Para DGE
Fundada en 2012 en Buenos Aires por Julia Ariza y Salvador Cristofaro, la editorial Fiordo ha armado un catálogo que presta atención tanto a inéditos como a libros que se encuentran, inmerecidamente, fuera de circulación. Gracias a esa labor vuelve a difundirse en nuestra lengua el trabajo del poeta, ensayista y crítico Al Alvarez (Londres, 1929-2019).
Aunque publicó una veintena de títulos, sólo cuatro de ellos han sido retomados en español por editores con ojo atento. En Fiordo se encuentran dos, en traducciones de Marcelo Cohen: su ensayo sobre el suicidio, El Dios Salvaje (1972; existe una traducción anterior, que publicó Novaro en 1973, a cargo de la uruguaya Stella Mastrangelo) y La noche (1994), que antes había sido publicada por Norma y Anaya & Mario Muchnik. Con temáticas colindantes, también pueden encontrarse otros títulos, Alimentar a la bestia (1988), en la española Libros del Asteroide, y su estudio sobre el juego, Poker (2001), que publicó la chilena Hueders, quienes también tienen una edición de El Dios Salvaje.
No los he leído aún pero veo cómo Alimentar a la bestia, sobre su amistad con Mo Anthoine, con quien compartía una pasión por el montañismo, y Poker se encuentran en las cercanías obsesivas de los libros que Alvarez dedicó al suicidio y al sueño. Mejor dicho: encuentro natural que Alvarez continuara explorando, en distintas décadas, los rostros de la muerte, escondidos en actividades deportivas o en la psicología del mundo de las apuestas. En el excelente retrato que hace de los últimos meses de la vida de Sylvia Plath, que constituye el prólogo de la primera parte de El Dios Salvaje, escribió sobre ella: “Los riesgos no la asustaban, por el contrario, le resultaban estimulantes. Freud escribió que ‘el juego de la vida pierde interés cuando la apuesta máxima, la vida misma, no se puede arriesgar’. Finalmente, Sylvia aceptó correr ese riesgo. Apostó por última vez, procurando que las posibilidades estuviesen a su favor, pero tal vez, en su depresión, sin que le importase mucho ganar o perder. Sus cálculos le fallaron, y perdió”.
En La noche se pretende abordar la cultura de la vida nocturna, la manera en que fue alterada la psicología de la humanidad con la invención de la luz eléctrica, el impacto del mundo onírico en las artes, la vida de los policías nocturnos… Pero es notorio que las fuerzas oscuras de la depresión triunfan en el libro, pues en su mayor parte está dedicado al fenómeno del sueño, a las delicias y los riesgos de la inactividad. El libro parte de una idea potente que logra unir el mundo onírico con los peligros exógenos que se viven cuando se oculta el sol: el superyó, sostiene Al Alvarez, es la manera en que, como especie, hemos internalizado el terror que nos mantiene alertas a los ataques de depredadores. Retoma esta descripción del superyó que hizo A.A. Mason en “The Suffocating Super-Ego” (Do I Dare Disturb the Universe?, 1981), pero que podría ser la de un animal que nos acecha en la oscuridad:
Crea la sensación mental de estar siendo vigilado por ojos a los cuales no escapa nada. Son ojos crueles, penetrantes, inhumanos e incansables. Registran sin piedad ni compasión. Persiguen sin cesar y juzgan sin remordimiento. No hay huida posible porque no hay lugar donde cobijarse. Tienen memoria infinita y son una amenaza inefable. Cuando llegue, el castigo será rápido, venenoso y despiadado […]. A la sensación de vigilancia y amenaza constantes, se suma la de ser agudamente escuchado, olido y leído en el pensamiento, lo cual da una idea del terror y la desesperanza dominantes. El sujeto de ese implacable escrutinio llega a sentirse totalmente rodeado de fuerzas irresistibles, que se cierran sobre él como la Doncella de Hierro de los tormentos medievales o las paredes móviles imaginadas por Poe en “El pozo y el péndulo”.
Este tipo de estrategias asociativas permiten reconocer en Alvarez a un ensayista clásico, al menos en estos libros tempranos (se consideraba a sí mismo una especie de modernista tardío). También, a menudo, incurre en “marksonadas”, esos listados de anécdotas curiosas que ayudan a empalizar argumentos con datos eruditos y que, a ciertos lectores, deleitan como palomitas (en El Dios Salvaje: “Mitrídates quien, para defenderse de sus enemigos, había estado tomando durante años pequeñas dosis de veneno para inmunizarse. Como consecuencia, cuando trató de quitarse la vida envenenándose, fracasó”; “Zenón se ahorcó de rabia cuando tropezó y se torció un dedo. Tenía entonces noventa y ocho años”). Esa manera de escribir provoca un extraño corto circuito: se trata de lecturas no sólo interesantes, sino divertidas. Y entonces uno descubre que se está divirtiendo leyendo sobre suicidios y depresión (cosa que me recuerda a cierto amigo, quien experimentó algo parecido a la culpa por leer Si esto es un hombre de Primo Levi… mientras vacacionaba en la playa).
Pero es cierto lo que se lee en la portada de la edición de Fiordo, escrito por John Banville. Además de instructivo y entretenido, el estudio es “a veces hermoso”, como se aprecia en esta descripción de la fauna nocturna con la que Al Alvarez convivió en la campiña italiana:
Todos los anocheceres espero el momento en que los vencejos dejan la guardia a los murciélagos; un breve ajetreo, cierta confusión, no menos asombrosa por esperada, un sofocado murmullo de alas y unos chillidos agudos. Luego los vencejos se reagrupan y batiendo las alas se alejan hacia los Apeninos. Angostas las cabezas, las alas curvas, los vencejos son criaturas perfectas, prietas, precisas, aerodinámicamente impecables, y su vuelo es como las suertes de los trapecistas: una secuencia de gracias prodigiosas. En comparación, los murciélagos son pura anarquía. Irrumpen de los árboles oscurecidos a lo que queda de ocaso, aleteantes, atolondrados, imprevisibles. Se diría que frenan en seco y dan marcha atrás; cuando ya se precipitaban sobre la casa, de golpe cambian de dirección. En vez de organización, caos; en vez de dirección y propósito, sorprendentes fractales. Menos que criaturas de carne y hueso, los murciélagos parecen emanaciones de la noche, burbujas de sombra con bordes difusos; si uno quisiera tocarlos, quizá la mano los atravesaría.
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