Sólo precedida por Twin Peaks, de David Lynch, en la voluntad de trastocar la lógica narrativa de la televisión, El Reino (Riget) de Lars von Trier se emitió en dos breves temporadas, en 1994 y 1997. Un cuarto de siglo después, el director danés presentó la tercera y última entrega, Riget: Exodus, en el Festival Internacional de Cine de Venecia, en septiembre de este año. El servicio de streaming MUBI ha anunciado que la totalidad de la serie estará disponible en la plataforma en noviembre. Los capítulos de los noventa han sido restaurados y se presentan en nuevos cortes del director. Recuperamos, así, este texto sobre El Reino, que formó parte del dossier “La televisión y el futuro del cine” (no. 59, marzo-abril de 2008).
El Reino es un hospital situado en Copenhague, sobre un antiguo pantano donde la gente acudía a lavar la ropa. Entonces, hace ya varios siglos, el vapor cubría el lugar, creando una atmósfera densa que ocultaba historias perturbadoras. Hoy se congrega allí la mejor tecnología y los estudios más avanzados en medicina en Dinamarca. Aunque el hospital significó la llegada de la modernidad para los residentes, quizás se olvidaron demasiado pronto de las antiguas leyendas. Estamos en 1994, en un espacio en el que vemos, a través de un ojo a la vez analítico y perverso, hechos insólitos: el nacimiento prematuro de un bebé con el rostro de un adulto de 30 años, extrañas apariciones de una niña fantasma, una ambulancia que todas las noches hace acto de presencia y, sin embargo, no existe.
Se trata de El Reino, la serie creada por Lars von Trier. Con ella el director danés alcanzó dos objetivos: impulsar el desarrollo de Zentropa –productora que había fundado unos meses antes junto a Peter Aalbæk Jensen– y romper con toda tradición televisiva. Puso en duda, desde la primera escena, los recursos habituales de la pantalla chica. ¿De qué manera? Llevando a ella el tiempo y el espacio cinematográficos. Así, tensó la transgresión cinética echando mano de obsesivos saltos entre ejes, planos y contraplanos reiterativos, giros de cámara irritantes, travellings que vienen de uno u otro pasillo; en suma, encuadres asimétricos que confunden la percepción del espectador, aunados a una extraña iluminación que tiñe la pantalla de sepia. Von Trier sentó las bases del cuestionamiento del modo en que se hacía cine en aquella época y que, un poco más tarde, tuvo como resultado el manifiesto Dogma 95. Algunas de las nociones de este movimiento fueron desplegadas con maestría en la serie: uso de locaciones naturales, cámara al hombro o nula utilización de música, por ejemplo.
El cineasta trabajó –aunque no de manera creativa– con Morten Arnfred en la dirección de las dos temporadas de El Reino (cada una de cuatro capítulos), a quien aprovechó como asistente a la hora de inmiscuirse en los lugares del Hospital de Copenhague en los que el supersticioso Von Trier sentía malas vibras. Si la primera temporada, de 1994, concluye con un final abierto, dejando un marco amplísimo de posibilidades, la segunda, presentada tres años después, no se empeña en atar cabos sueltos; por el contrario, abre nuevas preguntas que nunca son esclarecidas.
La tercera temporada no vio la luz por distintas circunstancias, entre ellas la muerte de dos de los actores principales: Ernst-Hugo Järegård, quien interpretaba a Helmer, el doctor sueco cuya hostilidad anima cada capítulo, provocando en el espectador repulsión y fascinación paralelas; y Kirsten Rolffes, que hacía lo propio a través de la señora Sigrid Drusse, una anciana que a fuerza de terquedad logra establecerse como paciente indefinida de la clínica, con el propósito de contactar a los espíritus que se hacen presentes. Aunque la trama impide el protagonismo de alguno de los personajes, estas dos figuras mantienen la atención de una audiencia sugestionada por la maraña temática que se desenvuelve en el hospital. A lo largo de los ocho capítulos, El Reino muestra un delirante juego de personalidades que pasan sin sobresaltos de lo humorístico a lo siniestro.
Una historia. El doctor Bondo (Baard Owe) instruye a los aprendices de El Reino. Durante años ha realizado una investigación sobre el cáncer de hígado. A punto de morir, uno de sus pacientes alberga en las entrañas el tumor más grande visto en una década. Sus familiares no permiten que éste le sea extraído con fines científicos, sin embargo. Confundido y desmoralizado, el médico pide la ayuda de sus colegas para encontrar una solución. El grupo, más parecido a una secta fetichista que al gremio de los científicos, sugiere buscar a una persona que acepte recibir el hígado dañado e incubarlo. Al no hallarla, Bondo decide proteger el tumor en su propio organismo y vivir con él, asumiendo las consecuencias, con tal de finalizar su investigación.
Desde su primera proyección –luego de haber sido exhibida en formato de cine, en Venecia y Copenhague– la serie fue un fenómeno que atrapó a la sociedad danesa. Alcanzó uno de los ratings más altos de su tiempo. Con El Reino el trabajo de Von Trier, que logró combinar acontecimientos al mismo tiempo delirantes y verosímiles, fue recibido como nunca antes en su país, y de inmediato alcanzó repercusión internacional. A tal grado que en 2004, adaptada por Stephen King y dirigida por Craig R. Baxley, se rodó Kingdom Hospital, el remake norteamericano de la serie, con una propuesta visual muy inferior a la original.
La elección de una clínica como escenario –abordada simultáneamente en ER. Sala de urgencias desde un perfil melodramático, con George Clooney como protagonista y Steven Spielberg como productor– dio al cineasta la oportunidad de establecer distintas líneas argumentales, donde se enfrentan sucesos de la vida cotidiana –vínculos amorosos, engaños, intrigas– con agudos comentarios que reflejaban la mirada de un autor crítico con su comunidad. Ese punto puede ejemplificarse con el comportamiento de Helmer al final de cada capítulo: harto del contacto con los aprendices, los pacientes o su propia pareja, el médico sube a lo alto del edificio y grita todo tipo de vituperios contra la gente que lo rodea. La catarsis concluye con una frase que ha sido interpretada por diversos críticos como la voz del creador: “¡Escoria danesa!”.
Cada episodio ofrece un esquema narrativo distinto. A veces dibuja una trama central con pequeñas ramificaciones que, en la parte final, descubre un misterio relacionado con lo paranormal o lo terrorífico; en otras ocasiones recurre a un modelo clásico, propio de un cuento con desenlace sorpresivo. En todo momento el hospital cuenta con una especie de conciencia que se hace tangible en la figura de dos jóvenes con síndrome de Down que relatan, a partir de mensajes sigilosos, mientras lavan trastes, el ánimo de las almas en pena. Cada cierto tiempo, un establishing shot tomado desde los aires del inmueble muestra la integridad de los incidentes a través de un ojo perverso. Acaso el del director, el del demonio y el del espectador, fusionados.
Lars von Trier interviene al final de cada capítulo, mientras aparecen los créditos. Allí le habla enfáticamente al televidente, a quien le recuerda algunos hechos ocurridos en la serie con comentarios vinculados a lo sobrenatural. Enfundado en el traje que su admirado Carl Theodor Dreyer usó en la ceremonia en la que recibió el veneciano León de Oro por La palabra, en 1955, termina pronunciando siempre la misma frase, mientras dibuja una cruz con el dedo índice de la mano derecha para luego convertirla en un símbolo cornudo: “Soy Lars von Trier y les deseo buenas noches. Si desean pasar más tiempo con nosotros en El Reino, estén preparados para unir el bien… con el mal”. Como la de un fantasma, su imagen se desvanece.
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