Había comenzado a leerlo un año antes, por recomendación de Damián Ríos, entonces editor de la naciente Interzona junto a Edgardo Russo. Comencé a leerlo en su ciudad, Buenos Aires, porque en la Ciudad de México la atención estaba puesta en otra parte, aunque recuerdo haber visto la antología Cantos de marineros en La Pampa en el Parnaso de Coyoacán, en los primeros tiempos de La Tempestad. Hacia finales de 2003 pude entrevistarlo desde Barcelona, por correo electrónico. Debe habernos puesto en contacto Ríos, o tal vez Russo, que en 2022 me leyó, en su departamento de San Telmo, fragmentos de Runa, que estaba por aparecer en Interzona.
No fue sencillo el intercambio. Fogwill, de 62 años, estaba interesado en que se hablara de su trabajo, pero creía identificar cuestionamientos en mis preguntas. Actuaba irritación en sus respuestas, y yo tenía que aclararle que no estaba interrogándolo, que admiraba sus libros y quería difundir su obra en México. Me enviaba entonces nuevas respuestas, escritas con una exactitud que no hacía más que aumentar mi fascinación. En el número 33 (noviembre-diciembre de 2003) de La Tempestad, finalmente, publiqué la entrevista como parte de un pequeño dossier que incluía un texto introductorio de Daniel Freidemberg y el “Poema de los días”, que estaba por aparecer en Canción de paz.
A tres lustros de la muerte de Fogwill, Iván Ballesteros Rojo me pidió un texto para acompañar la edición de “Muchacha punk” que publicará el Fondo Editorial Universidad de Sonora, y recordé esta entrevista. La recupero como apareció: los correos se han perdido –habría sido interesante reconstruir las dificultades para entendernos– y los arranques iracundos del escritor quedaron disimulados en las pullas de un par de respuestas. Un Fogwill confrontativo, pero también en plan “máquina de pensar”.

Rodolfo Fogwill (1941-2010)
Al leerlo se tiene la sensación de que sus textos han sido escritos con una tremenda facilidad, como si el ritmo del relato lo dictara la respiración de una manera natural. ¿Cómo llega a estos resultados?
Hay gente con condiciones naturales para contar hablando y para manejarse en léxico y sintaxis con una soltura y una eficacia que no depende de su formación ni del medio social del que procede o en el que habita. Puede ser una facultad neoropsíquica o una modalidad que adoptan las patologías leves de la histeria y el histrionismo. Cuando empecé a narrar sólo podía hacerlo oyendo una voz interior que parecía dictar frases e imponer un ritmo en el que el acento de las palabras, sus modulaciones y su pertenencia al flujo sonoro parecían más importantes que sus referentes. Tal vez lo fueran. A veces surge esa voz que atribuyo al resultado de un histrionismo que siempre me habilitó para imitar voces, léxicos y tics de personas y sectores sociales por completo ajenos a mí.
“A veces surge esa voz que atribuyo al resultado de un histrionismo que siempre me habilitó para imitar voces, léxicos y tics de personas y sectores sociales por completo ajenos a mí”: Fogwill
Con el tiempo, a fuerza de imitar y de imitarme, encontré maneras de invocar esa voz y de generar la situación en la que suele irrumpir. Hay técnicas de preparación personal para lograrlo, pero no preconizo ninguna. Son tan vagas y peligrosas como los ejercicios de meditación de Osho que a veces practico: está ese de zumbar que ayuda a la recuperación de la conciencia de sí, o el ponerse a girar a lo derviche hasta caer agotado y decidido a resistir el mareo. Si sale mal uno puede quedar para siempre zumbando y canturreando, o terminar una de esas danzas locas paródicas con un hematoma cerebral que interrumpe para siempre la luz. Me sucedió: me ayudó mucho zumbar, pero me dejó para siempre este hábito de canturrear que enerva a mi familia y que por la calle me ha dado fama de demente senil, aun antes de cumplir los sesenta años.
En Los pichiciegos hay un protagonista fundamental: el habla cotidiana. Su uso radical llega, por momentos, a vaciarla de sentido, a enrarecerla, a transformarla en un lenguaje abstracto. ¿Qué sentido tiene para usted el uso de la lengua coloquial?
Me disgusta lo coloquial, lo artificial del naturalismo y del documentalismo. Dan risa esos escritores que intentan “reflejar el habla” y entonces abundan en jergas y figuras retóricas plausibles, pero usan puntos, comas, espacios y guiones como si los personajes fueran actores contratados para representar su texto. Eso vale en el teatro o en los géneros menores del teatro, pero es ridículo en la literatura. Todos mis aparentes coloquiales son inventados y se generan solos las pocas veces que alcanzo a captar la voz del personaje y a intercalarla –a veces confundiéndola– con la voz –o el tono– del narrador.
Ésa es una enseñanza de Borges, pero quien mejor la realizó o quien más me ayudó en la ejercitación de esa destreza es el último Miguel Briante, el de Ley de juego. Briante aprendió de Borges, pero no faltó a ninguna de las lecciones de Rulfo. Si no entiendo mal, tú afirmas que hay un uso radical del habla cotidiana que la convierte en un lenguaje abstracto, y no creo que sea así: la buena literatura –como la gente debería creer que es la mía– sólo puede testimoniar que todo lenguaje natural es abstracto. Alguien que estudió el Tractatus podrá escribir ensayos en el mejor sentido referencial, pero a la hora de vivir, convivir y negociar con la pobre gente está condenado a compartir la abstracción caprichosa y concertada del lenguaje social.
Se ha dicho que Los pichiciegos es la mejor novela sobre la Guerra de las Malvinas. Yo la leí muchos años después, fuera de ese contexto, y la entendí como la creación de un mundo hermético, definido por sus propias leyes, asfixiante. ¿Le interesan las lecturas políticas de su obra? ¿Existe como tal la crítica social en sus libros?
El libro fue escrito durante la guerra y antes de que llegara cualquier testimonio veraz de las islas del sur. Cuando empezaron a comentarlo, y a valorarlo como “denuncia” o “testimonio”, me anticipé a aclarar que era posible escribir el mismo relato sin guerra, sin ingleses ni Malvinas. Y en efecto, poco después apareció el relato “La ilusión monarca” de Marcelo Cohen, donde se logra el mismo efecto, a partir de un sistema de reglas parecido. Básicamente la situación de aislamiento y la ausencia de mujeres y madres. El relato de Cohen es, tal vez, más logrado literariamente sin perder su sentido político. Me consta que lo escribió sin conocer Los pichiciegos ni mi reflexión sobre lo que tú llamas “mundo hermético, definido por sus propias leyes, asfixiante”.
“Antes que crítica social prefiero pensar en lo que construyo como crítica-a-lo-social: intento de redefinir lo humano”: Fogwill
Las lecturas políticas de ambos me interesan, y entre ellas me interesa mucho la mía, que siempre estoy reelaborando. Cualquier libro puede ser planificado como “crítica social”: no es lo que hago, porque no creo que haya órdenes de cosas mejores ni peores. Antes que crítica social prefiero pensar en lo que construyo como crítica-a-lo-social: intento de redefinir lo humano.
En cuentos como “Restos diurnos” o “Japonés” el narrador, al parecer, nos engaña: lo que simula en un principio ser una suma de anécdotas atractivas abre paso a fragmentos de concentrada reflexión que coinciden con los sueños del personaje y terminan volviendo ambigua la trama. ¿Hay la voluntad de destruir el sentido lógico del relato? ¿Tiene alguna función el sueño en su narrativa?
¿Fue anoche que soñé que era una mariposa o soy esta mariposa que ahora sueña que es un hombre…? A la distancia, me parece que el sueño y la sucesión de despertares y sueños sin fronteras precisas es un recurso fácil que se usa para eludir las dificultades de la representación. Porque representar la realidad es fácil, pero representar su sentido o, lo que es lo mismo, presentar una obra de arte es algo casi imposible.
Lo peor de la entrevista fue enterarme de que alguien entendió algún acontecimiento de mis relatos como “anécdota atractiva” mientras yo al crearlos estaba convencido de que eran vislumbres de la tragedia, antipáticas revelaciones de lo peor. Pero sigamos viviendo en el malentendido, que es lo más eficaz para generar lectores.
No le di al término “anécdota atractiva” un sentido peyorativo, me refería más bien a que la forma inicial predispone al lector a un cierto tipo de lectura que después termina siendo subvertida. Sus relatos obligan a quien los lee a ir reuniendo piezas para dotar de algún sentido a la historia. ¿Tiene alguna posición ante el lector?
Como tengo la suerte de tener pocos lectores, ante el famoso espectro de la página en blanco ni pienso en ellos. Pienso en el no-lector y en los medios de convencerlo de que soy, digamos, de alguna manera, “¡Grande!”, y de que leyéndome se sentirá, él también, inteligente y partícipe de eso sublime que el autor simula (¿con éxito…?) representar.
“Yo no sé para qué escribo. Pero cuando escribo narrativa pienso más en lo que sucederá al leer el narrar que al representarse visual o emocionalmente los sucesos narrados”: Fogwill
“Hay tanto por hacer y, sin embargo, se insiste en componer historias”, nos dice en la nota inicial de En otro orden de cosas. En Urbana agrega: “quizá haya tanta demanda de que en un texto sucedan cosas porque se descuenta que nada sucederá entre el texto y su lector”. Parece haber en su trabajo una fascinación por escribir una novela acerca de nada, como quería Flaubert.
Ése es el desafío: hasta dónde se puede prescindir del acontecimiento narrado mediante la producción de acontecimientos de lectura. No diría que escribo para eso, para lograrlo o para experimentarlo. Yo no sé para qué escribo. Pero cuando escribo narrativa pienso más en lo que sucederá al leer el narrar que al representarse visual o emocionalmente los sucesos narrados.
En Urbana el narrador actúa como un entomólogo que desmenuza los mecanismos del comportamiento de los personajes. De paso hace digresiones sobre el arte narrativo que le permiten desentenderse de la historia y acercarse a una especie de grado cero de la narración. ¿Buscó que ahí ocurriera algo ente sus textos y el lector?
Sí, ahí lo busqué y reconozco que en eso fracasé. El poco público de la literatura tiene una facultad especial para adivinar los párrafos que conviene saltear. A los especialistas, y a la gente bien documentada y entrenada para debatir sobre el arte narrativo, debió bastarle una sola de esas digresiones para advertir que eran reflexiones sin objeto, determinadas más por imposiciones métricas y cromáticas del texto que por la finalidad de decir algo que, por lo demás, no creo que se haya dicho.
Sus personajes siempre son caracterizados nítidamente y responden muy bien, en sus gustos y actitudes, a la clase a la que pertenecen, a su extracción social. Me pregunto si esa habilidad le viene de su experiencia como analista de mercados.
Hace veinte años Juan José Saer dijo que mis raíces no estaban en Proust ni en Borges sino en Vance Packard, un divulgador de la ideología de las ciencias sociales americanas. Tal vez tuvo razón. Creo que la formación sociológica y el arraigo social yuppie son buenas herramientas del cinismo que habilitan para el registro de las voces y los imaginarios que están detrás de sus diferencias en la sociedad polisegmentada.
¿Ubica su obra en una tradición concreta?
No. Toda tradición es abstracta. Uno la inventa a partir de los libros que pudo conservar al alcance de su vista. En mi caso son obras de músicos, filósofos, ensayistas, científicos y poetas muy alejados de nuestra periférica actualidad. Los ensayos de divulgación matemática de Gardner y Hofstadter, el libro de Schweitzer sobre Bach, las Mitológicas de Lévi-Strauss, la antología de textos indígenas de Paul Radin, los Diálogos de Platón, la poesía de Álvaro de Campos, el Quijote, Fausto, el Dichterliebe de Schumann, el Winterreise de Schubert, el corpus poético del tango, la Poética de Valéry, la Retórica de Lausberg, los Holzwege leídos como poesía, El arte de la fuga oído como un ejercicio de contrapunto de imágenes, el libro de las leyes del Antiguo Testamento pensado como tratado de política funcionalista, el cine de Bresson mirado como novelística… Podría extenderme infinitamente en esta enumeración caótica, y sólo a partir de imaginar los antecedentes que me rodearon mientras escribía Runa.
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