-personaje en una escuela lejos de su familia para que pueda estudiar artes. Sin embargo, a pesar del escape, sabe que la pobreza es una marca en un entorno en el que la meritocracia no existe y en el que los engranajes que procesan a la población se parecen, cada vez más, a la sociedad estamental de antaño.

En Quién mató a mi padre explora la dinámica familiar a partir de la violencia que se ejerce a diferentes niveles, en una opresión que se vuelca desde las políticas de gobierno hasta los miembros más pequeños de las familias llevadas al límite. El ejercicio se aleja de la autobiografía tradicional y se presenta como episodios fragmentarios en los que se narra el accidente que tuvo el padre de Louis en la fábrica en la que trabajaba, y que lo discapacitó. A partir de ahí la familia comprueba los diferentes niveles de abandono estatal: la burocratización de la pobreza; la degradación de las ayudas sociales –entre ellas el acceso a medicinas– y el ataque desde la cúspide del gobierno a los sectores que no se pudieron unir a la fiesta de la globalización y la utopía del libre mercado.

En Quién mató a mi padre hay un episodio en el que se condensa el reclamo de Édouard Louis a lo largo de su obra: en un diálogo imaginario con el padre le dice que es consciente de que la política es una cuestión de vida o muerte. Acto seguido recuerda un pequeño milagro: un otoño la ayuda del gobierno francés para material escolar aumentó casi cien euros. Entonces la familia viaja en su diminuto auto a la playa para conocer, al fin, el mar. Es la celebración de una acción política que para la élite es intrascendente, cotidiano. Después afirma: “las clases dominantes pueden quejarse de un gobierno de izquierdas, pueden quejarse de un gobierno de derechas, pero un gobierno nunca les causa problemas digestivos, un gobierno nunca les destroza la espalda, un gobierno nunca los lleva a ver el mar. La política no cambia sus vidas, o lo hace bastante poco. Esto también es curioso, ellos hacen la política, pero la política apenas tiene un ningún efecto sobre sus vidas. Para las clases dominantes, la política es a menudo una cuestión estética: una manera de pensarse, una manera de ver el mundo, de construirse como individuos. Para nosotros, era vivir o morir”.

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