Esforzándose por recuperar memorias tangibles, específicas, de entre el caudal de evocaciones impresionistas filtradas por el tiempo, Annie Ernaux escribía hace más de dos décadas en El acontecimiento (2000): “Solo el recuerdo de las sensaciones que experimentaba ante seres y cosas externos a mí […] puede suministrarme la prueba de esa realidad. La auténtica memoria es material”. Una y otra vez, en el intento por rearmar las piezas quebradas de un embarazo interrumpido cuarenta años atrás, el vapor casi invisible del yo se confunde con los recuerdos materiales: “Lo único que recuerdo del viaje es la lluvia y aquella frase”, escribe resignada, sabiéndose incapaz de recuperarse a ella misma en ese entonces, diluida en la puesta en escena de su propio recuerdo disfrazado, además, por ese otro simulacro que es la escritura.
Para la narradora-río que emerge siempre en los relatos de Ernaux –sin importar ni la paridad ni las divergencias con la biografía y la identidad de la escritora– el cine brota en el recuerdo como una experiencia dual: por un lado, las películas vistas y, por el otro, el recuerdo de la persona que era ella en el momento de verlas. En las páginas de El acontecimiento asistimos a proyecciones de El empleo (Olmi, 1961) mientras la protagonista calcula la fecha de su última menstruación; de El acorazado Potemkin (Eisenstein, 1925) en un cineclub universitario; de la mexicana El rapto de las sabinas (Gout, 1963) en una estancia en Burdeos en la que se encuentra ya embarazada, sin saberlo; y, al final, de Peau de Banane (Ophüls, 1963) y Charada (Donen, 1963), en la primavera posterior al aborto.
¿Por qué, entre el caudal incontinente de recuerdos posibles en torno a esas trece semanas de gestación, la memoria de la narradora insiste en anclarse a las películas vistas, las salas de cada proyección o detalles arbitrarios del argumento? ¿Por qué en novelas como La vergüenza (1997) se repite como latido la presencia del cine Leroy de Normandía y sus películas prohibidas por las monjas del liceo católico? Algo similar sucede en Pura pasión (1992; adaptada al cine en 2020), cuya narradora recuerda haber apaciguado pulsiones de deseo, años atrás, con películas eróticas en televisión o buscando alguna proyección de El imperio de los sentidos (Oshima, 1976) por la necesidad de reconocerse en la protagonista en tiempos anteriores al video casero, cuando la liturgia nocturna de las salas piojito era la única posibilidad de recuperar películas en copias viejas, deslavadas, salpicadas por rayones y manchas sobre el celuloide polvoso. Intuyo que para Annie Ernaux (Lillebonne, 1940) el cine –las películas, pero también la vivencia de las salas y los objetos que la circundan, como carteles o anuncios en periódicos– vale más como amuleto detonante mnemotécnico. Una especie de talismán o fetiche memorioso cuya presencia reúne y da coherencia a los fragmentos en los que el yo se resquebraja, inevitablemente, con el tiempo.
Hasta ahora, con Annie Ernaux como ganadora más reciente del Nobel de literatura, son cinco las películas germinadas a partir de textos suyos: L’Autre (Patrick Bernard y Pierre Trividic, 2008; a partir de La ocupación, de 2002), el cortometraje Gli Anni (Sara Fgaier, 2018; a partir de Los años, de 2008), el largometraje Pura pasión (Danielle Arbid) y, sobre todo, en el año reciente, El acontecimiento (Audrey Diwan, 2021; León de Oro en el Festival de Venecia) y Les Anneés Super 8 (2022), documental escrito por la propia Ernaux y codirigido junto a su hijo David Ernaux-Briot. Esta última, presentada en la pasada Quincena de Realizadores del Festival de Cannes, puede verse como un ejercicio de ternura afectiva e intervención de archivos, en la misma tradición de autoficción fílmica cultivada por Jonas Mekas (Reminiscencias de un viaje a Lituania, 1972) o Agnès Varda (Las playas de Agnès, 2008).
Les Anneés Super 8 comienza en 1972, con las primeras imágenes capturadas por una Bolex de 8 mm comprada por el entonces esposo de Ernaux, Philippe, “y que era algo que deseábamos más que una lavadora o una tele a color”, pero la película, de apenas una hora de duración, está lejos de ser un abandono pasivo frente a la nostalgia. Constantemente la voz en off, escrita y leída por una Ernaux con más de 80, es inquisitiva y escéptica ante la Ernaux de 32 que aparece en los videos domésticos. En familia visitan el Chile de la Unidad Popular de Allende, después Tánger y las playas restringidas a turistas en la tétrica Albania comunista.
Algo que nunca es dicho con claridad es que las cintas que vemos –y que conservan las marcas del tiempo, los defectos de luz, las rayas y tachones– son una especie de precuela de la Annie Ernaux novelista: mientras hace todos esos viajes en familia está escribiendo el manuscrito de Los armarios vacíos, aceptado finalmente por Gallimard y publicado en la primavera de 1974. Como en su obra escrita, que habla a través del mismo yo ficticio, Ernaux se detiene con frialdad analítica, sin juicio, adjetivo ni evocaciones emotivas, en aquello que pasaba en el mundo mientras escribía su primer libro y filmaba las imágenes que vemos, pensadas en su origen no para ser cine sino como álbum familiar. Por ahí se pasean, aunque sea por un instante, la madre-personaje de Una mujer (1987) o No he salido de mi noche (1997) o la casa de Clergy-Pontoise recurrente en sus novelas; se menciona de paso el aborto clandestino de El acontecimiento y la misma Francia de posguerra que se transforma y que sigue mutando en el recuerdo en Los años. De esta forma la memoria escrita y la filmada se reconocen una en la otra no para completarse sino para ahondar su cuestionamiento mutuo como formas de artificio.
Finalmente, habría que regresar con otros ojos a El acontecimiento en la adaptación de Diwan. En una decisión inteligente que privilegia la vigencia lacerante de lo que cuenta, la directora y coguionista altera el tiempo de enunciación del relato original. Mientras en la novela autoficticia de Ernaux los hechos se narran en retrospectiva, pasados treinta años, cuando la narradora tiene que acudir a otro consultorio por un posible contagio de VIH, en la película protagonizada con bravura por Annamaria Vartolomei hay un apremiante flujo narrativo en presente que nos arrastra semana tras semana por la gestación, en busca de su interrupción. En la película de Diwan no hay evaluación retrospectiva ni comparación con el presente porque tal cosa no es necesaria: su afirmación política es tan clara, lúcida y bien ejecutada que hace sentir 1963 o 2022 con la misma cercanía.
Un fragmento a la mitad de la novela podría dar clave sobre ello: “Ver algo con la imaginación o volver a verlo por medio de la memoria es patrimonio de la escritura. Pero ‘Volver a ver’ sirve para dejar constancia escrita de la sensación de haberme reunido con otra vida, la vida pasada; es una sensación que la expresión ‘es como si todavía estuviera ahí’ traduce de forma exacta”. En ese sentido, El acontecimiento y Les Années Super 8 ameritan verse juntas como un díptico de ejercicios en torno a la memoria y sus soportes materiales: el video, el cine, la página escrita, la fotografía, todos aquellos talismanes del registro en los cuales, de una forma que no terminamos de entender, la memoria y el pasado suceden siempre en presente.
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