viernes, 22 de julio de 2022

Adormecida

De duelos largos emerjo,

Adormecido, a muertes frescas.

Sol cegador, alguna vez

Fuiste fiesta y verdad única

–quién lo diría

de esta luz

indiferente en la que, ya sin voz,

como flor en la lluvia,

me deshago.

Juan José Saer

 

Un grillo rojo le hace compañía a una mujer acostada. La habitación está vacía y el canto del insecto rebota, con cadencia e intensidad, en las paredes de ese espacio gris. El sonido surge de noche –cuando los machos llaman a las hembras– y emana como un latido que busca un cuerpo que lo reconozca. Aquí estoy, parece decir. La mujer, sin embargo, se mantiene impasible, ni siquiera parpadea. Yace extraviada en el entresueño de una piedra. Está en otro mundo pero también en éste; a la mitad, suspendida. Y el grillo-corazón, único en su especie, permanece atento por si algún día ella recibe el mensaje de su canto.

Esta imagen infiel pertenece a Ceniza roja de Socorro Venegas, ilustrado por Gabriel Pacheco. Un libro cuya suerte es la misma de los pergaminos encontrados luego de permanecer durante décadas al fondo de un baúl. Se trata de un diario que escribió la autora al vivir una experiencia de pérdida; lo escribió y luego lo olvidó, hasta ahora. Aunque siempre estuvo de varias formas en sus otros libros. Pero no hablemos de ella, sino del personaje que creó en estas páginas: una mujer de 27 años que enviuda y, a los tres meses, por indicación de su psicoanalista, decide llevar una bitácora de los días aciagos.

“Cada palabra nombra al vértigo”, dice en su primera aparición el 22 de agosto. Las entradas llegan a cuenta gotas y son apenas pinceladas pálidas, quizá porque la pluma era el acceso a un portal denso y oscuro; una frontera en la que el tiempo y lo que nace de él –la escritura, por ejemplo– se encuentra sumido en el dolor.

Esta acción, mitad terapia, mitad exorcismo, me hace pensar en el poeta Enrique Lihn: “Porque escribí porque escribí estoy vivo”. La mujer que un día fue la autora se sostiene de su escritura breve para no caer al vacío. Escribir lo que le venga a la mente, sin juzgarlo, sin importar que la mueva el enojo, la incertidumbre, los cuestionamientos, y aunque el anhelo de volver a amar salga a flote.

En sus momentos de claridad, esa voz puesta en papel va moldeando su dolor, a veces con un impulso tétrico (“no sé cómo seguir acariciando las cenizas”); otras, en la búsqueda de un poco de esperanza o compasión (“Vuelvan a mí como agua confusa, como aves distraídas, como pasos de ciervo en el aire. Vuelvan a mí –alzo el rostro para recibir la lluvia–, vuelvan, queridas, pequeñas cosas de cada día”). Y las fechas de las entradas aparecen y desaparecen, como si la mujer se olvidara del tiempo. Somnolienta, contempla la belleza que la rodea, la envidia.

Mientras tanto, la flora y la fauna del duelo se abren camino por ese espacio que inauguró el grillo-corazón en las primeras páginas. Un cuervo blanco que come despiadadamente de una granada se posa sobre una rama seca en las manos de la mujer. Una enredadera que ansía encontrar la salida del cuarto infinito se complace en desbordarse sobre la viuda. Pacheco hace un desglose de tonos fríos, espacios de profundidad incierta, arroja símbolos, estampas que inquietan y recorren un mundo permanentemente nocturno.

“Por favor, regresa”, suplica la mujer a Alan, el ser amado, la ausencia que va camuflándose a lo largo del libro. Es la agonía. La enfermedad. La sombra. Y, a veces también, la herida expuesta al espejo. “Una tristeza de alacrán, ponzoñosa, solitaria”.

¿Existe un antídoto? Leila Guerriero dice: “Mi sensación es esta: estoy adormecida esperando que algo me despierte y todos los días pienso que ese será el día pero no lo es y nunca llega”. O esto de Tedi López Mills: “Yo pongo la mano debajo de tu almohada y me adormezco”. O quizá Claudio Bertoni: “Piensas que despertar te va a aliviar y no te alivia / piensas que dormir te va a aliviar y no te alivia”.

No existe un remedio en tiempo presente.

Atravesado por la misma niebla, cada fragmento de Ceniza roja atiende a su propia naturaleza, una que no permite la uniformidad. (Quién puede juzgar los senderos que toma un diario.) El duelo da vuelta a sus otras caras, como una cabeza poliédrica. La mujer se muda de casa, sale con amigos, viaja, y esporádicamente regresa al cuaderno. Hace listas, instrucciones, cartas, manda emails, esboza poemas sin buscarlo. Lo repite: “Quiero amar otra vez”. Tiene encuentros esporádicos que le devuelven la fe en el tacto. Enferma.

Fuera del libro, el corazón de la escritora sufre de una arritmia:

“Era la metáfora perfecta de mi día a día: unas veces tenía taquicardias y otras el corazón se paraba por unos segundos. No había forma de curarlo, sólo se pasó. Este diario es la forma en que se restableció mi ritmo cardíaco”, dice Venegas en una entrevista.

El 21 de mayo –ya ha pasado un año en el diario–, la mujer tiene un sueño lúcido en el que Alan le da la espalda y se va. Poco después ella deja de poner fechas, ya no le importan. Y en la última ilustración, la mujer flota en el aire mientras se corta el cabello.

Ceniza roja se reafirma a sí mismo como una antesala de las novelas y cuentos de Socorro Venegas. En él está situado el núcleo de sus obsesiones y quizás es el vistazo más cercano, más vivo e íntimo, a ese fresco que ha venido configurando en torno a las ausencias.  

Socorro Venegas, Ceniza roja, ilustraciones de Gabriel Pacheco, Páginas de Espuma, Madrid, 2022

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