miércoles, 6 de septiembre de 2023

El ‘Grand Auteur’

Junto a los libros de Faulkner, en un aparador de una de las miles de librerías Gandhi que hay en este país, encontré colocado uno de un tal J. Fernández. Junto a El ruido y la furia descansaba un título de autoayuda con la promesa de cambio radical de vida en apenas quince días. Por supuesto que nadie espera que en librerías Gandhi sepan diferenciar la calidad o la importancia de un título comparado con otro –ellos simplemente lo han acomodado ahí por un orden estrictamente alfabético–, pero el hallazgo me hizo pensar en la dificultad de una clasificación universal de la literatura, en pleno siglo XXI, después de la abrumadora cantidad de títulos que existe hoy en día.

Hace poco Carme Riera dijo que en España hay más escritores que lectores. Esto es, claramente, una hipérbole. Y aburrida, encima, porque supone que no hay una diferencia entre las personas que escriben y las que son escritores o escritoras.

En la antigua Grecia no existía el problema de la clasificación según la calidad o de la formación de un canon. Se entendía el arte como una mímesis (o representación) de la realidad y el juicio sobre su calidad podía ser razonablemente objetivo: se parece más o se parece menos, punto. La tragedia, sin embargo, escapó rápidamente del análisis desde la mera mímesis. Era, sí, una obra que procedía de una cierta imitación: la representación de los seres humanos y de los dioses a partir de la idea que se tenía de ellos en el mundo real. Pero la tragedia no intentaba contar las cosas “tal como sucedieron, sino como podrían haber sucedido”, según lo definió Aristóteles en su Poética. Para él la tragedia no es una actividad que reproduce pasivamente, sino que re-crea las cosas siguiendo las normas de la verosimilitud y de la necesidad. En eso, decía Aristóteles, se diferencia de la historia –que versa sobre lo particular–, porque la tragedia, la poesía, versa sobre lo universal, sobre la naturaleza de los seres humanos.

Platón había expulsado a los poetas de su República porque desencadenaban los sentimientos y las emociones, reduciendo las armas racionales que servían para controlarlos. Aristóteles, en cambio, encumbra al gremio de los poetas por una aproximación opuesta al mismo efecto del arte: el arte descarga emotividad (no nos carga de ella) y la emoción que provoca no perjudica el alma, sino que la cura por medio de la catarsis. Esto significa que la tragedia, la poesía (la literatura, finalmente) tiene una finalidad clara, racional, incluso terapéutica. Una finalidad deseable y buena.

Cuando se le asigna una finalidad racional, el criterio para diferenciar una obra buena de otra mala –y, por ende, un autor o autora buena de otra mala– es mucho más sencillo. Pero cuando se entiende a la literatura como un quehacer estético, un gozo del alma, que no tiene una finalidad racional, las clasificaciones se complican. En efecto, ¿bajo qué criterio –pretendidamente universal– podemos decir que un autor o una autora es mejor que otro? ¿Qué obra debe considerarse mejor y cuál peor sin reducir el argumento a un “me gusta más”? ¿Por qué siento que es un error imperdonable, un sacrilegio, colocar en la librería la obra de Faulkner junto a la de J. Fernández?

¿Bajo qué criterio –pretendidamente universal– podemos decir que un autor o una autora es mejor que otro? ¿Qué obra debe considerarse mejor y cuál peor sin reducir el argumento a un “me gusta más”?

Se ha dicho muchísimo sobre este asunto, pero hay un punto de quiebre en la historia del pensamiento occidental: la ruptura del romanticismo. Schiller distinguió entre el poeta ingenuo y el sentimental. Decía que en la antigüedad la poesía era ingenua porque el autor simplemente escribía sobre la naturaleza de un modo pasivo y descriptivo. En la modernidad, asegura, la cosa es distinta. Los poetas son ahora sentimentales: describen y reflexionan sobre la naturaleza, sí, pero también reflexionan sobre el sentir humano. Hay una especie de giro copernicano en el objeto de la poesía: ya no son sólo los dioses y las estrellas, sino que ahora es lo que esas cosas (y personas y dioses) nos hacen sentir. El objeto del poema es ahora el sentimiento que produce en el alma. Un poeta sentimental, asegura Schiller, es quien hace esta reflexión de una manera más profunda, acercándose mucho a la idea de la conmoción poética, de lo sublime.

Schopenhauer se atrevería después no solo a definir lo sublime (separándose en su definición de Kant y de Hegel), sino a clasificarlo con una gradación, yendo desde el sentimiento de lo bello (la luz reflejada en una flor, por ejemplo), hasta el sentimiento de lo más sublime (la contemplación de la extensión del universo, por ejemplo).

Pero por más que definamos lo bello y lo sublime, si aceptamos la idea de que la literatura es algo más que la simple técnica (cuantificable) de transmitir ideas a partir de juntar palabras, la tarea de encontrar un criterio para separar a los buenos autores de los malos es francamente ardua, acaso estéril.

Muchos escritores actuales, encumbrados por la crítica literaria, por la opinión pública o por las editoriales con una agenda comercial, suelen coincidir cuando se les pregunta acerca de su propio oficio. Un gran escritor, una gran escritora –suelen responder– es aquel que logra tocar las fibras más íntimas del ser humano, su esencia, su naturaleza. Es decir, que aborda (no en la anécdota, sino en el fondo) los temas universales del ser humano.

Yo estoy de acuerdo, en principio, con esta consideración. Pero, hay que ser sinceros, sigue siendo muy ambigua. ¿Cuáles son las fibras íntimas del alma? ¿Cuál es la esencia, la naturaleza del ser humano? ¿Qué sentimientos son universales? No digo que no existan todas estas cosas, solo que es difícil distinguirlas.

Hace más o menos una década llegó a mí el libro Cuerpos del rey (2002), de Pierre Michon. Yo había leído Vidas minúsculas y me había parecido, sin exagerar, uno de los tres o cuatro libros más hermosos que había leído en mi vida. Tenía más o menos 30 años. Ya llovió.

En Cuerpos del rey Michon relata algunos momentos de la vida de escritores que, desde su punto de vista, han ocupado el trono de la literatura universal. Beckett, Flaubert, Faulkner, Manglî, Balzac y Cingria aparecen a la vez como las figuras universales que son y como los cuerpos comunes y corrientes que fueron: los dos cuerpos del rey, el que representa la investidura real, inmortal e inmutable, y el que lleva un gorro y tiene la nariz chata, perecedero y contingente.

Michon intenta responder implícitamente a la pregunta que estamos planteando aquí: ¿Qué es lo que hace que un autor acceda, para ponerlo en sus propias palabras, a la categoría de Grand Auteur? Las respuestas, como todo gran ensayo, son apenas tentativas. Y, para colmo, viniendo de alguien que quizás él mismo podría encarnar este par de cuerpos en la actualidad, no dejan de ser poéticas y alusivas, nunca indicativas.

“Por eso amo la literatura, en ella sacias todo, en ella cumples todo; eres a la vez su rey y su pueblo, activo y pasivo, víctima y sacerdote”, dice Flaubert en una carta a Louise Colet. Madame Bovary, dice Michon, es todas las mujeres.

Dice de Flaubert, por ejemplo, que se convirtió en el más grande porque fue capaz de confeccionar para él mismo –y después para que otros escritores menores la usaran también– lo que Michon denomina la careta. Una máscara de miseria y humanidad que tenían puestos sus personajes y que, más tarde, terminaba colocada en el rostro del lector y del propio autor. “Para llamar con formalidad literatura a la propia palabra”, dice Michon, “hay que coserse la careta en pleno rostro, sin anestesia”. En pocas palabras, hay que transmitir el propio drama en los personajes de nuestras historias para que, más tarde, tomemos de vuelta el drama a partir de las letras. Hay que echar a andar los temas y los personajes en una puesta en escena, mediante la ficción, para entender nuestra historia propia. “Por eso amo la literatura, en ella sacias todo, en ella cumples todo; eres a la vez su rey y su pueblo, activo y pasivo, víctima y sacerdote”, dice Flaubert en una carta a Louise Colet. Madame Bovary, dice Michon, es todas las mujeres. Es mi madre, es el llanto de las mujeres, la frustración terrible. Una vez más la universalidad de los conflictos sale a la superficie.

Refiriéndose a Mohamed Ibn Manglî, escritor cariota del siglo XIV, dice que dedicó su vida a escribir manuales para viajes, estudios sobre guerras y sobre animales de caza. Todo ordenado por un sultán. Describiendo al halcón gerifalte con hermosas imágenes –nos dice Michon– Manglî descubrió que no era del gerifalte de quien hablaba, sino de la muerte, de la sensación de la muerte, que pende sobre todos nosotros.

Más adelante, cuando habla de Faulkner, dice que se convirtió en rey una vez que “vio el elefante”. De un soldado que en la guerra se enfrentaba por primera vez al fuego se decía que había visto el elefante, refiriéndose al destello blanco que surgía del obús al dispararse y que tenía más o menos la forma de un paquidermo. Enfrentarse a la posibilidad, más bien a la necesidad de la muerte y asumir lo que uno es, hacerse cargo de ello: eso es “ver el elefante”. Faulkner vio su elefante: su familia, su historia, esa culpable forma del parentesco que Faulkner llama El Sur.

La literatura es un muro de piedra. Algunos autores, piensa Michon, retozan por ella como mariposas, pero no les alcanza con lo que hacen para romperla y pasar al otro lado, donde viven Melville, Shakespeare y Joyce. No les alcanza porque no entienden que la literatura tiene la obligación de decir lo que ningún maestro dijo, lo que nadie puede decir, es decir, lo que diría Dios […] ese concepto de literatura tiene un nombre muy antiguo y grávido: lo Sublime.

La literatura es un muro de piedra. Algunos autores, piensa Michon, retozan por ella como mariposas, pero no les alcanza con lo que hacen para romperla y pasar al otro lado, donde viven Melville, Shakespeare y Joyce.

Michon explora al menos tres maneras de pasar el umbral hacia la Gran Literatura: la universalidad de sentimientos transmitidos mediante la confección de una careta; la universalidad de temas fundamentales (como la muerte) que se descubren al escribir a partir de cualquier anécdota; y la posibilidad de acceder a lo sublime universal a partir de la asunción de la propia historia y de su exploración hasta las últimas consecuencias. En todos los casos la vida del autor está completamente vertida en sus textos: sea al confeccionar y coserse la careta al rostro; sea al comprender los verdaderos temas sobre los que está escribiendo; sea porque ha visto al elefante.

¿Es eso lo que diferencia a un autor de un gran autor? ¿Se puede acceder a “las fibras íntimas de la naturaleza humana”? ¿Se puede convocar a “lo sublime”? ¿Se puede pasar a la historia escribiendo una gran historia sin dejar en ella el alma? A mí, personalmente, me parece que no.

Las aproximaciones a lo sublime forzosamente están ligadas a la experiencia humana. No es posible transmitir lo que el alma no contiene. No es posible expresar lo que el alma no ha vivido. Se puede construir un mundo nuevo, imaginar una guerra completamente ficticia, dibujar en palabras la personalidad del ser humano más bello, sí. No es necesario haber visto ese mundo, peleado esa guerra, conocido a esa persona. Lo que no es posible –y en esto estoy de acuerdo con Michon– es transmitir el sentimiento del amor, de la existencia, de la inexorabilidad de la muerte, sin antes haber vivido, como autor, esos mismos sentimientos, esas mismas zozobras, esas mismas esperanzas. Extrapolar y sublimar, sí. Inventar un sentimiento con la pura imaginación, imposible.

Los grandes autores, quizá, son los mejores observadores y los mejores traductores. Aquellos que fueron capaces de desvestir de toda historia particular, de toda anécdota, los sentimientos más rotundos, más humanos, más ígneos. Observarlos, desentrañarlos y, después, ponerles encima otra ropa, otra anécdota, para llevarlos, traducidos al idioma universal de la literatura, a otros seres humanos. La objetividad de estas consideraciones, por supuesto, es muy problemática. Acaso podemos aspirar a una gradación personal o medianamente colectiva de autores y autoras que, no por ser particular en su origen, deja de aspirar a la universalidad, aunque sea de manera asintótica. En todo caso, la calificación de Grand Auteur siempre estará acompañada de un criterio que hay que construir, reflexionar y someter a crítica. Si alguien pretende sustentar la calificación con un criterio cuantificable, no nos queda otro remedio que desconfiar de él.

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