lunes, 11 de julio de 2022

Los pactos de Kate Bush

Hay algo desconcertante en la búsqueda de refinamiento de la canción pop, tanto en quienes la hacen como en el público. Esa espera hipnótica de nuevos lanzamientos y ese trabajo de alquimia en los laboratorios de los sellos discográficos. Claro que se trata, en gran parte, de dinero y consumo. Pero hay algo que pareciera estar a la vez más lejos y por debajo de eso, que casi se podría cruzar con lo esotérico.

Durante los últimos 20 años la industria de la música pop no ha sido el manantial de ventas y utilidades extraordinarias que fue antes. A la vez, el consenso en torno a la legitimidad para entregarse a su influjo parece estar más extendido. La crítica que se pretende especializada ya no suele serlo tanto, al grado de pasar por alto la accesibilidad como una virtud, algo que sucedía con frecuencia hasta poco antes de la contracción del mercado de los sellos trasnacionales. (Este parece un rasgo incluso más acentuado en el circuito de las reseñas cinematográficas, pero ese es otro tema.)

El producto, la canción pop, es más riesgoso y se coloca en un entorno más competido para, en el mejor de los escenarios, arrojar ganancias que son varias veces menores que las de antes de 1999. Eso no desanima a sus fabricantes, como tampoco el posible agotamiento de la fórmula. Se habla de cómo, al menos en el pop, el regreso de los ochenta ha durado ya más del doble que la década que tiene por referencia. No dejan de aparecer nuevas formas, claro, pero eso que vagamente se percibe como el “sonido ochentero” aún es con frecuencia el centro de la diana. Ese supuesto estilo no tiene la nitidez suficiente para ser una categoría específica y puede que ni siquiera se encuentre delimitado en un solo género. Es una paleta de gestos que, más que copiarse directamente, remiten de forma vaga a una era en la que el pop era una aplanadora.

Este regreso a los ochenta, claro, ha sido comentado antes, incluyendo una curiosa falacia adoptada en el mercado musical: los recursos técnicos (estudios, técnicas de síntesis, grabación y mezcla, etc.) con los que se producen las canciones están sujetos al desarrollo de la técnica y deben ser, por tanto, mejores que los de hace 33 años o más. Así, esos recursos, cuando se aplican a la fórmula del pop tal como era entendido en los ochenta, sumados a un conocimiento más sofisticado del mercado, tendrían que resultar en “mejores” canciones que las de aquellos años. El camino de la tecnología es teleológico, así que también tendría que serlo el de la música dependiente de la tecnología, ¿cierto? Siguiendo ese espejismo, se aplican dinero, tiempo y mano de obra en cantidades masivas para lograr una sola canción.

Es un tópico recurrente, incluso en memes, la cantidad de créditos que suele tener un sencillo pop firmado por uno de los nombres grandes, comparada con los que solían tener hace unas décadas. Hay, también, herramientas adicionales como la seudociencia de datos y las neurociencias mal aplicadas, con las que se cree posible diseñar trozos de sonido que sean cada vez más irresistibles. Despiertan algo de compasión las declaraciones del tipo “estas son las secuencias de notas a las que el cerebro responde de inmediato”, como si existiera una respuesta fisiológica a la música que pudiera escindirse de toda influencia del entorno cultural y de su historia. Con una mirada desapasionada, sería digno de más crédito un intento de crear la canción pop perfecta por medio de la alquimia o la hechicería.

Aun con este arsenal a su disposición, vemos fallar a la fábrica de éxitos: se invierten a veces millones en sencillos que aletean unos instantes como pez sobre la alfombra antes de borrarse para siempre en el olvido. (La mejor prueba de que la respuesta pública no puede programarse es el alto índice de fracasos que tienen los lanzamientos acompañados de intentos de viralización: pasos de baile, rutinas cómicas de tres segundos, frases de las canciones como lema o memes, que fabrican agencias contratadas por los sellos, víctimas de una desinformación que a estas alturas es incomprensible.) Y no es que todo el pop anterior a 1990 haya sido más espontáneo o puro, ni que ahora todas las producciones de alto impacto tengan una camisa de fuerza como prerrequisito. Alguien como Clairo (es sólo un ejemplo de muchos) ha logrado destinar al consumo masivo una forma de pop que, al menos, parece hecho en una sola toma y sin otra persona presente que su autora, lo que de hecho juega un gran papel en su buena recepción. Pero entre los nombres de gran escala la tendencia general apunta cada vez más a lo exhaustivamente calculado.

En tanto fuerza mediática, se sabe de sobra, el pop tuvo su mejor momento en esos años que también se caracterizaban por una noción de futuro lineal y promisorio. Al menos a los medios occidentales no les temblaba la voz cuando lo pregonaban. Años en los que Reagan y Thatcher estrenaban ese juguete omnímodo que estaba por derribar el Muro de Berlín y prometían un sistema-mundo que crecería sin amenazas a la vista. Hoy el lugar al que nos quisiera transportar el pop es más frágil, huele mucho más a evasión. Tal vez su fuerza de arrastre sea inseparable de las nociones compartidas de historia y futuro que caracterizan a la época en la que se produce. Eso explicaría la compulsión de imitar con gestos explícitos las obras nacidas en años más optimistas.

Es fácil imaginar las sesiones de invocación de espíritus con los que se trata de revivir el cadáver de los ochenta. Cuáles teclados acompañarán a cada acorde, cómo se acomodarán los peinados en las sesiones de foto, en cuál segundo preciso del clip se puede incorporar una distorsión en la pantalla que recuerde a la reproducción de un VHS gastado. Formas desesperadas de reanimar una máquina que ha resultado insustituible. Tal vez no haya un intento de reutilización más abierto, en lo que se refiere a la admisión del desamparo, que Stranger Things, y no es que le falte competencia. Esa serie (ante todo, la ventanilla con tráfico más pesado de regalías para músicos mayores de 55 años) asume una forma análoga a la de los sencillos contemporáneos que recrean los gestos de los hits ochenteros: no nos entregan esa década en versión íntegra, sino una forma holográfica de ella, despojada de todas las inconveniencias económicas y físicas que implican existir en una época específica, mediada por la idealización del recuerdo. Sería difícil dar con un caso en el que se asuma más claramente (con más desesperación, también) la victoria de la nostalgia sobre la historia.

Era cuestión de tiempo que en esa serie apareciera “Running Up That Hill (A Deal With God)” (Hounds of Love, 1985), una de las más incontestables obras del pop (no admito discusión al respecto, en este caso es personal). Y no sólo apareció, sino que ha sido la estampa sonora más recurrente en la última temporada. El uso que se le da es un tanto burdo: igual que cualquier otra canción de los ochenta, en esa o en cualquier otra serie o película contemporánea, funciona como una ventana hacia un lugar perdido e idealizado. Eso, en el plano de lo que se ejerce sobre el público. En el de la historia, una de sus personajes (Max), la talismán para evadir peligros, mira hacia un sitio en el que está a salvo.

Aprovechar así “Running Up That Hill” no tiene la menor dificultad. Ya funcionaba de una manera similar (aunque menos escapista, hay que decirlo) hace 36 años. Su efecto era ya tan poderoso que no puede ser relocalizado por completo, y una serie tan subsidiaria no sería capaz de amplificarlo o profundizarlo. Al contrario, su presencia añade una muy necesitada potencia, multiplica esa capacidad de evocación que es sangre para las tendencias hemofílicas de los hermanos Duffer. Y, conocedores de lo que tienen entre manos, la explotan un capítulo tras otro, en una recurrencia que tiene por sí misma algo de siniestro. Parecieran envidiar la fuerza de la canción definitiva de Kate Bush, tal como saben que siempre se quedarán cortos si se compara la serie con sus influencias. Como respuesta, buscan apropiarse de ella, desmenuzarla hasta que entregue sus secretos; luego, de cara a la imposibilidad de llegar a su núcleo, se empeñan en abolirla, por la vía de la repetición incesante (en versiones alternas que la diluyen, además).

Por lo pronto, “Running Up That Hill” ha llegado a peldaños más altos en las listas del Reino Unido y EEUU que los que alcanzó cuando fue lanzada. Kate Bush seguramente habrá cobrado un cheque gordo y durante el último mes y medio ha asomado la cabeza al público más veces que en los veinte años anteriores (quisiera pensar que no debido al cheque). No habría que caer en la trampa de tomar a los listados de las canciones más escuchadas como retrato de una meritocracia, pero como sea, ella se percibe auténticamente entusiasta ante el resurgimiento de su popularidad y en especial, ante el descubrimiento de su obra entre personas nacidas este siglo. Esto último, además de la misma alegría de Kate Bush, por supuesto, serían las mejores partes de todo este asunto.

La parte injusta, diría, es el tratamiento que hace Stranger Things de “Running Up That Hill (A Deal With God)” como una mera vía de escape, cuando su tema es algo opuesto: la búsqueda de una sintonía total con otra persona, al grado de intercambiar su experiencia por la propia. No la evasión, sino la inmersión total en el ahora. A eso alude el pacto hipotético con Dios en el subtítulo.

No hay duda de que la canción evoca esa búsqueda de lo divino. Kate Bush escribió, produjo e interpretó (luego bailaría de forma memorable en el clip) esa canción, como el resto de Hounds of Love, en un entorno de aislamiento casi total, que ha sido sobredimensionado por la leyenda. No es que haya sido creada en medio de una austeridad monacal: la grabó en un estudio propio, de última generación, que mandó construir en un castillo, comprado por ella poco antes. Pero al escucharla, lo que llega a nosotros es el pulso interno de su autora, no la asesoría de agencias y las decisiones de ejecutivos de sellos. No se le puede relacionar más con un trabajo de ingeniería que con ensalmos y conjuros (es el aire que ha acompañado a Kate Bush desde el inicio de su presencia pública). No se puede hacer que aparezca una canción similar a esta en una sala de juntas, por la sencilla razón de que no se puede hablar convincentemente de la intimidad si se transparenta un entramado industrial y económico.

Para conservar la perspectiva debe tenerse presente que cuando apareció “Running Up That Hill”, al igual que toda la obra de Kate Bush hasta entonces, se le consideró demasiado idiosincrásica para el consumo en masa, sobre todo en EEUU. Ella parecía una de esas celebridades siempre a punto de dar el salto a la omnipresencia, si tan sólo se hubiera decidido a abandonar esa compulsión por el autosabotaje y las excentricidades incomprensibles. El hecho de que ahora, al menos por una ventana de pocas semanas, se le escuche más que entonces, puede deberse a que gran parte del mundo se ha puesto al corriente con ella, al fin. Tal vez por eso haya retomado el diálogo con ese mundo, ahora que volvió a escucharse el mensaje que lanzó en una botella hace 36 años, sin que hasta ahora haya perdido una sola parte de su fuerza. En un momento como este, en el que tanta gente busca una forma de comunicación o de contacto que no se sienta superficial (por la sobreabundancia de las que sí lo son), “Running Up That Hill” es prueba de que ese enlace existe. O, al menos, de que buscarlo no es vano.

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