jueves, 10 de octubre de 2024

Una piedra lanzada contra el agua

Resulta inquietante la cantidad de novedades cuyo lenguaje parece haber aceptado la derrota del individuo que escribe. Volúmenes enteros permanecen en la individualidad que profesan, escritos con la lógica del contenido para redes sociales. Muestra de una identidad, una selfie, una anécdota destacada, poco más. Pero se empeñan en ser otra cosa, un artefacto más peligroso: un libro.

Pero el libro, cuando importa, lleva dentro de sí una especie de revolución, la convicción de que el individuo es al mismo tiempo todos los individuos. Como la idea de Nicanor Parra: no habla la persona sino el lenguaje a través suyo. El escritor incapaz de dominar el lenguaje hablará irremediablemente de sí mismo, aceptará la derrota y proyectará una imagen. Hace tiempo que esa cosmética rige buena parte de las publicaciones que arriban a las mesas de novedades en Latinoamérica (tendencia explicada en gran parte por la inclinación de muchos escritores a trabajar pensando en el mercado anglosajón, lo que toca a grandes sellos e independientes por igual). Es una lógica fácil de reproducir. Por ello sorprende que una de las editoriales encargadas de producir esas novedades haya publicado una novela que Juan Cárdenas definió recientemente como “más pertinente que nunca”.

Pisagua fue un campo de concentración, un tiradero de cadáveres envueltos en bolsas de plástico. Diego Zúñiga regresó al lugar para terminar su Tierra de campeones (Random House, 2023). Ahí no aparece como individuo sino como testigo. No el que da voz sino el que la recrea. Para ello “inventa” un personaje, Chungungo, una vida que cualquier escritor querría narrar: el niño con una habilidad sorprendente para aguantar la respiración bajo el agua se dedica a ser buzo y compite por su país a nivel mundial, coronándose como una leyenda de las aguas profundas chilenas.

Diego Zúñiga

Un lugar cargado

¿Quién no quisiera contar una historia así? “Creo que si alguien más quisiera contar esa historia me parecería genial, yo no voy a hacerlo. Cuando comencé a escribir la novela me costó muchos años entender que el final era la novela. Volví a Pisagua, fue cuando vi con mayor claridad de qué iba a tratar la novela. Siempre ha sido un lugar políticamente muy cargado, no sólo por Pinochet, el que haya sido utilizado como campo de concentración, sino también por la Guerra del Pacífico. Está marcado. Creo que por eso quería ir”. Lo que al escritor le pasó ahí le pasa también a su personaje. Entre lo que el testigo ve y lo que puede contar hay siempre algo que muere. Eso no pasa a la historia pero sí al lenguaje.

La vida de Zúñiga está tocada por el mar. Aunque no se considera un buen nadador, recuerda que en su juventud pasaba ahí días enteros. “El verano era ir todo el día a la playa. Se levantaba el grupo de amigos, íbamos como a las once, nos metíamos, después volvíamos a almorzar, esperábamos un poco y volvíamos. De pronto eran las siete, ocho de la noche, todo el rato en el mar. No sé qué hacíamos tanto ahí, pero sé que eso era la felicidad sí o sí”. El mar es la primera energía que recorre y abraza lo que ocurre en Tierra de campeones, no sólo por la evidencia de los hechos descritos sino también por lo que callan, no sólo por las proezas de los personajes sino porque al volver a tierra parece como si hubiesen entrado a un territorio inhóspito.

Otra energía habita la novela y ordena lo que sucede. El estallido social de 2019 en Chile podría ser una forma de resumirla pero, como en el mar, es solo superficie. Esa energía es la del Chile de los setenta.

Otra energía habita la novela y ordena lo que sucede. El estallido social de 2019 en Chile podría ser una forma de resumirla pero, como en el mar, es solo superficie. Esa energía es la del Chile de los setenta. La batalla de Chile de Patricio Guzmán, la Unidad Popular. Un Chile vivo entre quienes han decidido voltear a verlo en lugar de agachar la mirada. “De pronto pude cerrar la novela porque supe que tenía que haber un estallido; tú utilizas la palabra cataclismo, me parece bien, habría que llegar a esas dimensiones”. Y en la novela pasa, como una bomba, una luz que de pronto ilumina y reacomoda lo que acaba de ser narrado. El lenguaje está vivo más allá de cualquier anécdota, porque Diego Zúñiga no sólo se preguntó cómo contar una historia que cualquiera pudo contar, se preguntó qué podía hacer la literatura con la energía de octubre de 2019, donde “de pronto veía que todo estaba pasando, que salíamos, que marchábamos, que nos reuníamos para la marcha más grande en la historia de Chile. Algo estaba enardecido”.

La novela debía terminar así, bajo ese clima. Si bien el registro más remoto del personaje apareció en la antología Bogotá 39 (2018), el Chungungo sólo dejaría de ser una anécdota cuando su historia alcanzase a sacudirnos el polvo de la cabeza. Cuando hubiésemos puesto un pie fuera de la literatura del yo como productor de emociones. Cuando, aunque no estemos del todo convencidos de un futuro común, tratáramos de pensar otros futuros. Cuando la furia, y la sospecha de que algo anda mal, hubiese madurado en nuestras ideas colectivas.

Algo espeluznante a nuestras espaldas

“Había conseguido un librito de Joseph Roth que yo no conocía, donde se recopilan sus textos de cuando ya está en el exilio. En el fondo está Hitler en el poder y estamos a puertas de la Segunda Guerra Mundial. Al leer esos textos yo muchas veces me decía: chuta, esto se parece demasiado a ciertas cosas. Digo, no quiero creer que vamos hacia allá, pero cuando uno mira los nuevos fascismos no es tan difícil rastrear ese nivel de incertidumbre”. Se refiere a La filial del infierno en la Tierra, un compilado donde Roth escribe con la independencia que le queda en una época en la que, si la cosa iba bien, arderían solamente los libros y no las personas. En Tierra de campeones aparece esa idea, la sensación de que algo espeluznante está pasando a nuestras espaldas y apenas tenemos forma de nombrarlo.

Hay, también, algo que encontramos en autores como Juan Carlos Onetti o Julio Ramón Ribeyro: un respeto muy grande por el material con el que se trabaja. Lección de primer orden que consiste en hacer presente al otro a través del yo narrativo.

Hay, también, algo que encontramos en autores como Juan Carlos Onetti o Julio Ramón Ribeyro: un respeto muy grande por el material con el que se trabaja. Lección de primer orden que consiste en hacer presente al otro a través del yo narrativo. El libro de Diego Zúñiga deja un sabor distinto: la historia de sus personajes se entrelaza con la suya, sí, pero los hilos del libro contienen a autores como Horacio Castellanos Moya y Rubem Fonseca, Enrique Lihn y la insuperable mirada de Gonzalo Millán, Roberto Bolaño y Don Balón, una revista chilena de mediados de los noventa que Zúñiga leyó con pasión. “Luego me enteré de que a esa revista la dirigió Francisco Mouat, un periodista y escritor muy bueno. Junto a ella, obviamente que me puse a mirar mucho de la prensa deportiva de la época, era otra forma de narrar los deportes”. De ahí le vienen dos de los referentes inmediatos del libro: el Jean Echenoz de Correr y Ota Pavel, el checo que primero publicó crónicas deportivas, luego su historia, y finalmente enloqueció para que nada fuera dañado.

Al final Tierra de campeones parece escrita contra la sospecha de que todos estamos leyendo lo mismo, contra la idea de una literatura latinoamericana signada por su ensimismamiento, por “la clase social que la dictadura asignó a la escritura”. Es un libro que rechaza la obsesión por ser autor de algo. Si sus efectos alcanzan a ser transformadores es algo sobre lo que conviene tener reservas, el hecho es que opera como la piedra lanzada contra el agua cuyas ondas pueden mover la quietud de nuestras lecturas colectivas.

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