No son noticia los índices cada vez más altos de problemas mentales en la población mundial. Factores como la alimentación, el llamado burnout laboral y la violencia contribuyen a que, año con año, portales de noticias anuncien el aumento de la depresión, el estrés y la ansiedad. Una afectación en ascenso es el déficit de atención o TDAH (Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad). Cualquier maestro de educación básica, media superior o superior puede atestiguar que esta condición afecta a un número cada vez mayor de estudiantes. La psicología y la psiquiatría describen el TDAH no como una enfermedad sino como una deficiencia en el funcionamiento de neurotransmisores y una diferencia en el funcionamiento del cerebro respecto al resto de la población. Sin embargo, también refieren la influencia del medioambiente y el entorno social.
La tecnología raras veces está en el centro del debate cuando se habla de los problemas mentales que sufre el habitante del siglo XXI. En años recientes, en el ámbito educativo al menos, se ha empezado a restringir el uso de los celulares en las aulas por la distracción que ocasiona a los estudiantes. También se promueve el alejamiento de las pantallas y el regreso a la escritura manual. La pandemia generada por el covid mostró los daños que puede causar una vida digital y sin interacción presencial. Muchos piensan que restringir el uso del celular y las redes sociales es la solución ideal para regresar a los tiempos en los que la falta de concentración y la distracción no eran un problema. El asunto, por supuesto, es más complejo de lo que parece.
El periodista Johann Hari publicó en el 2022 el libro El valor de la atención. Por qué nos la robaron y cómo recuperarla (Planeta). La investigación se centra en el uso de la tecnología y cómo ésta nos ha llevado a una epidemia de falta de concentración. Se centra particularmente en el uso del celular, un dispositivo ubicuo que se ha convertido en una extensión de nosotros mismos. A menudo se piensa que el único problema con los celulares y las redes sociales es el uso de la información personal para bombardearnos con publicidad. Las afectaciones van más allá.
La tecnología de comunicación actual está diseñada para crear adicción a las plataformas que llenan nuestras pantallas. Hari lo comprobó cuando hizo una suerte de retiro de desintoxicación y se deshizo del celular durante un viaje a un pueblo pequeño en Estados Unidos. Como podrá suponer el lector, el periodista sufrió un síndrome de abstinencia que sólo cedió cuando pudo comprobar la vida que se puede llevar lejos de la adicción a internet. Por primera vez pudo concentrarse plenamente y fijar su atención en cosas que habían pasado desapercibidas anteriormente. La lectura, en particular, se volvió una experiencia inmersiva, muy diferente al tipo de lectura volátil a la cual estaba acostumbrado.
El libro de Johann Hari no es el primero en el cual se alerta de la intrusión de la tecnología en nuestra vida cotidiana, pero es uno de los pocos que aborda el problema de forma sistémica. A través de entrevistas con varios investigadores pone sobre la mesa la construcción de una humanidad fragmentada y distraída. La dictadura de las pantallas es normalizada –idealizada, incluso– por la ideología del tecnoutopismo. Lo que ocurre, atrás de las fantasías de innovación que vende el discurso empresarial, es una extracción de la atención cuyos efectos están a la vista de todos. Por medio de estrategias sacadas del conductismo, propuesto por psicólogos del siglo XX como B.F. Skinner, se diseñan las plataformas de Internet para recompensar emocionalmente a los usuarios. No hay, en absoluto, la intención de acercar a las personas (como afirma una y otra vez Mark Zuckerberg, dueño de Facebook); el objetivo es captar al máximo su atención gracias al scroll infinito y al reforzamiento de hábitos que generan ganancias ingentes para las corporaciones que dominan el mercado.
¿Cuáles son los saldos de una humanidad fragmentada? Hasta el momento no hay mediciones exactas, pues estamos ante un fenómeno multifactorial. Lo que sí se puede saber es lo que ocurre frente a nosotros todo el tiempo: popularidad de grupos extremistas, falta de comprensión de la realidad –pues la atención está sometida a estímulos que impiden una concentración a largo plazo–, individualismo extremo que obstaculiza la creación de comunidad fuera de Internet. Las personas viven un continuo reinicio –reset– que erosiona la memoria y privilegia un presente superficial y cada vez más precario. La solución que provee el mercado, un mecanismo que no toca la estructura del “capitalismo de plataformas” como la llama el investigador Nick Srnicek, es personal y vinculada al “optimismo cruel”, es decir, a la culpabilización de la persona por no superar, por sí misma, los problemas de la tecnología.
Dar la batalla a las corporaciones tecnológicas, como apunta Johann Hari en su libro, implica algo más que presionar un botón para limitar la intrusión digital en los celulares o hacer planes para desconectarse de la red de vez en cuando. La desconexión, de hecho, es un privilegio en un mundo en el que el ámbito laboral y educativo te empujan a fundir tu vida con la tecnología sin importar las consecuencias. Internet es un ecosistema invasivo como lo fue la electricidad a finales del siglo XIX. La diferencia es que creemos que gestionamos para nuestro provecho las redes cuando, en realidad, ellas nos condicionan a través de sus algoritmos y diseños que fragmentan la atención. La batalla, entonces, debe empezar por desmitificar la tecnología sin caer en posiciones tecnófobas y, por otro lado, proponer una administración democrática de la red que regule, efectivamente, los numerosos efectos secundarios provocados por el infinito afán de lucro de las corporaciones como Facebook, X, Amazon y demás. Una apropiación popular de Internet es el único futuro posible antes de que sea demasiado tarde.
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