El tema del fin del mundo ha aparecido en distintas ocasiones en la historia de la cristiandad y en cada época han surgido profetas que anunciaron como inminente el último día. Es singular que hoy esta función escatológica, que la iglesia permitió decaer, haya sido asumida por científicos que se presentan cada vez más como profetas que predicen y describen con absoluta certeza las catástrofes climáticas que llevarán al final la vida en la Tierra. Singular, pero no sorprendente, si consideramos que, en la modernidad, la ciencia sustituyó a la fe y asumió una función propiamente religiosa; más aún, resulta –en todos los sentidos– la religión de nuestro tiempo, en lo que los hombres creen (o al menos tiene fe).
Como toda religión, tampoco la religión de la ciencia puede carecer de una escatología, es decir, de un instrumento que, manteniendo a los fieles en el terror, refuerza su fe y, a la vez, asegura el dominio de la clase sacerdotal. Apariciones como la de Greta Thunberg son, en este sentido, sintomáticas: Greta cree ciegamente en los científicos que profetizan y esperan el fin del mundo en el año 2030, exactamente como los milenaristas en la Edad Media creían en el inminente regreso del Mesías para juzgar al mundo. No menos sintomática es una figura como la del creador de la hipótesis de Gaia, un científico que, concentrando sus diagnósticos apocalípticos en un sola causa –los porcentajes de CO2 en la atmósfera–, declaró, con asombrosa ingenuidad, que la salvación de la humanidad estaba en la energía nuclear. Que en ambos casos el mensaje que está en juego tenga carácter religioso y no científico se derrumba a partir de la función central que tiene un vocablo tomado de la historia de la filosofía cristiana: la salvación.
El fenómeno resulta mucho más inquietante en tanto que la ciencia nunca incluyó la escatología entre sus tareas, y es posible que la asunción de su nuevo papel profético traicione la conciencia de su propia e innegable responsabilidad en las catástrofes cuyo advenimiento predice. Naturalmente, como toda religión, también la religión de la ciencia tiene escépticos y adversarios, es decir, los adeptos de la otra gran religión de la modernidad: la religión del dinero. Pero las dos religiones, en apariencia divididas, son secretamente solidarias. Sin duda ha sido la alianza –cada vez más estrecha– entre ciencia, tecnología y capital la que determina la situación catastrófica que los científicos denuncian hoy.
Debe quedar claro que estas consideraciones no pretenden tomar posición en cuanto a la realidad del problema de la contaminación y de las transformaciones perjudiciales que la revolución industrial ha producido en las condiciones materiales y espirituales de los seres vivos. Al contrario, manteniéndose en guardia contra la confusión entre religión y verdad científica, entre profecía y precisión, se trata de no permitir que partes interesadas dicten acríticamente sus opciones y razones que, en un análisis final, no pueden ser más que políticas.
18 de noviembre de 2019
Traducción del italiano de Roberto Bernal
Agradecemos a la señora Agnese y al autor la amable autorización para traducir y publicar este material
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