martes, 12 de septiembre de 2023

Un viaje llamado Esther

La mujer está vestida de negro, mira una revista que lleva en las piernas y viaja sola en un compartimiento de muros verdes. Todo en ella es sombra; da la impresión de que respira muy quedo. Por la ventanilla del tren se pueden apreciar un puente y un atardecer, que van quedando atrás junto con sus recuerdos y algo que ha perdido, por eso el luto. Ese mundo que está afuera a punto de volverse penumbra –el sol se apaga despacio– parece insignificante ante ese dolor del que escapa. Edward Hopper pintó este cuadro en 1938.

Me gusta pensar que este motivo, presente en varias obras de Hopper y en el que irradia una calma aparente, donde sin embargo se advierte un flujo oculto de significados, resuena en Otros son los sueños (1973), de Esther Seligson: “huiría en un tren, sola en el compartimento, la cabeza apoyada en el cristal de la ventana, una desconocida mirándose mirar desde fuera a través de un ojo colectivo impersonal, dispuesta a empezar un algo nuevo diferente; y, en cierto modo, mientras el viaje no terminara, mientras pudiera abordar los trenes deteniéndose únicamente para esperar el próximo, mientras durara la suspensión del tiempo, ella podía dejar de parecerse a aquella que los otros conocían y juzgaban”.

La primera novela corta de la escritora mexicana, reeditada en la colección Relato Licenciado Vidriera de la UNAM, apuesta por un viaje doble: el horizontal, que sucede en el mundo físico y desvela pasajes breves, a veces nebulosos, donde una mujer se aleja de una relación amorosa; y el vertical, que se vuelve una inmersión por la materia sensible: los recuerdos, las dudas, los sueños. Así, sobre una trama que aporta poco más de lo que he citado anteriormente, se dispersa una escritura prolija que es enredadera desértica: brota de lo poco que recibe, apenas de cierta humedad cada tanto, y sin embargo se expande fuerte y generosa.

Esther Seligson comparte con Hopper el arte del sigilo. La vida disfrazada de calma sobre un torrente de emociones profundas. El narrador y crítico Geney Beltrán Félix, prologuista de esta edición y uno de los principales especialistas en su obra, advierte: “Este combate hacia el interior de su mente tiene como propósito un ejercicio de sinceridad que por estatuto propio sólo es liberador”. Liberarse del miedo, del pasado, de la soledad, a través de cuestionamientos que, al ser pronunciados, parecen volverse fantasmas dóciles: “¿Acaso había comprendido que puede existir algo más importante que la sombra de un sueño, que el deseo loco de escapar?”.

Sin embargo, la condición de los viajes que son destino es que se les asuma a costa de sus riesgos, y nuestra protagonista busca hacerlo no sin antes entablar un diálogo consigo, con Dios, con el otro; un diálogo plagado de inquietudes, que son su equipaje de mano y que cavan más y más hondo, hasta llevarnos a un territorio donde habitan la literatura y la filosofía: “¿Quién vive la otra mitad de nuestra vida, esa parte de nosotros que se queda callada, ardiendo silenciosa, para no se sabe qué otro pensamiento que la consume desde lejos, desde otra vida que vive pensándola, atrayéndola a distancia?”.

No hay lugares sin bruma en Esther Seligson (1941-2010). Ella bien sabía de la existencia de otros reinos a los que no se llega de maneras convencionales, pero sí a través del lenguaje y de la palabra; la recompensa, en cada caso, es la exploración. Y en Otros son los sueños, como en sus cuentos, confirma que esos reinos alcanzan su plenitud en la búsqueda interior. La mujer que viaja en un tren sin tiempo es símbolo de su escritura. Qué es la literatura de Seligson sino un tránsito.

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