jueves, 25 de julio de 2024

Un autor de libros ocultos

Hace unos años me invitaron a redactar una breve entrada en una revista, para hablar de mis diez cuentos favoritos. El primer problema fue que prefiero no elaborar listas que intentan embalsamar nuestra relación con las obras. El segundo, mi terquedad de incluir un disco que, desde hacía pocos años y hasta ahora, es uno de mis favoritos (aunque preferiría no tener la necesidad de incluirlo en una lista personal): Lisbon (2006), de Keith Fullerton Whitman. Se trata de una sesión en vivo, de poco más de 41 minutos de duración, tendiente a lo abstracto y totalmente desprovista de palabras o de la presencia de voz humana.

Lo que me resulta problemático, ahora que recuerdo mi gesto pretencioso, no es tanto haber roto las reglas de la invitación sino que, pensado como obra narrativa, Lisbon tendría que ser una novela, no un cuento. En él (o en ella, si la pensamos como novela) había encontrado una historia que sentí como arcana y que no terminaba de revelarse en sus elementos específicos. Al contrario de las obras en las que intervienen palabras, aquí cada nueva escucha (o lectura) suponía una narración distinta, tomando como base su estructura, dividida en dos “libros” claramente diferenciados: uno de planteamiento gradual, más minucioso, y el segundo con cualidades reminiscentes de la épica. En una forma íntima se sentía como la huella de una novela secreta, adivinada en sus rasgos, comentada de boca en boca y que resultaba más evocadora por lo que dejaba a la imaginación.

Hay una forma de literatura que ha acumulado influencia gracias a su vocación de ocultarse. Mejor dicho, gracias a su inexistencia. Libros que son el objeto de otros libros, en los que no dejan de discutirse, cuyos personajes parecen incapaces de olvidarlos. Se habla de ellos (los libros inexistentes, aunque plenamente reales en el mundo retratado en los otros libros) como prodigios que se persiguen hasta la locura, sin acercarse a su misterio. O sin llegar a encontrarlos, incluso. El influjo que ejercen sólo es tan poderoso como el del libro que cuenta la historia en torno a él, nunca más que eso. Pero cuando este último está bien logrado llega a ser considerable.

Uno de los más comentados en años recientes, La más recóndita memoria de los hombres (2021), de Mohamed Mbougar Sarr, plantea un entramado ambicioso de luchas independentistas, viajes transatlánticos, poscolonialidad, ocultismo, apropiación literaria, guerras mundiales, boom latinoamericano y otras cosas tanto o más grandes, que al centro tienen un libro ficticio, El laberinto de lo inhumano. Sólo un texto que jamás se revela (salvo un fragmento) podría sostener una historia de ese tamaño y explicar la obsesión febril de su protagonista, Elimane, y de otros personajes centrales. Roberto Bolaño, un antecedente claro para la obra de Mbougar Sarr, también se dedicó a magnificar, por la vía del ocultamiento, los textos que movieron gran parte de la trama en sus dos novelas principales: la obra de Cesárea Tinajero en Los detectives salvajes (1998) y El padre, de Benno von Archimboldi, protagonista de la sección final del políptico 2666 (2004). Está el caso obvio del vasto acervo de libros ficticios en los cuentos de Borges (quien, por cierto, aparece fugazmente en La más recóndita memoria de los hombres) y los libros hipotéticos, sólo adivinables a través de sus respectivas reseñas, en Vacío perfecto (1971), de Stanisław Lem (algunas de las cuales parecerían contener el libro mismo). En casi todos los ejemplos la obra oculta alcanza una escala intimidante, casi pavorosa, gracias a que su presencia se envuelve en sombras.

La ventaja de los textos inexistentes consiste en que nunca llegan hasta nosotros y, por tanto, no tenemos que leerlos y comprobar cómo su poder se disuelve. En vez de eso permanecen fuera de nuestro alcance, en un sitio desde el cual pueden mover los hilos de la narración que los contiene y donde permanecen, siempre esquivos y herméticos, sordos ante nuestros reclamos y nuestras preguntas. En ese sentido la estrategia hábil del ocultamiento puede ser acertada. Aunque queda la sospecha (más bien una certeza, aunque es mejor plantearlo con generosidad) de que en realidad se trata de textos imposibles de escribir, al menos con palabras. La forma más aproximada de representar historias de esa dimensión, capaces de convocar un poder como el que se sugiere, tendría que recurrir a otros medios. Una forma de narrar que sería no propiamente abstracta (una categoría en la que se incluyen narraciones hechas con palabras) sino fantasmática: cuando se lee un texto el encuentro es análogo al de dos personas, que comparten plano físico y lenguaje verbal. Las otras historias “hablan” desde un sitio que sólo se interseca parcialmente con el nuestro. Su voz llega por rutas oblicuas.

Parecería injusto dar ejemplos concretos de piezas musicales susceptibles de escucharse como intentos de narrar estos libros secretos: además de ser una categoría laxa, fácilmente trasladable a obras muy distintas entre sí (muy dependiente de la disposición, más que de un análisis riguroso de las cualidades), representa la imposición de un peso que puede ser difícil de llevar. La posibilidad del trabajo de Keith Fullerton Whitman se sustenta en su solidez, las características texturales y, sobre todo, la forma de sus composiciones, especialmente durante los últimos 18 años. Lisbon llegó al final de lo que podría considerarse su período de mayor celebridad, que lo vio asociado (no siempre acertadamente) con el microsound, un subgénero del ambient que durante la primera década del siglo logró llegar a un público más amplio que el que sería típico de un nicho experimental. Desde el inicio sus piezas fueron más ambiciosas, con intenciones más claras y afinadas que las más representativas del subgénero, pero con Lisbon (y el resto de los trabajos alrededor de 2006) el marco se expandió considerablemente, no sólo en duración, y esa amplitud puso al descubierto sus tendencias narrativas.

Whitman ha mostrado desde sus álbumes tempranos una comprensión profunda de los orígenes y los varios decursos de la música electrónica. En cada uno de sus períodos es posible encontrar líneas que conectan sus trabajos con distintos momentos de esta historia, que se toman como partida hacia exploraciones que van más allá del homenaje. Eso le ha permitido encontrar vías significativas para abandonar y renovar sus métodos. Tomados aisladamente, obras que tienen varios años de diferencia podrían sonar como la obra de autores diferentes, pero escuchando la sucesión entera (su perfil de Bandcamp enlista 75 lanzamientos) se comprenden muchos de los puntos de giro y las continuidades. Así, en vez de anclarse en el sonido que le dio mayor notoriedad (el que correspondería, tal vez, a Playthroughs, de 2002), ha tomado varias desviaciones, hasta las piezas de larguísimo aliento de años recientes, hechas con sintetizadores modulares. En ellas, como Late Monoliths, 2011-2013 (2017), una colección de casi siete horas de duración, se alternan largas mesetas y valles con pasajes llenos de pulsos de pendiente acentuada, algo que se contrapone de manera clara al uso cómodo que se da al instrumento en el entorno de la meditación superficial y el new age más utilitario.

Presque Là, aparecido hace unos meses, acentúa ambas tendencias: las aristas son más afiladas y sus posibilidades de lectura, en tanto historia, son más aparentes: hay motivos que acumulan intensidad hasta casi saturarse, para luego hacer digresiones sin abandonar del todo los elementos anteriores. Ni las fracturas ni la acumulación apuntan hacia conclusiones: son historias que valen por sus pasajes, no por su destino. La división por pistas es provocadora: son doce, cada una de quince minutos de duración, ni un segundo más ni uno menos. Estos cortes no se ajustan al curso de la música, que continúa a través de ellos sin interrupción. En cambio, los finales y recomienzos suceden en unos pocos puntos aleatorios, durante las tres horas de duración del álbum, en medio de las piezas. No se sienten como una culminación ni un inicio gradual, sino que sólo parecen cortarse o brotar de la nada, ya formadas. Como experimento narrativo es elocuente: el final y el comienzo de cualquier historia, no sólo aquí, parece decirnos, es siempre una decisión arbitraria de quien la cuenta. Cada una de ellas podría extenderse indefinidamente en cualquier dirección.

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