miércoles, 13 de septiembre de 2023

Por una reivindicación de lo monstruoso

El diario inglés The Guardian publicó en días recientes esta noticia: «Según un estudio la ira es, con diferencia, la emoción más poderosa para impulsar la acción climática”. El texto describe un estudio realizado en Noruega a través de encuestas. El resultado fue que la ira es el sentimiento que predomina en la gente que se une al activismo a favor del clima. Por el contrario el nihilismo o la desesperanza conducen a la desmovilización, según el mismo estudio. Más allá de la subjetividad de este tipo de investigaciones, la ira –en una sociedad global volcada, por diferentes razones, a las emociones– parece poder sacar de su marasmo a un sector de la población, aunque aún se trata de gestos desarticulados en lo político que, por lo tanto, no perduran.

Cualquier sentimiento, en un sistema que individualiza nuestras filias y fobias, tiende a volcarse sobre sí mismo. En el caso del miedo parece haber sido desactivado o manipulado para que aceptemos los futuros distópicos que nos presentan diferentes narrativas de este siglo. Lo “monstruoso” parece amenazante, pero muy lejano. A pesar de su inminencia, los peligros que enfrentamos como sociedad son descritos como eventos en los que no tenemos agencia: invasiones alienígenas, colapsos medioambientales, civilizaciones postcapitalistas enfrentadas en guerras interminables. Sin embargo, lo monstruoso permanece oculto tras el velo de lo cotidiano, normalizado hasta que es demasiado tarde.

David McNally, académico especializado en historia económica, apuesta por resignificar el símbolo en su libro Monstruos del mercado. Zombis, vampiros y capitalismo global (2011), recientemente publicado en español por la editorial Levanta Fuego. A partir de lo que denomina “marxismo gótico” hace un recorrido por diferentes tópicos para mostrar que detrás de conceptos como monstruo, zombi o vampiro hay una profunda relación con el capitalismo en sus diferentes etapas. La idea de la investigación es que debemos entender nuestros miedos y focalizar nuestra respuesta, lejos de los clichés culturales.

Lo monstruoso –lo violento– se revela, plantea McNally, al mirar a los monstruos despolitizados como agresores que ponen en riesgo nuestra existencia. El vampiro es, quizás, el personaje más evidente por su capacidad de extraer la fuerza vital de sus víctimas: la plusvalía, es decir, el valor añadido que da el trabajador a lo que produce, la esencia de la acumulación capitalista. El monstruo desangra a su víctima hasta que la deja moribunda o con apenas el impulso suficiente para seguir viviendo y produciendo.

McNally hace énfasis en el dominio del capitalista sobre los cuerpos de los desheredados. Incluso, como refiere, la posesión puede seguir después de la muerte, ya que los cadáveres pueden ser usados para experimentar, como sucede en Frankenstein (1818), la novela de Mary Shelley. Para evitar un último ultraje las clases populares hicieron varias revueltas para defender los cuerpos de sus seres queridos y evitar que se convirtieran en objeto de exhibición morbosa o especulación inescrupulosa de los científicos. El monstruo imaginado por Shelley –una autora que, gracias a su madre, había estado en contacto con ideas de izquierda– aterra en su versión original porque se rebela ante su creador, es autodidacta y lo suficientemente inteligente como para darse cuenta del juego que le han obligado a jugar. Quizá por ello las versiones fílmicas y el papel del monstruo en la cultura popular lo presentan como un ser balbuceante que, en todo momento, parece un protohumano indigno de compartir la civilización con nosotros.

Me parece que una de las lecturas más interesantes que propone David McNally sobre lo monstruoso es la de la locura que transforma a los hombres en zombis adoradores de fetiches. El fanatismo por el dinero de estos monstruos que conducen autos de lujo y despachan en los grandes centros financieros va más allá de la mera acumulación de capital. Como refiere el autor, el fetiche es la creación de un valor imaginario que ya no tiene relación con las cosas materiales y controla sus mentes haciéndolos desear más. Al igual que los miembros de un culto demoniaco, los fetichistas son capaces de cualquier cosa para satisfacer al nuevo dios que han creado. El monstruo, entonces, se deshumaniza y deshumaniza al otro, pues cae en un tobogán que sólo puede terminar con la muerte o la locura.

Bret Easton Ellis describe este fenómeno en su novela American Psycho (1991). Patrick Bateman, asesino por diversión, pasa del mundo de las finanzas a la cacería nocturna de seres humanos, inferiores en la escala social. La época –finales de los ochenta y principios de los noventa– que retrata Ellis es, justamente, la que inauguró la financiarización de la economía global. Un yuppie como Bateman pasa de exterminar vidas gracias a la bolsa de valores y la especulación financiera a emprender la violencia con sus propias manos. Como afirma Élisabeth Roudinesco en su libro Nuestro lado oscuro. Una historia de los perversos (2007), los nuevos monstruos son los modelos aspiracionales que caminan entre nosotros y no son repudiados como los excéntricos de antaño.

El miedo podría ser un movilizador social si descubrimos al monstruo que habita entre nosotros, ya sea como sistema económico o en la conducta de los amos del mundo. Un elemento importante de esta apreciación es, justamente, el conocimiento de lo que está pasando, para así limitar la manipulación que inunda los medios sembrando señuelos para la ira o el miedo. En el libro Colapsología (2020) los investigadores Pablo Servigne y Raphaël Stevens refieren el miedo que encuentran, al inicio, en los asistentes a sus conferencias sobre la crisis climática y el previsible fin de la era industrial. La amenaza es, simplemente, un monstruo que puede desactivar cualquier iniciativa y llevarnos a diferentes tipos de aceptación de lo irremediable, o incluso al nihilismo. Pero los autores también explican que el sólo hecho de conocer por qué ocurre el desastre, y entender a cabalidad la cara del monstruo que nos ha estado acechando desde hace tiempo, es liberador. En tiempos en los que las utopías parecen sólo buenas intenciones, descorrer el velo de lo que nos atemoriza y palparlo puede ser una victoria nada despreciable.

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