En la distopía cercana planteada en la serie Years and Years, Stephen Lyons (interpretado por el actor inglés Rory Kinnear) acude al banco para intentar recuperar su dinero. Los bancos han quebrado y las cuentas digitales de sus clientes están en ceros. El hombre, padre de familia y asesor financiero, se aglomera con otros desesperados en las puertas de la institución para obtener alguna respuesta. Sin poder hacer algo, tiene que regresar a casa para enfrentar la realidad: está casi quebrado y el dinero que aparecía en su computadora y en las pantallas de sus dispositivos electrónicos se ha evaporado.
El escenario financiero que muestra la serie no parece tan lejano considerando las continuas crisis del capitalismo global, sobre todo a partir de la recesión de 2008 causada por la quiebra de varios bancos y la deuda hipotecaria en Estados Unidos, entre otras cosas. La pérdida de confianza creó un efecto en cadena que afectó a una gran cantidad de países. Las proyecciones, más de diez años después, son más lúgubres. Sin embargo, la narrativa de los financieros y liberales económicos sigue un optimismo que no corresponde a la realidad: crecimiento económico, libre comercio, solucionismo tecnológico y financiarización son dogmas que se aceleran en medio del caos y el declive paulatino de la sociedad industrial. En medio de todo esto, la digitalización de nuestras vidas parece un camino sin retorno y, sobre todo, una dirección sin ninguna crítica. Cualquier persona, incluso académicos de prestigio, que se atreve a dudar de la utopía digital es tachada como reaccionaria a la modernidad. La fe en el progreso no admite herejes.
Brett Scott, exfinanciero y asesor de bancos, explora en Cloudmoney un fenómeno que, para muchos, podría ser irrelevante: la lucha del sistema financiero global contra el dinero en efectivo. Los consumidores en el mundo, sobre todo en las ciudades integradas a la economía digital, no ven con malos ojos el uso de tarjetas y aplicaciones en dispositivos móviles para realizar la totalidad de sus pagos. Incluso, como afirma Scott, este cambio tecnológico es visto como algo liberador. ¿Qué pasaría si fuera lo contrario? Para desmitificar el fetiche del dinero virtual, el autor –inspirado, como afirma al final del libro, en intelectuales como el antropólogo David Graeber– hace una distinción entre el dinero público (los billetes que retiramos de los cajeros) y el hábitat virtual que se maneja de forma privada a través de las tarjetas y aplicaciones bancarias. La simbiosis entre ambos sistemas dificulta comprender la economía global potenciada con algoritmos, automatización e inteligencia artificial.
La ilusión de las finanzas digitales (criptomonedas incluidas) es que se presentan como transparentes cuando, en realidad, son una zona oscura. Incluso los propagandistas y emprendedores que trabajan en ese sistema llegan a un límite en la comprensión de su funcionamiento. Esto es lógico: la inteligencia artificial, con su capacidad para autorreplicarse y aprender, se conduce de manera cada vez más autónoma. Pronto seremos guiados por una suerte de piloto automático. En medio de esta transformación, que aceptamos de manera dócil, se desarrollan estrategias de influencia geopolítica e, incluso, tensiones entre los bancos centrales y el creciente poder de la banca privada.
Un punto importante en este escenario es la idea de la “inclusión financiera” que, en realidad, como dice Brett Scott, es “absorción financiera”. Como si fuera un agujero negro que atrae todo lo que se le acerca, las finanzas digitales abarcan cada vez mercados y tienen la mira puesta en el Sur Global, países que mueven su economía doméstica a través del efectivo. Al hacerlo no sólo se desligan del dinero privado y de las ganancias que genera, también se vuelven elementos del sistema financiero que ofrecen poca información a la recolección masiva de datos. Como describe la periodista estadounidense Virginia Eubanks en su libro La automatización de la desigualdad. Herramientas de tecnología avanzada para supervisar y castigar a los pobres, el cambio tecnológico en diferentes tipos de instituciones, es decir, prescindir del elemento humano para dejar la toma de decisión en las computadoras provoca una segregación de facto de las clases populares. Sin tiempo, dinero o influencias en los centros de toma de poder, los pobres son expulsados, sistemáticamente, de los subsidios y ayudas sociales.
Los capítulos dedicados a las criptomonedas son, quizá, la parte más alucinada de la economía virtual: el Bitcoin y sus derivados se revelan como el elemento más surrealista del fetiche: asumidos como dinero que crea valor de la nada son, en realidad, como dice el autor, “objetos digitales de colección” que no solamente participan de un mercado especulativo sino que parasitan el dinero oficial. Los chamanes de la criptoeconomía aspiran, como los cosmistas rusos de inicios del siglo XX, a fundir a la humanidad en un entorno utópico virtual en el que no hay límites. Si vivimos una época que se vende como postideológica, los fanáticos de la economía virtual uniforman a cada vez más personas y las introducen en un sistema antidemocrático que se acerca, peligrosamente, al totalitarismo financiero.
Resistirse a esta avalancha puede parecer imposible. Sin embargo, como afirma Brett Scott, el uso de efectivo puede ser una manera de no entrar a la irrealidad que nos venden y, sobre todo, conservar un ancla material en un mundo que promete muchas fantasías, pero que está al borde del colapso. Hablo no sólo de las continuas crisis –para muchos terminales– del capitalismo, sino de las ingentes cantidades de energía que se usan para mantener los servidores que resguardan las finanzas globales. ¿Qué pasará cuando la energía falte o, en una posibilidad mucho más cercana, aumente su costo exponencialmente? Esta inquietud que se asoma ya en el horizonte debe ser pretexto para un nuevo libro de Scott.
Brett Scott, Cloudmoney: Efectivo, tarjetas, criptomonedas y la lucha por nuestras carteras, trad. del inglés de María Luisa Rodríguez Tapia, Debate, Barcelona, 2022
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