viernes, 11 de octubre de 2024

Filmar como ritual

El cuerpo

En un primer avistamiento distinguimos el rostro de una mujer detrás de un pastizal. Hay algo provocador de entrada, la mirada del espectador apenas en el proceso de adaptación a la reciente oscuridad de la sala, su atención, como lo dicta el ritual cinematográfico, hacia lo que se proyecta en la pantalla. De igual manera la mujer que distinguimos escruta desde la película su propio horizonte. Un gesto semejante nos enlaza.

Ahora la mujer de cuerpo entero corre, acecha, una especie de coreografía. Un listón enredado en su cabello. Cortes, escenas del paisaje que la circunda, exterior día, tomas diversas: aeropuertos abandonados en los que impera la explosión vegetal. Como todo lo que se abandona, la naturaleza lo recobra. Escuchamos una voz que murmura lo que parece una oración, ¿un poema? La voz, a su modo, nos conduce por la imagen. Pistas de aterrizaje conforman laberintos que, en su aparente abandono, son memoria de suelos y otros suelos, una enumeración. La voz es intercalada con silencios y nuestra atención se concentra otra vez en la imagen.

La mujer hace una coreografía sutil, enreda el hilo que antes ataba su cabello, el hilo ahora está en el cuerpo de un árbol pequeño, entre las ramas. En su arraigamiento la figura vegetal contrasta con el movimiento humano. Presenciamos un pacto entre la mujer y el árbol: un acto de protección, quizás una petición. ¿A quién? ¿A la tierra, al suelo que permite el crecimiento? ¿Será éste un gesto que continúa el gesto de otra mujer a quien no vemos pero sabemos presente, la que filma?  Un clamor, una veneración a aquello que crece, ¿lo que continúa?

La mujer hace una coreografía sutil, enreda el hilo que antes ataba su cabello, el hilo ahora está en el cuerpo de un árbol pequeño, entre las ramas. En su arraigamiento la figura vegetal contrasta con el movimiento humano.

La mujer que danza es Citlali Huezo; la que filma, Christiane Burkhard. Huezo encarna a una Ariadna contemporánea, la escena transcurre en uno de los tres laberintos de la película: las pistas de Tempelhof, el ex aeropuerto de Berlín. Ambas comparten la experiencia de la migración y la extranjería, un juego de espejos; una es mexicana residente en Berlín y la otra vive en México desde hace más de 25 años. El encuentro de ambas y el diálogo que da origen esta primera escena del largometraje más reciente de Burkhard es precisamente un reencuentro con el país de origen, una estancia de un año cuya experiencia fue la constatación de habitar de una forma permanente el desarraigo.

Christiane Burkhard

Citlali Huezo en H’iketeia (2024), de Christiane Burkhard

H’iketeia, como esa Ariadna que la protagoniza, es un vocablo proveniente de Grecia. Es la palabra que designa la rama que portaban las 50 danaides protagonistas de la tragedia de Esquilo Las suplicantes. Las mujeres huyen de Egipto, han llegado a Argos con el brazo izquierdo alzado, cincuenta manos elevando una rama envuelta en hilo rojo en el gesto de pedir asilo. H’iketeia es en sí el derecho a transitar y residir en un nuevo territorio.

El exilio y el vínculo con la tierra, la exploración del arraigo es un tema que atraviesa el trabajo de la directora tanto en esta película como en otro de sus trabajos: En camino: Taanuxiimbal, un proyecto transmedia. Desbordar los formatos es quizás otra forma de transitar fronteras, de habitar diversas estadías. En En camino Christiane Burkhard hace de la arqueología su método, se entrega a la excavación, visibiliza los estratos que conforman la memoria. En H’iketeia esa arqueología se centra en resaltar, de manera sutil, que en la memoria de tres lugares existe lo humano y lo no-humano. La película nos pone en primer plano las experiencias que hemos compartido diversos cuerpos en este planeta: la migración, el exilio, el cambio, el sentido de pertenencia –o su opuesto, la experiencia de no pertenecer–, la defensa del territorio, lo que renace, la pregunta sobre el habitar, el cuerpo mismo; conforman el mapa que se despliega a lo largo de tres geografías. Las imágenes, el audio compuesto por las voces de Burkhard y Huezo, tensan los hilos de esta historia no lineal que se despliega ante nosotros.

A medio camino entre el documental y la ficción, en una imbricación que propone un género sin género, más cercano a lo especulativo. Algo propio del trabajo de la cineasta es el uso de la escritura y el diario, el texto cinematográfico se aproxima a la poesía, alejándose del diálogo o de la entrevista. Inscripciones con voz que, al igual que la forma en que filma, es un genuino acto de recolección, como nos enseñó Agnès Varda, cuyo término cinescritura acoge el cine como lo entiende Burkhard.

H’iketeia, un nombre para la súplica.

Vengo en paz, te ofrezco mi petición.

Dame un día más, una tarde… una parcela,

un huerto para crecer algo nuevo, una semilla,

una rama al lado de un lago seco, al lado del mar.

Christiane Burkhard

Fotograma de H’iketeia (2024), de Christiane Burkhard

El espacio

A principios de los noventa Marc Augé definió los no-lugares haciéndonos mirar los espacios impersonales como zonas de tránsito, sin historia, donde ocurren relaciones inmediatas, donde no se permanece. El enfoque se centraba claramente en las formas de existencia humana. Estos no-lugares que han hechizado, por así decirlo, a cineastas y fotógrafos como marcos de historias de migración definieron en su momento un arquetipo posmoderno. Aquel ser desarraigado, trasatlántico, habitante del mundo, se convirtió en una especie de héroe en el forzado entusiasmo del sueño global. La crisis migratoria, en cambio, nos hace aterrizar en la pesadilla, en el dolor de quienes pierden el derecho a morar, a pertenecer. Sabemos qué existe detrás: carencias o violencias vividas, que detonan la necesidad de pedir asilo.

En el presente, con nuestras preocupaciones enlazadas a la crisis planetaria, o a esta crisis de sentido, como la llama el filósofo Jean-Baptiste Morizot, descubrimos que pensarnos como nos hemos pensado, centro y medida del planeta, es el error que desencadenó el desastre.

En el presente, con nuestras preocupaciones enlazadas a la crisis planetaria, o a esta crisis de sentido, como la llama el filósofo Jean-Baptiste Morizot, descubrimos que pensarnos como nos hemos pensado, centro y medida del planeta, es el error que desencadenó el desastre. Pensar en lo no-humano o más-que-humano es una estrategia que nos permite abordar las múltiples relaciones con el espacio, con el entorno. Asistir a la pérdida de la excepcionalidad humana ha sido un proceso complejo, sin duda, pero es una posibilidad de narrarnos como simples habitantes efímeros en un planeta.

Estas ideas tienen eco en H’iketeia. Los espacios de la película desafían la idea de Augé, los no-lugares o heterotopías son aquí concretos. El mencionado Tempelhof en Berlín, ahora espacio para refugiados con movimientos agroecológicos que lo han redimensionado; salta una memoria preaeropuerto, pues en los sedimentos están las huellas del nazismo: pequeños fragmentos materiales de objetos personales de ciudadanos del siglo XX, por ejemplo. El ex NAICM, en Texcoco, tiene una voz y es la de los habitantes de la zona, que pugnaron porque el territorio se visibilizara como espacio lacustre a partir de la campaña “Yo prefiero el lago”; la organización contribuyó a frenar la construcción del aeropuerto y consiguió que la zona lograra el estatuto de Área Natural Protegida.

Christiane Burkhard

Fotograma de H’iketeia (2024), de Christiane Burkhard

Por último el ex aeropuerto Elliniko, en Atenas, otro territorio en pugna bajo el asedio del monstruo tentacular llamado desarrollo inmobiliario. Grandes desarrolladoras se proponen construir espacios turísticos de lujo. Ese veneno común que cobra forma en el capitalismo tardío se mezcla con la experiencia biográfica de Christiane Burkhard: Elliniko es el aeropuerto en el que sus padres murieron en un accidente aéreo en 1979, lo que añade claves a esta obsesión por indagar estos no-lugares que, descubrimos, son un lugar: donde suceden hechos concretos, donde se lucha, donde la vida vegetal recupera espacio, donde habita el agua, donde otras especies (las aves) se detienen en su larga migración.

Lugares “abandonados” que adquieren dimensiones auráticas, como quería Walter Benjamin. No solo por la impronta de lo que los conformó sino por las potencias que los sostienen: el campo de fuerzas que integran la geología, la presencia vegetal y los restos de la vida humana que transitó o transita en su capa de lugares temporales. Los campos de Tempelhof son lugar para un ritual, ahí Burkhard sembró un manzano, en el que Citlali Huezo anuda el hilo. En esas pistas una pareja perdió la vida; una de sus hijas, años después, deja caer una bola de estambre a manera de homenaje. En esos cuerpos de agua está la historia de vuelo de generaciones de aves que han recorrido el continente, quizá antes de que fuera habitado por humanos. La historia de la tierra pulsa, los humanos renuevan o destruyen sus pactos con ella.

La cámara

Conocí a Christiane Burkhard en 2014. Nos reunió su libro En camino: Taanuxiimbal, al que dio el subtítulo “Diario de una excavación / Anotaciones al margen de una película”. Bien pronto me hechizó algo que punta en su escritura, que me religaba al proceso de filmar y anotar.“La cámara”, dice, “a la altura del corazón”, como un tercer ojo puesto en lo que se percibe desde lo afectivo; lo que se ama está envuelto en un deseo de permanencia o continuidad.

Christiane Burkhard

Fotograma de H’iketeia (2024), de Christiane Burkhard

Esa cámara sitúa ahora el corazón en los pies, a nivel de suelo: redimensiona lo mínimo, las formas de existencia que surgen en las junturas, los pequeños cuerpos que habitan junto a nosotros los espacios; resalta lo que nace, lo que vive, lo que camina, lo que se mueve, lo que existe. Nunca estamos solxs, parece decirnos esa cámara que ve formas de habitar en lugares “vacíos”. Ese énfasis está puesto también en un efecto específico: la voz desaparece para dejar que la imagen por sí misma narre el lento suceder de la vida en los tres espacios.

El gesto de filmar es en Burkhard es un gesto que también escribe, camina, excava y hace evidente. Pero hay otra forma de escritura a resaltar: la edición de la película. Los hilos sostenidos en esta indagación se tensan sutilmente gracias al trabajo impecable de edición de Gabriela Domínguez Ruvalcaba.

El gesto de filmar es en Burkhard un gesto que también escribe, camina, excava y hace evidente. Pero hay otra forma de escritura a resaltar: la edición de la película. Los hilos sostenidos en esta indagación se tensan sutilmente gracias al trabajo impecable de edición de Gabriela Domínguez Ruvalcaba, que con destreza teje este vaivén entre geografías, en una evidente conversación con la directora.

H’iketeia nos devuelve al cine de autor, una práctica prácticamente desplazada por el cine de plataformas, por la hegemonía narrativa del storytelling que permea las redes sociales. Tomar la cámara como si se anotara en un cuaderno es su poética. Una forma de filmar con atención lo que se percibe en el entorno, lo que sucede en un tiempo de dimensiones amplias: vegetal, geológico, el tiempo de quien indaga los restos y se propone unir e interpretar.

Esta película es una oportunidad para pensar en el pulso de lo que habita, en la huella de las diásporas humanas y no-humanas. En los ritos necesarios para habitar y resignificar, para compartir una tierra o una parcela para habitar el mundo y darle sentido en medio del sinsentido extractivista que acecha los territorios y los cuerpos. Una película que, a su modo, nos da esperanza por la forma en que la luz indaga en esos horizontes de pistas abandonadas donde es posible transitar como una Ariadna simbólica con un rumbo cualquiera.

H’iketeia. Una súplica se presenta en el festival DocsMX de la Ciudad de México los días 11 (Cineteca Nacional) y 13 (Cine Tonalá) de octubre. En noviembre formará parte de la programación del festival Fotogenia

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