El estreno de El conde en la plataforma Netflix creó muchas expectativas. El filme dirigido por Pablo Larraín aborda, desde la parodia, la figura del dictador chileno Augusto Pinochet. Es curioso: el cine latinoamericano ha reflejado a través de los años a los gobiernos autoritarios que ha sufrido, pero casi siempre desde el realismo. Es lógico: el registro de los hechos, durante gran parte de la historia latinoamericana, fue manipulado y ocultado por el poder en turno. Incluso, en nuestra época, hay muchas zonas oscuras que esperan ser investigadas por los historiadores. Por esta razón hay una búsqueda por retratar, de la manera más fiel posible, la herencia de nuestros países.
El conde se mueve en un registro diferente, pues el director funde la parodia, el surrealismo y la alegoría para crear una obra que rehúye los códigos conocidos del cine sobre las dictaduras. El mayor peligro, por supuesto, era que el humor banalizara no sólo a Pinochet sino a las miles de víctimas de su gobierno. Por otro lado, presentar al dictador como un villano unidimensional también contribuiría a un discurso superficial. Me parece que El conde sortea bien ambos peligros, aunque su propuesta sea, en varios pasajes, ambigua y la atmósfera que construye le reste protagonismo a las ideas que quiere transmitir.
La línea argumental de El conde es ingeniosa: Pinochet es, en realidad, un vampiro de origen francés que escala posiciones desde tiempos de la Revolución Francesa. Es, al inicio, un vampiro común y corriente, pero con el tiempo asciende socialmente y decide defender a la nobleza de las revoluciones que intentan derrocarla. La última etapa de su viaje lo lleva a Chile, donde se asienta y se convierte en el dictador que todos conocemos. Sin embargo, como también es sabido, el juicio por el asesinato de los enemigos del régimen y los escándalos de corrupción de su gobierno ensombrecen su legado. De esta forma finge su muerte y se muda a una villa abandonada cerca de la capital, para vivir entre sus recuerdos de gloria, maldiciendo a los chilenos que han escupido en su memoria y haciendo visitas ocasionales a la capital para alimentarse de la sangre de algún desafortunado que se cruza en su camino. Mientras el filme avanza conocemos otros personajes que rodean al general: sus hijos sedientos de una herencia que aún no llega, su esposa y una suerte de mayordomo que representa la mano dura con la que gobernó al país. También aparece una monja que es contratada para hacerle una suerte de exorcismo, y que funciona como una confidente que engatusa al dictador y a sus parientes para que confiesen todos sus delitos financieros y humanos.
La película aporta una visión interesante a su narrativa a partir del uso de la alegoría del vampiro, un parásito que succiona la sangre de los desheredados para conservar la vitalidad y la fuerza. La nobleza de sangre heredada o creada a partir de la dictadura –en saludable convivencia con el poder empresarial– extrajo los recursos de todo un país para fortalecer una casta de vampiros que han prosperado desde hace siglos. Quizás en esta parte languidece la propuesta del director, pues nos hace pensar que Pinochet –usado como símbolo del poder totalitario– es una criatura derrotada que tiene que hacer incursiones clandestinas a la ciudad para poder alimentarse. En ningún momento la narrativa nos traslada a escenarios actuales en los que veamos cómo ese vampiro es, en realidad, todos los vampiros de estos años, déspotas del capitalismo global que siguen dominando nuestras sociedades más allá de ideologías políticas. El tono del filme, construido a partir de una gran fotografía en blanco y negro, nos sitúa en un escenario onírico apenas contrastado por el interrogatorio de la monja.
El conde ofrece una visión grotesca del poder y desmitifica al tirano, convirtiéndolo en un habitante de las sombras acompañado por una corte decadente y nostálgica de los viejos tiempos. Sin embargo, además de la caricatura, no aporta una lectura más aguda de Pinochet como un representante de los gobiernos autoritarios que dominaron Sudamérica y Centroamérica a punta de golpes de Estado y terrorismo paramilitar. Como apunta el crítico Peter Bradshaw en su reseña para The Guardian, en la fantasía gótica de Pablo Larraín tampoco aparecen los socios internacionales del dictador, particularmente Henry Kissinger y la CIA.
A El conde le cuesta ir más allá de los diálogos macabros entre la élite decadente y el ejercicio purificador de la iglesia católica, representada por la monja que busca información para ganar dinero. Parecería que el discurso, el leitmotiv del dictador metiendo corazones en una licuadora para bebérselos después, es suficiente para la crítica. Sin embargo, el territorio fantasmal que se nos presenta coloca la sátira en el pasado en lugar de proyectarla al futuro. El espectador, de esta forma, asiste a un juicio grotesco –estilizado en algunos tramos como el vuelo de la monja después de haber sido mordida por el vampiro– que sólo sirve para reforzar las certezas que tiene y no llevarlas a una zona más compleja.
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