En el ciclo de conferencias Estéticas de la dispersión Lucrecia Martel apuntó que la ficción nos sirve para ocupar el territorio, reclamarlo, defenderlo. El mercado funciona como una entidad generadora de espacios vacíos y no-lugares, tanto por la degradación a la que somete a ciertas zonas como por la naturaleza de los proyectos inmobiliarios que favorece. Martel identificaba un modus operandi: el primer paso para deteriorar un terreno es acordonarlo, separarlo. La maleza y las plagas crecen, la gente empieza a tirar basura y finalmente los vecinos aceptan –imploran– que el terreno se convierta en cualquier cosa. Frente a esos efectos de borradura, de desalojo, “la ficción tiene la capacidad de relacionar a uno con un territorio organizándolo narrativamente”. La ficción okupa.
Para Jane Jacobs, la gran crítica del urbanismo desarrollista, la felicidad y la resiliencia de las ciudades provienen de la actividad rizomática, caótica y ordinaria de sus habitantes, del tejido denso que crean en sus trayectos y en el uso que le dan a los espacios. Jacobs sostiene que una ciudad se vuelve segura no por la policía ni por las cámaras de vigilancia sino por la mera presencia continua de personas que se apropian del terreno, los “ojos en la calle”, es decir, banquetas vibrantes con la presencia de múltiples seres humanos, comerciantes y clientes en torno a pequeñas tiendas, paseantes, gente que mira desde sus ventanas. Una calle se vuelve peligrosa cuando está deshabitada, desligada de una comunidad, cuando hay, por ejemplo, una enorme instalación corporativa, cuadras desiertas e inmensas difíciles de atravesar a pie o una serie de maquiladoras en una zona fronteriza.
La ficción sería una especie de “ojos en la calle” inmaterial. Del mismo modo que el ir y venir de los habitantes, las ficciones ocupan un espacio lentamente, lo tornan a la vez complejo y reconocible, particular, concreto, le dan un rostro. Esto se percibe en las ciudades que son escenarios privilegiados de la historia del cine y la literatura. Para dos personas que la visitan por primera vez, una cuyos únicos referentes son la torre Eiffel y el Louvre y otra que ha devorado cientos de novelas y películas francesas, París no es el mismo lugar. Aun si recorren las mismas coordenadas geográficas, aun si topan con los mismos sitios, están en ciudades completamente distintas, están viendo realidades diferentes.
Para quien ha recibido suficientes ficciones, llega el punto en que un lugar se vuelve suyo. Ya lo había dicho Italo Calvino: “las ciudades son lugares de intercambio, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos intercambios no son solo de mercancías, son también intercambios de palabras, de deseos, de recuerdos”.
Una de las cosas que vuelven horribles los suburbios, los fraccionamientos privados (además de una arquitectura chata y barata), es que son espacios intocados por la ficción y la historia, lugares anónimos, equivalentes, que podrían ser trasladados o arrasados y no habría mayor problema. En un sentido, no tienen una verdadera existencia. Los recorridos y la presencia de sus habitantes –confinados en el trayecto casa-trabajo-súper-casa, en la dependencia del automóvil y la vida a puertas cerradas– nunca terminan de echar raíces, nunca terminan de ocupar realmente el espacio. Se trata de una relación con la vivienda que refleja las relaciones fugaces y abstractas del mercado.
Es notable, y desde luego deliberado, que Lucrecia Martel conciba la tarea política de la ficción en términos similares a los de una lucha fundamental en toda América Latina: la defensa de los territorios indígenas, comunitarios, naturales, frente a la depredación del extractivismo neoliberal. La acción estatal y paramilitar desgarra los vínculos, desplaza a las comunidades y deja el terreno listo para las corporaciones que solo distinguen recursos naturales, una zona de sacrificio, donde antes había un lugar. No se trata de decir que la narrativa realiza la misma tarea, ni con la misma importancia, que las comunidades y los activistas directos, pero sí de divisar los lazos entre ambos esfuerzos.
Habría que indagar la relación entre ficción y comunidad, entre lo compartido, lo común del lenguaje y la lucha por los otros comunes, entre el intercambio de historias y la construcción de vínculos y hogares. Quizá la tarea de la narrativa en la historia ha sido siempre, a final de cuentas, el intento de hacer habitable el mundo. Incluso la función moderna del extrañamiento sería parte de ello: desfamiliarizarnos, limpiarnos, para que podamos percibir el lugar como si fuera la primera vez. También la narración dislocada, fragmentaria, dañada, tendría aquí su parte: asume en sí misma el horror y el sinsentido del mundo porque justamente la literatura, como decía Bataille, es una comunicación radical, franca, que no nos esconde nada, de ahí viene su compañía, su fidelidad hacia nosotros.
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