Para Guillermina Jáuregui
Para que el mundo de la literatura encaje en días festivos como el de hoy, día de las madres, lo que se antoja hacer es enlistar libros, recomendaciones, como si fuera una entrada temática de Librotea o una lista de supermercado. El ejercicio tendría una doble función, al azorado periodista cultural le permite salir del paso, pero también tiene algo de servicio para la comunidad, le ayuda al público a realizar sus compras de regalo. Me parece que una lista así tendría que ser balanceada: tendrían que estar títulos temáticos e inquietantes como El bebé (2002) de Marie Darrieussecq, polémicos como Tenemos que hablar de Kevin (2003) de Lionel Shriver, memorias masculinas como A la caza de la mujer (2010) de James Ellroy, o Entre ellos (2018) de Richard Ford; pero también libros contrastantes, anticonceptivos, como Contra los hijos (2014, ampliado en 2018) de Lina Meruane. Es una idea.
Pero ya se sabe, aunque útiles, las listas también pueden ser burdas: fuera de estar unidos por un tema, ¿cómo son estos libros? ¿Cuáles son sus diferencias y qué se aprende de ellas? Quisiera llamar la atención a dos libros recientes que ayudan a pensar al menos en dos esferas distintas (aunque, claro, vecinas): por un lado, la maternidad como una fuerza biológica que altera la percepción, y por otro la maternidad como una relación profunda (amorosa pero capaz de albergar otros sentimientos antagonistas) entre dos individuos. Empiezo con Pequeñas labores (2016) de la escritora canadiense Rivka Galchen. El libro fue traducido en 2018 al español por Jazmina Barrera y Alejandro Zamba, publicado por Antílope (incidentalmente, anoche, Jazmina ofreció en su cuenta de Twitter una lista interesante de trece libros sobre maternidades). Pequeñas labores está compuesto 56 estampas o impresiones, brevísimos ensayos, que parecen haber brotado naturalmente cuando un bebé, su hija, llegó a su vida. La forma del libro, que en la edición de Antílope apenas alcanza las 150 páginas, refleja no sólo la predilección de nuestra época por el libro breve y el fragmento. No un fragmento, claro, como el tuit, sino un retorno al cuaderno, al libro de lugares comunes, al aforismo: la concentración narrativa que logra Galchen, en sus mejores momentos, recuerdan algunos pasajes de David Markson pero también los relatos de Lydia Davis (una de las escritoras que menciona a lo largo de su libro).
Otra referencia reincidente en Pequeñas labores es El libro de la almohada, también un modelo para la forma adoptada. Escribe Galchen: “El libro de la almohada es difícil de caracterizar. No es una novela y no es un diario y tampoco una serie de poemas o consejos, pero tiene características de todo eso y en su época se comprendía como una especie de miscelánea, una forma conocida. El libro consta de 185 entradas, muchas de ellas muy cortas, algunas de ellas anécdotas, otras listas, y otras sentencias”.
Una muestra del libro de Galchen, otra lista, que en su sencillez alcanza a mostrar la relación de fricciones que se sostiene entre la literatura y la descendencia, especialmente en las mujeres. Se titula “Notas sobre algunos escritores del siglo XX”:
Flannery O’Connor: sin hijos.
Eudora Welty: sin hijos. Un libro para niños.
Hilary Mantel, Janet Frame, Willa Cather, Jane Bowles, Patricia Highsmith, Elizabeth Bishop, Hannah Arendt, Iris Murdoch, Djuna Barnes, Gertrude Stein, Virginia Woolf, Katherine Mansfield, Malvis Gallant, Simone de Beauvoir, Barbara Pym: sin hijos.
Katherine Anne Porter: sin hijos, muchos eposos.
Alice Munro: tres hijos. Dos esposos. Primera colección de cuentos a los 37.
Toni Morrison: dos hijos. Primera novela a los 39.
Penelope Fitzgerald: tres hijos. Primera novela a los 60. Luego ocho novelas más.
John Updike: muchos hijos. Muchos libros. Primer libro a los veinticinco.
Saul Bellow: muchos hijos. Muchas esposas. Muchos libros. El primero a los veintinueve.
Doris Lessing: dejó a dos de sus tres hijos a cargo de su padre (el de ella). Más tarde semi adoptó a una adolescente, compañera de uno de sus hijos. Dijo, y luego tuvo que responder mil veces la misma pregunta por haberlo dicho, que no había “nada más aburrido para el intelecto de una mujer que pasar mucho tiempo con niños pequeños”. Muchos libros.
Etcétera. Como la lista, el libro de Galchen está lleno de alusiones e insinuaciones. No soy médico (no me atrevería a hablar del síntoma) pero me he encontrado, en repetidas ocasiones, con testimonios de amigas y conocidas -especialemente, entre escritoras y otras disciplinas artísticas- que, durante su embarazo, han experimentado un estado mental disperso y atómico que les ha dificultado escribir o concentrarse con el mismo grado con el que lo hacían antes del embarazo. La forma del libro de Galchen me recuerda ese estado mental pero también uno extendido en el cognitariado del siglo XX, uno que a fuerza de evitar la melancolía, el aburrimiento o el tabardillo, obliga a consumir entretenimiento y productos culturales, altos o bajos, como si se estuviera matando el tiempo hasta la llegada de un evento definitivo. En el caso de las mujeres que esperan hijos, el evento biológico tiene una conclusión (muchas veces, además, feliz). Me temo que no es un alivio con el que puede contar la sociedad en general, distraída con sus pantallas, incapaz de producir algo.
El segundo libro que quiero discutir, que no es tanto sobre la maternidad como de la relación que se establece entre una madre y su hija, es Apegos feroces (1987) de Vivian Gornick. La traducción de Daniel Ramos Sánchez al español fue publicada por Sexto Piso en 2017. Es un libro similar al de Galchen en el sentido de que orbita los géneros de la memoria. Pero el de Galchen, como un diario, se permite ser múltiple, de atención atomizada (en él, pueden discutirse -como si fueran temas autónomos- el impacto que tiene un bebé en quienes le rodean, o personajes como Godzilla o Frankenstein). La estrategia de la memoria autobiográfica es distinta: es una reflexión continua que no busca un inventario sino un relato que refleje autenticidad. Se trata de un testimonio en peligrosa cercanía con la confesión. En la memoria, a diferencia del diario, se arriesga más con el objetivo de profundizar. Y el tema de Apegos feroces no es uno sencillo, como saben los adultos que aún se relacionan con sus madres: en el mejor de los casos se trata de una relación amorosa, pero no de un amor total o entregado, sino con límites y definiciones; el equilibrio no es estable, asediado por la culpa, la fe ciega y los egos.
La memoria de Gornick alterna entre un paseo con su madre por las calles de Nueva York, articulado por breves descripciones de acción y diálogos, y el recuerdo de su infancia en Brooklyn, en una comunidad judía. Allí, la madre de Gornick brilla como una mujer socialista, inteligente y terca, una especie de columna para la comunidad del edificio en el que vivían; que contrasta, a su vez, con otra fuerza femenina y atractiva, la de Nettie, una joven madre, viuda, bella pero impráctica. Las vidas de ambas, la de la madre de Gornick y la de Nettie, parecen fatalmente vinculadas al mundo de los hombres, ya sea como maridos amorosos o no. Como sea, a ojos de Gornick parecen mitades no autónomas, indispuestas (o incapaces) a encontrar un lugar en el mundo al margen de ellos. Como hombre e hijo, Apegos feroces me apela de manera extraña. Invita a un reconocimiento: la relación de una hija con su madre alberga complejidades y dificultades que no se encuentran en la de un hijo con su madre. Gornick, a pesar del atractivo y el amor de ambas mujeres, de esos modelos de vida, se niega a una vida definida por el amor de una pareja. Se trata de un relato singular, individual (una memoria, a fin de cuentas) que también alcanza a colocarse en un entorno. Es un relato sobre una relación, sí, pero una imbrincada en trabajos, vecindarios, caminatas y conversaciones difíciles pero necesarias.
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